viernes, 18 de noviembre de 2011

Caminos


 

Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.
Caminos
La vida da vueltas y más vueltas, y cuando crees que ya te ha mareado lo suficiente como para dejarte tranquila una temporada, vuelve a dar la vuelta para darte un puñetazo en la cara y recordarte que a los quince eras una tonta.
Es irónico, molesto, engorroso y muy, muy odioso.
Estudiar en Kadic había sido casi como un trámite burocrático. Residir allí hasta graduarme, sacar buenas notas, procurar no crearme enemigos... los amigos y el amor eran cosas que en principio no me habían parecido dignas de ser listadas porque no son predecibles; puedes pensar «jamás me enamoraré», «nunca tendré un amigo como ese idiota» y de repente darte cuenta de que estás enamorada como una tonta de ese idiota al que no querías por amigo.
Por aquel entonces era tímida y un tanto insegura, por suerte para mí mis amigas eran los suficientemente espabiladas como para empujarme al vacío para que probase cosas nuevas y ahora ya no queda rastro de aquella chica insegura y, si lo queda, es tan en el fondo que ya ni asoma la cabeza.
Mi historial romántico. Un desastre tras otro. Primero tuve la feliz mala suerte de fijarme en el chico más popular e inaccesible de toda la academia. Ulrich Stern. Había tantas chicas enamoradas de él que hacía que te plantearas si era algo así como un dios. Lamentablemente él sólo tenía ojos para una chica, Yumi Ishiyama, tampoco podía culparle, hasta yo era capaz de reconocer que es guapísima. Después William Dunbar, que estaba loco por la misma que Ulrich y no tenía reparos en divulgarlo a los cuatro vientos, y yo como una idiota suspirando por él.
—¿¡Me está escuchando, señorita! —gruñó la ancianita sentada frente a mi mesa.
—Sí, le escucho, pero tiene que comprender que es su nieto quien tiene que personarse aquí si quiere que le tramitemos el cambio de...
—Mi nieto está muy ocupado para venir —espetó dando un golpecito sobre el tablero—. Estudia por las mañanas y trabaja por las tardes.
—Créame que le comprendo. —Suspiré—. Pero no hay nada que yo pueda hacer para cambiar las normas.
La mirada de la anciana centelleó de pura rabia. La entendía pero eso no cambiaba nada.
—Quiero hablar con su jefe —finiquitó con tono autoritario.
Quien dijo que las abuelitas son dulces y adorables no conocía a aquella, sino no diría eso. Descolgué el teléfono y marqué la extensión de mi supervisor intercambié con él algunas palabras y después colgué, a los poco minutos la secretaria de mi jefe estaba plantada frente a la mesa con sus lustrosos rizos pelirrojos, sus ojos azules, sus labios rojos y su traje de Dior o de Chanel inundando la sala con su perfume caro que se olía a distancia.
La abuela indignada la siguió golpeando furiosa con su bastón las baldosas blancas.
Apoyé la frente sobre el escritorio y resoplé. Menos mal que los cubículos estaban separados por paneles de plástico y apartados de la vista de la gente que esperaba porque aquella actitud no encajaba con lo que debería hacer.
Pulsé el botón para que saltara el turno a la siguiente persona cabreada. Me bloqueé un momento.
—Siéntese por favor —logré articular no sin cierta dificultad.
—¡Emilie! ¿No te acuerdas de mí? —Me sonrió.
Vaya que sí me acordaba, le había reconocido nada más notar su peculiar aroma a cedro, incluso antes de verle caminar hasta la silla y muchísimo antes de ver aquella sonrisa desenfadada. No creía que supiese mi nombre y menos aún que me recordara. Pensé en disimular pero notaba la cara de idiota que se me había puesto.
—William, sí que me acuerdo de ti.
Rogué porque mi voz no hubiese sonado tan bobalicona como me había parecido.
—Menuda sorpresa, nunca imaginé encontrarte en un sitio como este.
—Ya bueno, yo tampoco me imaginaba trabajando aquí.
—Todo el día escuchando quejas, ¿no?
