viernes, 5 de febrero de 2010

UN DÍA NORMAL



Un día normal

Un día normal. Los días “normales” suelen ser tan aburridos que piensas “ojala no me hubiese levantado”, pero lo que es normal para ti no lo es para mi.

Mi familia no es nada habitual, quizás ahora piensas que te diré que son vampiros o licántropos, pero te equivocas, no son nada de eso, aunque lo creí durante una temporada ¿que cómo es posible? Es muy simple.

Yo era una niña cuando ocurrió aquello.

Vivía en una casa vieja y estropeada en el centro de la ciudad, las vidrieras lucían pequeños vidrios de colores que proyectaban formas extrañas, y a veces inquietantes, los suelos eran de madera, las paredes cubiertas de papel rosa con florecitas de lo más hortera y los muebles parecían sacados de una película antigua tipo “Rebecca”. Ahora que me paro a pensar era un poco escalofriante. Pero eso no importa ahora.

Escuché unos gemidos en la sala y tan asustada como curiosa bajé la escalera a oscuras. Desde mi perspectiva de mocosa inocente ver a mis padres empapados de sangre en la sala de casa en plena noche sólo podía significar que eran vampiros. Las novelas ya tienen esas cosas, cuando eres pequeña te tragas sus historias y crees que son ciertas. Creí ciegamente en aquella teoría mía y esperé paciente al momento más adecuado para hacer mi pregunta entre el perfume de las tostadas con queso y miel, el café humeante, los croissants y la manzanilla de mi madre.

—Papá, mamá... ¿sois vampiros? —mi voz infantil resonó más segura que nunca.

—¡Venga ya, Mercè! ¿De dónde has sacado esa estupidez? —la pipa de fumar de mi padre se movió al compás de su palabras— Los vampiros no existen.

—Tienes demasiada imaginación, hija.

—¡Pero os vi! La otra noche os vi llenos de sangre ¡de pies a cabeza!

Los rostros de mis padres empalidecieron y entonces supe que había metido la pata, pero ¡¡qué querían!! Estaba llena de curiosidad por aquel episodio nocturno. No recibí respuesta hasta que cumplí los dieciséis años.

El día de mi cumpleaños, mi madre se arrodilló delante de mí con una mirada diferente, una que no le había visto nunca, me acarició la mejilla y sonrió.

—No somos vampiros, pero sí somos monstruos. Ven conmigo.

Me cogió la mano dirigiéndome a la buhardilla donde se levantó una nube de polvo al entrar. Mis ojos tardaron un rato a acostumbrarse a la oscuridad, era la primera vez que entraba y eso hizo que la decoración —por llamarlo de alguna manera—- me asustase.

Había maniquís, candelabros, velas de todos los tamaños y formas, libros encuadernados en piel... parecía la casa de los horrores de una peli de terror cutre, sólo faltaba el pentagrama dibujado con sangre. Las telarañas colgabas por todos lados y se hacía difícil caminar sin engancharse con ellas.

Miré a mi madre buscando las palabras para formular mi pregunta, pero antes de consiguiese aclararme ella habló.

—Sé que se te hará raro, quizás no me creerás pero somos diablos.

—¿Diablos? —balbuceé— ¿quieres decir demonios?

—No. Los demonios son una cosa y los diablos otra muy diferente.

Sentí un repentino vértigo y tuve que apoyarme en uno de los maniquís.

—No es para tanto —mi madre rió.

—¿¡Qué cojones!?

—Tanta curiosidad y ahora me sales con esas —movió las manos teatralmente delante de la cara—. No sé quien te ha enseñado a hablar tan mal.

Me caí de culo al suelo perdiendo la noción de la realidad, seguramente pasaron un par de horas hasta que conseguí retomar la conversación.

—No lo entiendo —se me rompió la voz— ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Matar a la gente? ¿Hacer travesuras?

—Pronto tu propio cuerpo te dirá lo que debes hacer —me apartó algunos cabellos negros de la frente y me besó en la mejilla riendo.

Después de aquello comencé a comprender algunas cosas, mi resistencia física, por que mis heridas se curaban tan deprisa, mis ojos dorados... nunca le había prestado atención a todos aquellos pequeños detalles.

