jueves, 30 de diciembre de 2010

25M VIII.- Caricia



Code: Lyoko y sus personajes pertenecen a MoonScoop y France3

VIII.- Caricia

Sólo se oía el pitido intermitente al ritmo de los latidos de su corazón, el sonido mecánico de la bombona de oxígeno llenando sus pulmones, y los sollozos de ella inundando la habitación.

Era doloroso. Llevaba dos años sin verle y jamás hubiese imaginado un reencuentro así. Se había apartado de él, porque no podía soportar aquel dolor, aún era incapaz de soportarlo.

Su forma de distanciarse le había hecho estar segura de que él habría tomado la decisión de apartarla del todo de su vida. No la había llamado, ni visitado, ni siquiera le había enviado un mensaje de texto. Que la echase de su vida de una patada en el culo era lo mínimo que se merecía.

Precisamente por eso aquella llamada le había sorprendido tanto. La recepcionista de urgencias con voz seria e impersonal le había informado de que había tenido un accidente y que estaba en el hospital, y que ella figuraba como la persona a la que avisar si algo malo le sucedía, del mismo modo que tenía el poder de tomar decisiones por él en caso de que no estuviese capacitado para hacerlo por sí mismo.

Entonces salió a toda velocidad y se plantó frente a la recepción, sin aire, a punto de caer al suelo en redondo como una muñeca de trapo, pálida y temblando.

Y ahora estaba en aquella habitación. Incapaz de mirarle sin derramar cientos de lágrimas. Su rebelde cabellera castaña medio cubierta por una venda blanca en la que despuntaba el rojo de la sangre, la mascarilla de oxígeno cubriéndole la nariz y la boca.

Aquel dolor era peor todavía. No podía soportarlo.

Le acarició, con los dedos fríos, la mejilla y esbozó una triste y amarga sonrisa, seguramente la más agónica de todas. «Donde hubo fuego siempre quedan las brasas» o algo así decían, el problema era que sus brasas tendían a convertirse en una enorme hoguera sin previo aviso. Por eso se había alejado.

Ahora sólo podía esperar, ahogándose en su propia agonía, deseando volver atrás en el tiempo.

Acariciaba su suave maraña de pelo castaño. No era consciente de que lo estaba haciendo. Y lloraba y suplicaba para que abriera los ojos, pero nada ocurría. La bombona de oxígeno continuaba llenando sus pulmones, el monitor calculando sus constantes vitales, el gotero proporcionándole algún calmante antiinflamatorio.

Se movió cuando se dio cuenta de que lo hacía, cambiando de posición. Mantuvo su mano inmóvil sujeta entre las suyas y la frente apoyada en ellas. Las lágrimas se negaban a dejaran de caer, algunas de ellas rodaron por el antebrazo de él, muriendo sobre la sábana blanca.

Los dedos fríos de él temblaron ligeramente. No se molestó en alzar la vista, sabía perfectamente que era más que probable que fuese un simple espasmo muscular. Si le miraba y descubría que seguía igual se deprimiría más. Apretó más su frente contra la gran mano de él y sollozó nuevamente.

—Ey…

—Ey —replicó por inercia.

Separó la cara de sus manos y lentamente le buscó con la mirada. Boqueó tratando de decir algo, pero ningún sonido salió de su garganta. Se mordió el labio inferior viéndole esbozar una frágil sonrisa adormecida.

—Eres el espejismo más maravilloso del mundo… —Tenía la voz pastosa y apenas lograba vocalizar, pero le entendió.

—¡Ulrich! —su exclamación se vio convertida en un susurro impetuoso, demasiado llorar le había robado la voz—. ¡Voy a por la enfermera!

—No, por favor. Quédate conmigo.

—Está bien, pero tengo que avisarla.

Él asintió al tiempo que ella tomaba el mando de aviso, pulsó el botón y se encendió la lucecita de llamada.

Le acariciaba la mano mecánicamente temiendo que si dejaba de hacerlo volviera a dormirse, pero esa vez para siempre. Porque una parte de ella añoraba aquel ligero contacto. Porque sentía que aquello mantenía activo su corazón. Porque lo necesitaba, de un modo insano, como un yonqui necesita su dosis de droga.

La enfermera intercambió algunas palabras con alguien, que se negaba a entrar, en el pasillo y después entró. Llamó al médico y le examinaron, asegurándose de que estaba bien. Los minutos les parecieron horas, con la vista fija en los ojos del otro, con los sentimientos sobrevolando sus cabezas y las palabras bullendo en sus gargantas. Mucho por decir, poco tiempo para hacerlo.

Al quedarse solos el ambiente cambió, no había tensión, únicamente una ligera incertidumbre.

Ella se sentó en el borde de la cama, con la mano de él entre las suyas y mirándole con los ojos brillantes.

—Yumi…

—¿Qué?

—Te quiero, Yumi.

Ella le sonrió con condescendencia, como a un niño que quiere un juguete demasiado caro.

—No sabes lo que dices…

—No me vengas con esas —replicó ofendido—. Sé perfectamente lo que digo y siento.

—Tú estás con Aelita.

—Pero te quiero a ti.