Suspiré al tiempo que asentía.
—Si sólo fueran quejas... no sabes lo grosera que puede ser la gente cuando no le dices lo que quiere oír.
—Espero no hacer que tu día empeore. —Sonrió y yo pensé que mi día había mejorado lo suficiente como para aguantar las dos horas de gente grosera que aún me quedaban—. Me han puesto una multa.
—No puedo quitártela —lamenté.
—Ya me lo imagino, la cosa es, que el coche en cuestión no es mío.
Le miré intensamente sin entender en qué cambiaba la situación el hecho de que no fuese su coche.
—Yo tengo una moto, no he conducido un coche en la vida. Creo que alguien ha cometido un error.
Tomé la carta con la multa de tráfico, allí aparecía una fotografía de la parte trasera de un Honda Civic blanco. Transcribí el número de referencia para obtener todos los datos. Los repasé con más atención de la que había prestado jamás a ninguna otra reclamación.
Habría sido fácil pasar por alto aquel detalle y seguramente no lo habría notado de no haber estado tan concentrada en ello. William tenía razón, alguien había cometido un error.
—Ya lo veo —dije sin despegar los ojos de la casilla "nombre y apellidos"—. El policía que detuvo al infractor tomó mal el nombre.
—¿Tengo que pagarla?
Tecleé a toda velocidad tramitando la reclamación y especificando que el vehículo pertenecía a un tal William Duncan y no Dunbar.
—No, tranquilo —dije pulsando el icono de la impresora. Tomé el papel recién impreso y se lo tendí junto con un bolígrafo—. Sólo tienes que firmarme esto.
—Vale.
Firmó sin leer y sin hacer mil preguntas, algo tan raro como el que hacienda te regalase billetes de quinientos euros por pasar por delante de su puerta.
—¿No lo lees? —pregunté.
—Me fío de ti —replicó devolviéndome el papel y el bolígrafo.
Tuve la certeza de que si no hubiese estado sentada en la silla me habrían fallado las rodillas y me habría caído al suelo.
—Supongo que eso es todo —murmuré deseando que no se marchase hasta que acabase mi turno—. Me ha encantado volver a verte.
—Oye, si no es mucha osadía, ¿te apetecería comer conmigo? Cuando salgas.
El cuerpo me pedía gritarle que "sí" y hasta llorar de la emoción, pero saqué mi recién descubierta faceta de actriz y esbocé una sonrisa cautelosa.
—¿Y eso?
—Por ahorrarme trescientos euros y porque me ha hecho ilusión volver a verte.
¡Oh, Alá, Dios, Jesús, Yaveh, Buda y todos los santos del universo! Con lo de ahorrarle trescientos euros ya me bastaba.
—¿Te apetece, Emilie?
—Claro —contesté con toda la calma que logré reunir.
—¡Genial! Te esperaré en... la sala de espera –-musitó encogiéndose de hombros divertido.
Reí mientras William se marchaba por donde había venido minutos antes. Y cuando le perdí de vista pulsé el botón para atender al siguiente cliente cabreado.
Las dos horas se me hicieron eternas pero no pude borrar la sonrisa de mi cara, daba igual lo que me dijeran. Estaba contenta y los insultos y las groserías me resbalaban. Cada nueva reclamación iba comiéndose los minutos que me separaban de mi cita con William.
Y cuando al fin dio la hora casi salté de la silla cogiendo apresuradamente todas mis cosas. Por la cara que puso cuando me planté frente a él supongo que se me notaba que había salido a toda pastilla.
—¿Has montado en moto alguna vez?
—No, ¿por qué?
—¿Te da miedo?
Negué con la cabeza y entonces recordé que me había dicho que tenía una moto. Me picó la curiosidad, no tenía pinta de llevar una scooter ni una motocicleta de esas pequeñas, no le veía conduciendo una Vespa ni nada por el estilo, pero siendo sincera, tampoco entendía de motos así que me esperaba cualquier cosa.
—Que va —contesté resuelta y curiosa—. Siempre he querido montar en moto.
—Fantástico, toma.