Mis padres me estuvieron más encima de lo que era habitual, me parece que aquello me asustó más que mi charla en la buhardilla, pero tal y como había dicho mi madre pronto empecé a sentir ciertas necesidades que antes no había tenido.

No sé si me entenderás. No me refiero a necesidades carnales propias de la edad, el sexo, hacer el idiota para sentir la adrenalina recorriendo tu cuerpo, ni nada de todo eso. Empecé a sentir deseo de matar, de arrebatarle la vida a alguien del modo más cruel del que fuese capaz.

Afortunadamente para toda la humanidad me tuvieron encerrada mientras aquel delirio asesino no se calmó, controlar mis instintos no era nada fácil, pero acabé aprendiendo.

A los dieciocho me presentaron al resto de diablos de nuestra zona, a duras penas eran una veintena y no sabría decir cual de ellos daba más miedo, eran tan siniestros que se me heló la sangre. Explicaron en que consistía su plan. Bueno, nuestro plan; por lo que parecía, yo estaba incluida en toda aquella mierda.

Exterminar a los humanos.

Vaya mierda, ¿no? Pues sí. Aquel era el plan de los diablos.

Uno de ellos, el más alto y grande, me bloqueó el paso cuando intentaba seguir a mis padres hasta la calle. Llevaba un estrambótico esmoquin blanco, una camisa negra con botones rojos, una corbata blanca con un cuervo negro y unos zapatos blancos.

—Nena, si echas a perder todo lo que he planeado durante años —su voz se tornó siniestra—, te juro que desearás no haberme conocido nunca.

—No sé de que me habla.

—Te perseguiré, te encontraré, te torturaré y cuando me canse de ti, te mataré, mocosa.

Traté de disimular el escalofrío que me recorrió el cuerpo y sonreí sarcástica, me limité a abrirme paso ignorándole.

Es una tontería, pero los meses siguientes me los pasé mirando bajo la cama cada vez que me iba a dormir, mirando obsesivamente la puerta del armario, escrutando la oscuridad de cada calle y sintiendo la mirada siniestra de aquel tío clavada en mi nuca.

Con el tiempo todo empezó a parecerme normal, las expediciones nocturnas, los asesinatos de mis compañeros... bien, cosas que harían enfermar a casi todo el mundo.

Por eso hoy es parte de un día normal en mi vida, pero es un poco especial, verás, hoy debería cobrarme mi primera vida humana, mi primer asesinato.

—Tú tendrías que estar muerto ahora mismo. —Me arrodillé al lado del chico tirado en mitad de un charco de sangre—. Qué mala suerte ¿no?

—¿Me lo explicas para justificarte?

—No —suspiré—. Hoy no te mataré.

Me alcé lanzándole una toalla blanca de algodón.

—Sécate, saldremos a la calle.

El chico me miró visiblemente confuso.

—Yo no soy como ellos... —murmuré— no quiero serlo.

—Muy tranquilizador —dijo sarcásticamente limpiándose la sangre de la cara—, los delirios de una tía colgada mientras estoy rodeado de psicópatas.

—¿Qué prefieres? ¿La tía colgada o los tíos psicópatas?

Puso los ojos en blanco, supongo que exasperado.

—La colgada, supongo.

—Fantástico ¿Cómo te llamas?

—Cesc, me llamo Cesc.

Le cogí la mano con firmeza arrastrándole por la calle llena de cuerpos inertes, la sangre nos salpicaba los pantalones y el hedor de la basura mezclada con el de la putrefacción nos asqueaba. Cesc estuvo a punto de desmayarse, pero le apreté la mano con más fuerza obligándole a correr más, era el peor momento para flaquear, si nos deteníamos ahora la horda de diablos sedientos de sangre humana nos haría pedacitos.

Por supuesto no corríamos a ciegas. En las horas en las que la vigilancia menguaba aprovechaba para escaparme y buscar un lugar seguro donde ocultarme hasta que supiese como librarme de todos los monstruos del mundo. En una de mis escapadas, encontré una fábrica vieja en ruinas en mitad de tierra de nadie, perdida en una colina.

Era el escondite perfecto. Allí estaríamos seguros.


Escrito originalmente en 1993, reeditado el 03 de febrero de 2010

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