—Ya es tarde —susurró ella—. Ya no hay vuelta atrás.

—No. Aún estamos a tiempo. —Le apretó la mano con toda la fuerza que tenía—. Yo te amo y si tú estás aquí es porque todavía…

Yumi apartó bruscamente su mano, se levantó para sentarse en la silla apoyando la espalda en el respaldo.

—No lo digas, Ulrich. —Cerró los ojos en un intento de contener las lágrimas que acabaron rodando por sus mejillas—. No quiero seguir así.

—La dejaré. Lo dejaré todo por ti. Pero Yumi…

—No prometas cosas que no puedes cumplir.

—Mírame y dime que no sientes nada por mí.

Ella le miró con los ojos llorosos, le temblaba el labio inferior y tenía la punta de la nariz roja igual que las mejillas.

—Te amo, Ulrich, igual que hace dos años —susurró con la voz rota—. Pero eso no sirve de nada. No en estas circunstancias ¿es que no lo entiendes?

—No. No lo entiendo.

Desde el pasillo, a través de la puerta entreabierta de la habitación setecientos siete, Aelita había oído toda la conversación, sus ojos verdes estaban inundados de lágrimas que ya rodaban por sus mejillas.

Lo sabía. En algún punto de su mente siempre lo había sabido. Ulrich seguía amando a Yumi como el primer día. Pero no quería creerlo. Quería creer que cuando él le decía que la amaba lo decía de verdad.

Resbaló por la pared, hasta quedar sentada sobre las frías baldosas del pasillo.

El día en que Ulrich le pidió que saliera con él lo tomó a broma, pero aceptó, en algo así como un arrebato infantil, un deseo extraño de poseer lo que tenía su amiga. Deseaba un amor incondicional en aquella medida, hasta el punto de que ese alguien especial para ella fuese capaz de jugarse su propia vida por salvarla.

Fue increíble, descubrir de repente que aquello le gustaba mucho y que había empezado a enamorarse de él. El ver como Yumi, poco a poco, iba perdiendo toda aquella fuerza arrebatadora le partió el corazón, sin embargo fue incapaz de hacerse a un lado y devolverle lo que le pertenecía. Descubrió aquella parte oscura del ser humano que era el egoísmo. Cuando ella se fue se sintió muy mal pero a la vez se sintió feliz, porque ya tenía el camino libre.

La ilusión de que todo había cambiado y que él le amaba se había hecho añicos en un instante.

El llegar al hospital y descubrir que ella no era la encargada de algo tan importante como decidir por él si estaba incapacitado, fue como una bofetada. Dejaba bastante en evidencia su posición en comparación con Yumi.

Acarició su abultado vientre, sabiendo que si fuese más valiente haría lo que debería haber hecho desde un principio. Yumi no sabía nada del bebé. Podía retirarse. Podía hacer lo correcto. Podía ser justa. Podía ser una buena amiga.

Las voces de su prometido y de la que fue su mejor amiga le llegaban claras e hirientes. Permaneció abrazándose las rodillas, oyéndoles, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

—Te amo Yumi. Quédate conmigo, te lo suplico.

Yumi susurró algo que no alcanzó a oír por el tono tan suave que empleó. El martilleo de su propio corazón le impidió oír los pasos que se le acercaban. Al alzar la vista la vio, parada junto a ella con una sonrisa triste.

Ninguna de las dos dijo nada.

Yumi se marchó. Aelita se quedó en el suelo. Ulrich solo en el cuarto.

En la puerta del hospital William esperaba a Yumi, recogería de nuevo sus pedazos y aguardaría a su lado hasta que estuviese bien. La abrazó cuando llegó junto a él y la dejó llorar acariciando su suave melena azabache.

—Te quiero —sollozó.

—Mentirosa —musitó con ternura.

Ella lo sabía y él también. William no se quejaba, simplemente lo aceptaba y ella deseaba poder hacerlo realidad.

En sus dedos aún sentía la caricia de la piel de Ulrich, su cuerpo ardía y su corazón se aceleraba sólo con recordarlo.

El recuerdo de una caricia prohibida.

Fin

Escrito el 11 de diciembre de 2010

sábado, 11 de diciembre de 2010

Mi móvil es rosa ¿y qué?



Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Mi móvil es rosa ¿y qué?

Cuando abrió el paquete bien envuelto, en papel de regalo azul brillante, y vio su contenido creyó que se trataba de una broma de alguien. Así que se limitó a fruncir el ceño y abandona la sala de profesores.

Claro que, ahora, sabía que se había equivocado, tras prestarle la debida atención al aparato en sí.

Siete meses atrás, Delmas había tenido una de sus ideas. Celebrar una fiesta, exclusiva para los profesores, con un intercambio de regalos, por lo que cada uno tuvo que sacar un trozo de papel con un nombre escrito, de una bolsa. Era una chiquillería, pero podía ser divertido.

Jim metió la mano con ímpetu, con la única idea de sacar uno de los papeles, el que tenía el nombre de Suzanne. Cuando estuvo convencido de que sus dedos tomaban el correcto o extrajo con gesto triunfal. Lo desplegó y todo su triunfo se convirtió en amargo abatimiento.