Me tendió un casco azul eléctrico que olía a perfume de mujer y me pregunté quién debía ser su dueña, Yumi Ishiyama cruzó por mi mente como si se burlase de mí. Me quedé mirando el casco fijamente como si con mirarlo fuese a descubrir algo.
—Es de mi compañera de trabajo, no le importará que lo uses.
—¿Compañera de trabajo? —pregunté con tono mordaz.
—Eso he dicho —pronunció iniciando la marcha al exterior, le seguí—. Vivimos cerca y así ahorramos dinero, pagamos el combustible a medias.
—¿En qué trabajas? —pregunté sintiéndome grosera por meterme donde nadie me llamaba.
—Soy mecánico en un taller de motos.
Mecánico y taller de motos... supongo que debí imaginármelo porque William nunca había sido uno de esos chicos estudiosos, serios y sensatos. En Kadic siempre hacía lo que le gustaba y se aplicaba en aquello que disfrutaba. Jamás me lo habría imaginado con traje y corbata sentado en la mesa de una sala de reuniones explicando a sus jefes como remontar las ventas ni nada parecido; sí, definitivamente el trabajar con las manos le pegaba más, concentrado en algo con lo que pringarse las manos y la ropa y después sentirse satisfecho del estropicio.
—Mi compañera se encarga de la contabilidad, nos conocimos en la cola del paro. —Sonrió como si acabase de contar un chiste—. A fuerza de vernos día tras día acabamos hablando y montando nuestro propio negocio.
—¿Tienes tu propio taller?
—Exacto —exclamó y se detuvo frente a una moto.
La analicé con detenimiento. Era muy bonita, de un negro brillante e inmaculado, de corte clásico y elegante con su asiento de cuero y los tubos de escape plateados y relucientes. Miré a William y después miré de nuevo la moto. Si entendiera de motos seguramente la hubiese relacionado directamente con él.
—Es una Moto Guzzi California Classic de 2008 —me dijo arrodillado en la acera abriendo el candado cerraba la cadena que bloqueaba la rueda—. Estaba para desguazar. Su anterior dueño la dejó prácticamente destrozada, se la compré por unos doscientos euros y la arreglé.
—¿Como los de las Harley?
Él asintió a mi pregunta.
—Te quedarás congelada si vas en manga corta.
William me sonrió, se quitó su chaqueta de cuero y me la puso subiéndome después la cremallera y acto seguido se enfundó un casco negro con la visera ahumada y subió a la moto bajándola de la pata de cabra con una leve sacudida.
—¿Nos vamos? —Su voz sonó extraña bajo el casco.
Me puse el mío batallando con la mangas de la chaqueta que me quedaba grande y subí también sin saber muy bien dónde debía agarrarme ¿a su cintura o al asiento? Estaba a punto de preguntarle cuando a tientas buscó mis manos y me hizo abrazarle por la espalda quedando completamente pegada a él con las manos firmemente entrelazadas sobre sus definidos abdominales temerosa de relajar los brazos y provocar una situación embarazosa.
—¿Preparada? —preguntó poniéndola en marcha con un ronco rugido como el de una bestia salvaje.
—Sí —grité por encima del ruido del motor, mi propia voz me sonó extraña, amortiguada por el casco.
William aceleró y salimos disparados del aparcamiento. Zigzagueamos entre los coches atrapados en el atasco de la hora punta, pasando por lugares imposibles. De repente entendí qué era lo que tenían las motos para hacer que muchos se volvieran locos por ellas, aquella sensación de libertad era impagable, con el viento acariciando nuestros cuerpos. Las mangas de su camiseta azul marino se hinchaba atrapando el aire como si de un globo se tratase, la tela ondeaba de un modo curioso.
Nos fuimos alejando más y más del centro de París abandonando las carreteras anchas por otras más estrechas y sinuosas. Lejos de mi casa, lejos de mi trabajo y lejos de Kadic.
William estacionó en las plazas para motos en un trozo de calle peatonal, se deshizo del casco y tras poner la pata de cabra bajó con sencillez. Le miré desde el asiento de la moto sin saber cómo narices tenía que bajarme de esa repentina altura.
—Deslízate hasta la parte delantera. —Lo hice pero mis pies siguieron sin tocar el suelo—. Deja que te ayude.
Me sujetó por la cintura y me alzó como si en vez de cincuenta y tres kilos tuviera el mismo peso que una pluma. Me dejó en el suelo con suavidad.
—Déjame adivinar. Tu compañera es mucho más alta que yo —musité con amargura comparando mi metro sesenta con el metro ochenta y algo de él.
—Es más baja que tú, pero tiene una amplia experiencia en motos —replicó cerrando la cadena e inmovilizando la rueda—. Ya aprenderás.
Sonreí imaginando unas clases extrañas de cómo subir y bajar de la moto al más puro estilo CirqueduSoleil. Me quité el casco y bajé la cremallera de la cazadora, ahora que habíamos parado y a pleno sol hacía calor. William me pasó los dedos por el pelo y yo me sonrojé no había caído en que el casco me había despeinado.
Le seguí calle arriba expectante, nunca había estado allí, todo era nuevo y mágico, además de la buena compañía y la curiosidad por ver a que lugar me llevaba. Durante nuestro trayecto en moto había imaginado de todo un poco desde una cadena de comida basura hasta un elegante restaurante de esos en los que tienes que lidiar con varios tenedores y cuchillos a la vez intentando no equivocarte y quedar como una imbécil.
Entramos en un restaurante de puerta de madera verde con un toldo, verde también, con aspecto de elegante pero de ambiente familiar con una larguísima cola. Por el recibimiento era evidente que aquella no era la primera vez que William ponía los pies allí. Una camarera rubia vino hasta nosotros le dio dos besos a William me encajó la mano analizándome con la mirada y nos llevó hasta una mesa junto a la ventana. Nos dejó las cartas y desapareció.
—¿Eres el cliente estrella? —pregunté aún alucinada porque nos hubiesen dejado pasar sin hacer cola.
—Es la hermana de mi compañera —me dijo.
Me deshice de la cazadora y la colgué en el respaldo de la silla junto con mi bolso.
—Entonces ¿vives por aquí?
—No, lo cierto es que no. Pero me gusta venir, se come de maravilla, ya lo verás.
Asentí y me concentré en la carta, la camarera regresó con sus tacones resonando sobre las baldosas y una libretilla en la mano.
—¿Qué te apetece? Pide lo que quieras, no te cortes.
Miré a la camarera y después volví a mirar la carta. Era todo demasiado caro, me sabía fatal que se gastase tanto dinero en mí. Analicé el listado de ensaladas con sus respectivos precios. Oí a William suspirar y un instante después me arrebató la carta.
—El precio no se come —me dijo con sus brillantes ojos azules clavados en los míos—. ¿Hay algo que no te guste?
—Las coles de Bruselas y el cous-cous. —William enarcó las cejas como si no me creyera.
—Tráenos una ensalada de espinacas con queso de cabra y piñones, para picar, junto con una tortilla de crema rancia y caviar y... —dudó un instante como tratando de recordar algo de vital importancia, sacudió la cabeza y revisó los segundos platos—. Cordero al horno con setas variadas.
La camarera tomó nota con una sonrisa divertida.
—¿De beber?
William me miró.
—Agua.
—Pues agua para los dos —pidió William devolviéndole las cartas a la camarera.
—¿Cordero? —La pregunta escapó de mis labios, me había sorprendido.
—Bueno, no soy ningún genio pero recuerdo que ni Azra ni tú comíais cerdo —declaró—. Aunque no lo has mencionado.
¡Caray! Esa no me la esperaba. No creía que me hubiese prestado jamás la suficiente atención como para notar un detalle tan insignificante, a ojos de cualquiera, como ese.
—Es verdad —dije con una sonrisa.
—¿Me habías tendido una trampa?
Sentí que se me incendiaban las mejillas. Sí. En parte se la había tendido.
—Mi madre es de Irak —declaré, aunque no fuese necesario hacerlo—. Para ella las enseñanzas del Islam están por encima de casi cualquier cosa en el mundo.