«Chardin»

¿Qué demonios iba a regalarle a un tipo que estaba como una regadera? ¿Un abono de temporada para un psiquiátrico? ¿Detergente para que eliminase la perpetua mancha de tinta azul del bolsillo de su bata de laboratorio? ¿Un peine para que domase su pelo?

Quizás podría convencer a quien tuviese el papel de Suzanne para que se lo cambiase. Seguro que lo lograría, por supuesto, todo era cuestión de ir preguntando a los demás.

Fue como una nueva bofetada. Nadie quiso decirle quien le había tocado y mucho menos hacer un intercambio. No le quedó otra que resignarse. Sólo había una persona con ideas lo suficientemente descabelladas para estar a la altura de Chardin. Della Robbia. Simplemente fue y le preguntó. Así, sin más, en frío, como quien te pide la hora o te da los buenos días.

El muchacho no le decepcionó en absoluto, como ya suponía, y dio con la idea perfecta, y él, casi pegó saltos de alegría.

El día de la fiesta, nada más entrar, Delmas, les obligaba a entrar a oscuras en el cuarto adyacente y dejar el regalo, para que así nadie diera con la identidad de su amigo invisible. Y así lo hizo él, deslizó el paquete amarillo chillón con conejitos rosas por el suelo y cerró la puerta.

Empezó a agobiarse a mitad de la celebración, tras el tercer vaso de refresco de cola sin gas y varios sándwiches de pavo. ¿Quién habrá sacado el papel con el nombre de Suzanne? ¿Qué le regalaría? ¿Sería lo suficientemente impresionante como para robarle el corazón? ¿Le gustaría?

De repente la idea de aquel juego se le antojó de lo más desagradable.

Conociendo a sus compañeros seguro que su regalo consistía en unos calcetines deportivos o varias cajas de tiritas. Por eso, cuando le dieron aquel paquete azul brillante, con una caligrafía desconocida, no sintió la menor emoción, aunque se obligó a sonreír.

A través de la sala cruzó su mirada con la de Suzanne, que sujetaba uno blanco con un pomposo lazo rojo. Nicole Weber, la apremió para que lo abriera. Dentro había unos DVDs de bailes de salón, no era un secreto que a ella le gustaba el baile. A él le gustaba ser su profesor particular para ver como desaparecía aquella máscara de mujer estirada, y para borrar la distancia entre ellos, poder permitirse sujetarla con más firmeza de la realmente necesaria y sentir, por un instante, que eran una sola persona.

Jim recibió un codazo de Chardin y se apresuró a abrir su regalo.

Un teléfono móvil rosa fucsia. Gustave rió con tanto ímpetu que acabó atragantándose con su propia saliva y tosiendo. Le estaba bien empleado, por burlarse. Seguro que era cosa suya y por eso tanto cachondeo. Se marchó.

Se encerró en su cuarto dando un portazo y lanzó el aparato contra la cama. Unos minutos después, un tintineo se alzó desde su colcha de rayas blancas y azules.

En la pantalla del móvil rosa había un nombre: Valquiria; era un mensaje de texto. Lo abrió enfadado, la broma se les iba a torcer en cuanto les pillase.

Hola. Soy Valquiria, quiero que nos conozcamos mejor. Asómate a la ventana, por favor.

La abrió bruscamente y sacó medio cuerpo fuera, alzó el teléfono para lanzárselo al gracioso en cuestión, pero se detuvo a tiempo. Dos pisos más abajo, iluminada por la luz que procedía de su cuarto, estaba Suzanne de pie. Ella sonrió y la vio teclear, poco después recibía un nuevo sms.

No es una broma de los demás. Yo soy Valquiria ¿y tú?

Jim la miró pensando en que él en eso de la mitología estaba pez. Descartó nombres como Rambo, Rocky, Seagal y demás matones de cine que seguramente, ella detestaría, y se decidió por Astaire. Como Fred Astaire.

Hola Valquiria. Soy Astaire —tecleó. Era muy corto, así que añadió—, como el bailarín.

Mantenían la vista fija el uno en la de la otra, separados por dos pisos de altura. Jim con la fugaz idea de que iba a señalarle con el dedo y echarse a reír al tiempo que repetía que era tonto y que había caído, y Suzanne esperando a que él aceptase aquel juego secreto.

Desvió la mirada lo justo para leer el mensaje de Jim y elaborar una respuesta que llegó al instante con un tintineo.

Gracias Astaire. Temía que me lo lanzases a la cabeza. No le hables a nadie de esto. Buenas noches.

Él contestó rápidamente.

No lo haré. ¿Por qué le alias y este teléfono? Tienes mi número de móvil.

Suzanne, que había empezado a alejarse, se detuvo con una mirada elocuente y tecleó con suavidad pero sin rastro de duda.

Porque tú siempre has sido sincero conmigo, pero yo no. Necesito empezar de nuevo sin los perjuicios que yo misma he creado. Esta es una línea directa. Sólo entre tú y yo, nadie más tiene estos números.

Jim lo leyó sorprendido y descartó la idea de la broma, porque no encajaba con la forma de ser de Suzanne. Ella sabía lo que sentía, porque él mismo se lo había dicho, y le había dado calabazas. Pero el que Suzanne conociese sus sentimientos, sin corresponderle, no significaba que fuese a usarlo para hacerle daño.

De acuerdo, Valquiria, será nuestro secreto. Buenas noches.

Suzanne hizo un gesto de despedida con la mano que él correspondió antes de verla desaparecer entre los árboles.

A partir de aquella noche el intercambio de mensajes, con información de ambos, se sucedió con fluidez. Llegó el momento en que se convirtió en algo similar a una droga. A menudo Jim se sorprendía a si mismo mirando fijamente el móvil esperando un mensaje de ella, otras, en cambio, escribía casi sin darse cuenta como si lo necesitase para seguir respirando.

Jim ya sabía que Suzanne era mayor que él, diez años concretamente, pero eso le daba igual. Había nacido en Greifswald, Alemania, un pueblo costero. Le gustaba bailar y el que él fuese su profesor, que no la tratase como a una estirada, que cuando nadie les miraba le diese su postre como si fuese un tesoro. También lamentaba su forma de tratarle a veces, cuando se enfadaba, el hablarle de sus novios y esos pequeños detalles que sabía que le hacían daño.

Él le explicaba cosas de las que normalmente prefería no hablar. El día en que bailando en la estación de tren de París le contrataron para rodar "Paco el rey de la disco". Como había acabado en mitad de la selva del Amazonas rodeado que animales que querían merendárselo. Lo muchísimo que le gustaba verla ajustarse las gafas sobre el puente de la nariz cuando pensaba, o el aroma a té que desprendía cada vez que se movía. Los cachivaches e inventos ingeniosos que preparaba para hacer las clases más divertidas a los chicos, y el que le hiciese partícipe de ello, acompañarla a las excursiones...

Era agradable aquella situación, como ella había dicho, era como empezar de nuevo, como dos personas que acaban de conocerse.

Habían pasado dos días desde el último mensaje, él le había enviado varios un tanto desesperado, con la molesta idea de que había hecho i dicho algo que lo había estropeado todo, podía ser un auténtico bocazas. Empezaba a resignarse a que todo había acabado, Suzanne le evitaba por los pasillos, en la sala de profesores le ignoraba. Los chicos habían empezado a notar que le pasaba algo por el mal humor y la melancolía que arrastraba, al menos aún no preguntaban.

Cuando el móvil tintineó él lo ignoró, pensando que seguramente su ansiedad se lo había hecho imaginar, pero al final, la necesidad de comprobarlo le ganó. Lo tomó y vio el mensaje nuevo que había entrado un par de minutos antes. Sintió ganas de bailar el tango, el chachachá y la samba.

Astaire, me gustaría que nos viésemos en el gimnasio dentro de una hora.

Y entonces le dieron ganas hasta de bailar las melodías tontorronas del móvil. Respondió tan rápido como sus dedazos le permitieron.

Allí estaré, Valquiria, como un clavo.

Vació los cajones, literalmente, sobre la cama y buscó algo parecido a un atuendo decente y más formal que su habitual chándal. Lástima no poseer ropa elegante, él era un tipo de a pie, deportista, práctico y despreocupado. Jamás había necesitado engalanarse, tampoco había recibido quejas de sus diversas novias, que coincidían con él en el tema del confort.

Se decidió por un vaquero la mar de cómodo y una camiseta de algodón roja sobre la que se caló la cazadora de aviador que le dieran en las fuerzas especiales. Sonrió por un instante sabiendo que casi nadie creía sus historias, no era de extrañar, él tampoco las creería. Había tenido una vida tan agitada e insólita, a veces le sorprendía no echar de menos toda aquella acción.

Echó un rápido vistazo al reloj, el tiempo se le había pasado volando, más le valía espabilarse o llegaría tarde. Se calzó las deportivas mientras corría por el pasillo deseando no cruzarse con nadie ni recibir preguntas molestas. Frenó el impulso de saltar el tramo de escaleras, sólo le faltaba caerse y abrirse la cabeza, pero bajó los peldaños de tres en tres sin trastabillar.

Corrió campo a través saltando sobre los arriates de flores junto a la entrada de la residencia y se abalanzó sobre la puerta del gimnasio como si tras ella se escondiese el único lugar seguro del planeta. Escrutó la cancha, no había llegado aún.

—Hola.

Jim dio un respingo al oírla, la buscó con la mirada y la encontró sentada en un rincón de la grada, cerca de la puerta. Miró su reloj de pulsera comprobando que no llegaba tarde.

—Sí que has llegado temprano, Suzanne.

—Ya estaba aquí cuando te he mandado el mensaje —susurró mientras él se acercaba a ella—. No esperaba que fueses puntual.

—Suzanne…

—Ven, siéntate conmigo, Jim.

Obedeció, sentándose con el sigilo de un felino. Apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo con gesto despreocupado, se sentía cómodo y lleno de curiosidad.

—He estado mucho rato pensando en si debía pedirte que vinieras o no —pronunció cruzando las manos sobre sus rodillas—. He luchado mucho para apartarme de ti, pero he perdido.

—No entiendo de qué hablas, Suzanne.

Esbozó una sonrisa llena de ternura, Jim era tremendamente inocente a veces. Ese era uno de los motivos por los que no podía alejarse de él. Cubrió con su mano la de él.

—Eres un buen hombre, Jim.

Jim enlazó sus dedos con los de ella mimoso. Le frotó el dorso con el pulgar dibujando círculos sobre su piel y sonrió. Suzanne le devolvió la sonrisa con calidez.

—Quiero conocerte mucho más —dijo ella.

Él asintió satisfecho por su declaración y por el agradable acercamiento que se había producido entre ellos. Si ella necesitaba tiempo, él le daría tiempo.

—Te quiero, Suzanne.

Ella no pronunció palabra, únicamente se inclinó hacia adelante y le dio un suave beso en los labios.

Fin

Escrito el 11 de diciembre de 2010

25M XXIV.- Té



Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Advertencia: este shot contiene lemon, por lo que el rating es +18. Click para XXIV.- Té: verisón 2 para leerlo sin lemon, son más o menos iguales, sólo cambia la parte del lemon, por eso la versión light es más corta. No voy a controlar quién lee qué, pero mi obligación es poner esta advertencia al principio.

XXIV.- Té

Estaba frente a la verja de la casa de Yumi con la mochila a la espalda y el pulso acelerado. No paraba de repetirse que estaba allí sólo para estudiar, que el que los padres de Yumi y su hermano no estuviesen no cambiaba nada. Le estaba haciendo un favor enorme prestándole un sitio silencioso en el que estudiar y echándole, de paso, una mano con la historia.

Tragó saliva y se cargó de valor. La valla metálica se abrió con un ligero chirrido, recorrió con aplomo la corta distancia hasta las escaleras de piedra y las subió de dos en dos. Sabía que ella había dejado el portón abierto pero tocó el timbre para no sobresaltarla, apareció con una sonrisa de oreja a oreja y las mejillas sonrojadas.

—Pasa.

—Gracias.

Se sentó en el peldaño del recibidor y se quitó las deportivas. Una de las normas de la casa de Yumi era que los zapatos se quedaban en la entrada. Ella le dio unas zapatillas acolchadas la mar de cómodas,

—¿Quieres tomar algo?

—Un refresco.

—Vale —replicó sonriente—. Como si estuvieras en tu casa.

Yumi se adentró en la cocina para buscar un par de refrescos y algunas cosas para picar. No había pegado ojo en toda la noche pensando en aquel encuentro para estudiar. Era fácil ser sólo amigos con gente delante, pero a solas era más complicado. Aún y así le había invitado muy consciente de lo que hacía.

No era que esperase que, en unas horas, los tres años de «sólo amigos» se esfumasen en el aire. Nada había cambiado para ellos, ella seguía estando loca por él y, según Odd, a él le pasaba lo mismo.

Cuando le pidió que sólo fuesen amigos no imaginaba que la cosa se alargaría tanto, aquello únicamente debería haber durado mientras X.A.N.A. siguiese en activo, una vez eliminado… quizás era culpa suya, tal vez debería haberle explicado aquel detalle.

Agitó la cabeza buscando alejar todo aquello de su mente, de nada servía en ese momento. Abrió la puerta del frigorífico y extrajo dos latas de refresco de cereza, a él le encantaba y a ella, bueno, no era de sus favoritos. Tomó una par de bolsas de patatas fritas de la despensa, lo colocó todo en una bandejita de bambú y la llevó hasta el salón donde a sus libros se habían unido los de Ulrich.

—Parece un campo de batalla —dijo con una risita Yumi.

—¿Qué bando crees que ganará? —preguntó en tono jocoso.

—Esperemos que el de las buenas notas.

Se sonrieron mutuamente. Yumi se sentó con las piernas cruzadas frente a él y dispuso el contenido de la bandeja en el centro de la mesa. Concentrados en los libros, procuraban no pensar en quien tenían delante, de vez en cuando sus manos se rozaban al buscar algo que llevarse a la boca, entonces intercambiaban miradas con las mejillas sonrojadas.

—¿Qué estudias? —musitó Ulrich aburrido de tres horas de libro.

—Biología, ¿y tú?

—La revolución rusa.

Yumi le miró con una sonrisa.

—Qué emocionante.

—Yumi ¿puedo preguntarte algo?

—Dispara.

Abrió la boca para preguntar pero no logró articular palabra. Iba a preguntarle si le quería, un disparate que no venía a cuento. Soltó un suspiro, necesitaba una pregunta coherente pronto.

—Necesito buscar algo en internet. ¿No tenías un ordenador por aquí?

—Está en mi cuarto, pero podemos desmontarlo y bajarlo aquí si lo prefieres.

—No hace falta.

Subieron las escaleras hasta el piso superior, Yumi abrió su habitación y él entró detrás de ella. Pusieron en marcha el moderno Macintosh, miró a Yumi con el ceño fruncido, estaba todo en japonés y no entendía palabra, para más inri alguien había cambiado todo los iconos por muñequitos de manga, así que eso no le servía para orientarse.

—Este Hiroki… —musitó exasperada— no sé cómo decirle que deje de toquetearlo todo. Espera. —Pasó los brazos por sus hombros y se pegó a su espalda para tomar el ratón—. Veamos… internet, ¿no?

Ulrich simplemente asintió incapaz de pronunciar palabra, había pasado a mirar con interés la mano de ella para evitar que se diese cuenta del rubor de sus mejillas.

—Aquí está… cómo se ponía en francés… ¡Ah, sí! ¡Listo!

Sonrió triunfante y se apartó de él muy despacio, dejando que sus manos resbalasen por sus hombros.

—Voy a por mis libros, ¿te subo algo, Ulrich?

—Aah… la libreta —pronunció titubeante.

—Vale.

Cuando Yumi salió se permitió volver a respirar.

«Sólo sois amigos» se repitió tan poco convencido como de costumbre. «Has venido a estudiar» era la idea inicial, pero ahora tampoco le convencía. Empezaba a pensar que en realidad lo único que había querido desde un principio era estar a solas con ella, sin nadie que les interrumpiera, sin Odd tomándoles el pelo, sin Sissi…

Cuando regresó, ella, le dio el cuaderno y después se acomodó en la cama con su libro de biología. Podía verla de reojo, sin demasiado esfuerzo, tomaba notas en un taco de folios perforados encuadernados en una carpeta de anillas negra. De nuevo se preguntó por qué se había matriculado en la universidad anexa al Kadic, con sus notas podría haber ido a la mejor facultad de toda Francia. Aunque él estaba encantado, así podía seguir viéndola a diario, como si nada hubiese cambiado.

Ulrich suspiró, la revolución rusa le producía el mismo sopor que una clase de física. Definitivamente no estaba hecho para estudiar.

—¿Todo bien? —le preguntó ella incorporándose un poco.

—Sí. Oye… ¿puedo usar tu impresora?

—Claro, no tienes que pedirlo.

«Como si estuvieras en tu casa» se repitió, eso le había dicho y así se lo estaba demostrando. Yumi era como la familia que nunca había tenido, incluso los Ishiyama le trataban como a uno más de la familia.

Imprimió un artículo sobre Lenin que acababa de leer un poco por encima y le había parecido interesante, para disimular.

—Necesito un descanso —dijo Yumi tumbándose en la cama—. Mis neuronas están a punto de suicidarse.

—Me apunto, no soporto más rato este rollo.

Ella rió abiertamente levantándose.

—¿Quieres un té?

Tenía los músculos entumecidos y se estiró en la silla a la vez que le daba una respuesta afirmativa.

Ulrich se sentó en la cama a esperarla, allí todo olía a ella. Si fuese capaz de decirle lo que sentía… las palabras se le trababan. Se daba una rabia a si mismo…

Yumi regresó con el servicio de té entre sus manos, lo dejó sobre el escritorio a la espera de que la infusión estuviera lista. Se sentó con él y charlaron animadamente de las últimas aventuras de Odd el magnífico. Se le hacía cuesta arriba no pasar tanto tiempo como antes con sus amigos aunque intentaba que no se le notase.

Sirvió el té en dos vasos de barro de lo más japo que dejaron frente a ellos a sus pies. Té sin azúcar, leche o miel, al estilo tradicional. El móvil de ella sonó, sólo hablaba en japonés con su familia y amigos del pasado, así que, supuso que serían sus padres.

Regresó a su lado, tropezó con algo y perdió el equilibrio, él se puso en pie rápidamente y la sujetó con fuerza para que no se cayese al suelo, aunque estaba seguro de que no habría necesitado ayuda para mantenerse en pie. Se le aceleró el pulso, la abrazó e impulsivamente la besó, viéndose obligado a dar un paso atrás para mantener la verticalidad. Su pie chocó contra uno de los vasos de té.

El té caliente empapaba el tatami, había volcado el vaso de barro en su impetuoso gesto. Quiso recogerlo pero su cuerpo no respondía a su voluntad, los brazos de ella, rodeando sus hombros, tampoco ayudaban.

Su inocente y pueril beso iba subiendo de intensidad con una velocidad vertiginosa escapando a su control. Las manos de Ulrich tantearon el camino de su espalda sobre el fino vestido negro, temiendo propasarse, porque lo último que quería era violentarla.

Le hizo unas tímidas carantoñas, bastante infantiles, ambos eran ya adultos, pero la inseguridad seguía ahí. En teoría sólo eran amigos y eso era algo que los amigos no hacían, la verdad es que para él no era una simple amiga, nunca lo había sido.

La mano de Yumi se deslizó por su torso, deteniéndose en el margen de la camiseta de él, tiró de ella con suavidad sin romper el contacto entre sus pieles, llegó el punto en el que no pudo continuar retirándola, en ese momento, él, con determinación, se deshizo de la prenda lanzándola a la otra punta de la habitación hecha un ovillo. Dedicaron un instante a mirarse él uno a la otra analizando si debían continuar o no. Ella tomó la delantera y retomó la labor de besarle mientras se deshacía de su propio vestido.

A Ulrich le sorprendió la sinuosidad de las curvas de Yumi, sus músculos largos y bien formados le invitaban a recorrerlos una y otra vez con los dedos. Acarició los flancos de su cintura con suavidad y continuó con su espalda, demasiado preocupado de meter la pata y hacerla enfadar, porque, seguramente, si se pasaba ella no querría volver a hablarle jamás.

Ella, en cambio, se movía libremente. Le amaba y estaba segura de que, fuera lo que fuera lo que les deparase el futuro, quería estar con él, recorrer cualquier camino con él a su lado. Sentía, con total claridad, como él dudaba en si debía continuar o no, así que llevó su mano a la espalda, tomó la suya y la hizo resbalar por su cintura. Poco a poco le dirigió hasta uno de sus pechos cubierto aún por el sostén. Ulrich dio un ligero respingo de la sorpresa y ella no pudo evitar soltar una risita.

—No voy a echarme atrás —le susurró—. Mi cuerpo y mi alma te pertenecen a ti.

La rotundidad y profundidad de las palabras de Yumi fueron como una cura milagrosa para todas sus preocupaciones.

—Te quiero, Ulrich —continuó.

—Y yo te quiero a ti.

Las comisuras de sus labios se curvaron en la sonrisa más amplia que jamás había adornado su cara. Acarició su melena azabache para besarla después.

Buscó a tientas, con una mano, el cierre del sujetador a su espalda y con una inusitada habilidad lo desabrochó al primer intento. La prenda se aflojó y se deslizó ligeramente de su posición original, uno de los tirantes corrió hombro abajo librando su busto de la prisión de tela. La pieza cayó entre ellos con el sutil movimiento de brazos que ella había realizado.

Delineó, vacilante, la sinuosa forma de sus senos con la yema de sus dedos. Los cubrió con las palmas de sus manos y los masajeó con delicadeza. Las manos de ella se cerraron con fuerza sobre sus pantalones, sobrepasada por la intensidad de la sensación que le provocaba. Las movió despacio hasta dar con el botón y la cremallera del pantalón, a penas rozó la tela de su bóxer al hacerlo, provocando que él la apretara con fuerza contra su pecho emitiendo un ronco gemido. De la sorpresa, Yumi, retiró las manos y dudó unos segundos mientras él, con la respiración agitada, le mordía el cuello cuidadosamente.

Se relajó y recorrió su espalda rozándola con las uñas, hasta llegar de nuevo al pantalón de él. Metió los pulgares en los bolsillos delanteros y con un ligero tirón los bajó lo suficiente para que, él mismo, acabase de quitárselos moviendo las piernas.

Ulrich se mantuvo en equilibrio sobre un pie y después sobre el otro, sin dejar de abrazarla, para quitarse los calcetines blancos. No le parecía muy elegante dejárselos puestos.

Cayeron sobre la cama de Yumi mirándose a los ojos, con sus respiraciones chocando entrecortadas. La mano de Ulrich permanecía a la espera sobre su suave cintura.

—¿Quieres seguir? —logró pronunciar él.

—Sí…

Se giró lentamente hasta alcanzar el cajón de su mesilla de noche, sacó un envoltorio turquesa que él reconoció de las charlas de sexo seguro que les daba anualmente la Hertz. Le asombró que en aquel punto Yumi aún conservase su capacidad de raciocinio, él ni había pensado en eso, de hecho, no conseguía ni hilar dos palabras. Ulrich lo cogió y lo dejó sobre la cama, a mano, para cuando llegase el momento de usarlo.

La besó acariciando de nuevo sus pechos, bajando despacio hasta su ombligo y dibujándolo sereno.

Le asombró como su cuerpo reaccionaba automáticamente a todo lo que ella hacía, cada caricia, cada suspiro, cada susurro se convertía en algo increíble y de vital importancia. Podría pasarse el resto de la eternidad acariciándola y sintiendo como ella se las devolvía con aquella sensualidad.

Su boca tomó el relevo de sus manos, lamiendo con fruición sus senos resiguiendo con la lengua los círculos concéntricos que formaban sus pezones. Yumi enarcó la espalda haciendo gala de esa fascinante flexibilidad y él se sintió satisfecho de provocarle aquella reacción.

Aquel juego sensual empezó a parecerle poco. Su mano, que hasta entonces se entretenía con su pelo, corrió libremente por sus costillas perfilando su cintura y después su cadera, deteniéndose un instante antes de acariciar su intimidad cubierta por la delgada tela de las braguitas. Los brazos de ella se enredaron con fuerza en su nuca y su respiración se volvió aún más rápida, incitándole a continuar.

Yumi alzó las caderas y él le quitó aquella molesta pieza de ropa, ya no quedaba nada que le impidiese inspeccionar cualquier punto de su cuerpo.

Ella, aunque arrollada por las emociones, no quería quedarse a la zaga, así que movió sus manos, que disfrutaban del tacto de sus pectorales y abdominales, hasta su bóxer y lo bajó. Con los dedos temblorosos por la excitación acarició la parte más sensible de la anatomía de Ulrich, encendiendo aún más su ánimo, lentamente y con mimo. Él, por su parte, tanteaba las proximidades de su sexo, el simple roce con su piel la hacía arquear la espalda con intermitentes gemidos escapando de sus labios. Dio un paso más allá introduciendo uno de sus dedos en su cálido interior, desplazándolo, una y otra vez enloqueciéndola, haciéndole jadear su nombre cada vez que respiraba.

Yumi enarcó las caderas dándole libre acceso a cualquier cosa que él quisiera hacerle, completamente rendida ante él. Continuó con los apasionados arrumacos, arrastrándola a un torbellino de sensaciones nuevas a las que él también se veía arrastrado, perdiendo casi por completo el control de lo que hacía.

A penas fue consciente de cuando Yumi le puso el preservativo, en el momento justo, antes de que él mismo fuese consciente de cuál iba a ser su próximo movimiento.

Se hundió en ella con una febril necesidad de seguir más allá, hasta caer rendido, y tomó unos instantes a observarla temeroso de haber sido demasiado brusco y haberla lastimado. Yumi le acarició el pómulo, enredó las piernas en torno a sus caderas y le besó contoneando lentamente sus caderas.

Fue incapaz de seguir pensando, se movía por puro instinto. Sus cuerpos trabajaban al unísono en una danza ardiente y sus besos se venían interrumpidos constantemente por la imperiosa necesidad de pronunciar el nombre del otro entre jadeos y gemidos. El vaivén que, en algún momento, fue regular y lento se tornó acelerado y necesitado, quedando engullidos por las llamas de su propio deseo.

Les sacudió aquella sensación más intensa que cualquier otra que hubiesen sentido hasta el momento, él la estrechó con fuerza contra su cuerpo y ella cerró las manos en torno a sus omoplatos clavándole ligeramente las uñas. Se derrumbó sobre ella, sin fuerzas, y le dio un delicado beso en el cuello mientras ella le acariciaba la espalda.

Consiguió que sus músculos volvieran a responderle y se tumbó a un lado para librarla de su peso. Yumi alargó el brazo para acariciarle la mejilla.

—Te quiero, bonita.

—Te quiero.

Le sujetó la mano y besó su muñeca.

—Ahora ya no somos sólo amigos, ¿verdad?

—¿Tú qué crees? —preguntó en tono juguetón.

—Eres mi novia, y punto —dijo con un mohín infantil.

Yumi soltó una sonora carcajada se movió para poder abrazarle.

—No se admiten quejas ni devoluciones —pronunció con humor—. Tu novia… suena bien.

No hacían falta más palabras, ninguno de los dos las necesitaban. Sus manos jugueteando bajo la sábana y los acelerados latidos de sus corazones, decían todo lo que había que decir. Hasta que el cansancio se adueñó de ellos, envolviéndoles en un placentero sueño en el que sus cuerpos abrazados les hacía parecer una única persona.

Yumi despertó con la sensación de no haber permanecido dormida más de cinco minutos, rodeada por los fuertes brazos de Ulrich, sonrió. Alzó la cabeza para mirar el reloj y abrió los ojos alarmada.

—¡Ulrich, despierta! —exclamó zarandeándole el brazo—. Vamos, dormilón…

—Mmm ¿qué pasa? —articuló sin despegar los ojos.

—Arriba, Jim va a matarte.

El nombre de Jim le provocó una ligera preocupación, abrió un ojo y después el otro topándose con el despertador de Yumi delante de las narices.

—Sólo son las ocho… es sábado, es muy temprano…

—Las ocho, sí, pero de la noche.

—La… ¿¡noche! —gritó incorporándose de golpe—. ¿Por qué no me has avisado antes?

—Resulta que yo también me he dormido, idiota.

Saltó de la cama buscando su ropa desesperado hasta que encontró el vestido de ella tirado junto a su pantalón. Inspiró hondo y bajó el ritmo. Regresó a su lado abrochándose el pantalón, con la camiseta en la mano y la besó revolviéndole el pelo con cariño.

—Te llamo después.

—De acuerdo —susurró contra sus labios—. ¿Volverás mañana?

—Sí.

Le costó horrores separarse de ella para regresar a su fría habitación del Kadic, esquivar a Jim fue la parte más sencilla, curiosamente. En cambio cuando estuvo parado frente a su puerta se dio cuenta de que Odd sospecharía de esa clase por su comportamiento. Hizo sentadillas, flexiones contra la pared, pensó cosas tristes, hizo de todo… pero fue incapaz de eliminar aquella sonrisa de idiota antes de abrir la puerta. Odd le miró con una sonrisa socarrona.

—¿Ha ido bien la clase de historia?

—Sí, bueno, normal. Ya sabes —dijo moviendo las manos compulsivamente, en un torpe intento de disimular.

—¿Y esa sonrisa es porque te has convertido en un alumno de diez?

Dudó unos segundos sobre si debía contestarle o no, finalmente se sentó en la cama con gesto resuelto y Odd dijo:

—Creo que esa clase te ha gustado una barbaridad. —Rió porque Ulrich se había sonrojado hasta límites insospechados—. ¿Yumi me daría una de esas clases?

—¡Ni hablar! —graznó desatando las carcajadas de su mejor amigo.

Fin

Escrito el 11 de diciembre de 2010