—¿Eres musulmana?
—No, no... bueno, algo, supongo. —Suspiré, el tema religioso era espinoso por culpa de los fanáticos—. Cuando era pequeña mi madre me llevaba siempre a la mezquita. Mi padre también era musulmán, pero no era demasiado... no sé como decirlo. Supongo que podría decirse que era como un cristiano que no va la iglesia.
William me sonrió, yo no sabía si era una buena idea hablar de eso con él.
La camarera regresó con la fuente de ensalada, la tortilla y dos platos de porcelana que dispuso con movimientos estudiados al milímetro. Cuando se alejó continué:
—Cuando me matricularon en Kadic dejé de ir, igual que Azra. Pero conservo algunas costumbres como esa del cerdo. Imagino que me es más cómodo así.
—Vaya.
—¿Asustado?
Esperaba la trillada pregunta de "entonces ¿por qué no llevas pañuelo?" y la necesidad de explicarle que el hiyab era algo opcional y no una imposición, al menos no lo era entre los no radicales o los poco religiosos, por no hablar del niqab o el burka.
—¿De qué? —me devolvió la pregunta con aire desenfadado.
—Normalmente cuando la gente oye eso del Islam le entra la paranoia.
—Tranquila —me susurró—. No me das ni pizca de miedo.
Me sentí aliviada. Mi último novio huyó, literalmente, por las escaleras al descubrir que mi madre era de Irak y ver un ejemplar del Corán en la estantería. Cuando le llamé al día siguiente había dado de baja su teléfono móvil y cambiado su fijo, seguro que hasta había cambiado de casa. Tanto "te quiero" y "eres la mujer de mi vida" para huir como un imbécil.
—¿Estás bien, Emilie?
—Sí, lo siento. —Parpadeé tratando de disipar las malditas lágrimas—. No es nada.
—¿Lo preguntabas por experiencia propia?
Asentí y no sé muy bien por qué. Porque no era algo que a él tuviese por qué importarle, al fin y al cabo no éramos más que dos desconocidos que habían estudiado en la misma academia. Un desconocido por el que había suspirado demasiadas noches, un desconocido en el que pensaba con más frecuencia de la que querría.
—Seguro que era un imbécil. No merece la pena que le dediques un minuto más de tu tiempo ni que llores.
«Ese imbécil. No merece ni un minuto de tu tiempo ni una sola de tus lágrimas» me había dicho Noémie aquella noche mientras lloraba como una tonta. Azra me había dicho algo parecido.
Asentí despacio. Tomé los cubiertos y empecé a comer. No sabría decir qué estaba más bueno si la ensalada o la tortilla de ingredientes extraños.
De repente con la comida entre nosotros la conversación se volvió más sencilla y natural. El miedo a decir algo que no debía se evaporó. Comimos y reímos como dos buenos amigos de toda la vida, de ese modo que yo siempre había querido y que tanto había envidiado de Yumi Ishiyama.
La comida se acabó y a nuestro alrededor se fueron acumulando tazas de café y cosas dulces para picar. La camarera traía obediente cualquier cosa que William le pidiera y yo no podía dejar de sorprenderme de que siempre acertase con lo que podría gustarme.
Cuando me di cuenta ya había anochecido y estábamos tomando unos sándwiches vegetales como cena que devoramos con hambre.
William le entregó su tarjeta de crédito a la camarera para pagar el importe que seguramente tendría tres cifras y desestimó totalmente mi oferta de pagar a medias como si el simple hecho de pensarlo fuese una ofensa. Doblé la chaqueta sobre mis brazos antes de salir. Miré alrededor detectando una parada de metro más abajo, no tendría problemas para volver a mi casa que, definitivamente, estaba muy alejada de aquel punto de la ciudad.
—Te llevo a casa —dijo pasándome un brazo sobre los hombros para llevarme hasta la moto.
—No te preocupes puedo coger el metro.
William me miró con una ceja enarcada.
—Ni hablar, he sido yo quien te ha entretenido y es mi obligación dejarte sana y salva en la puerta de tu casa.
—De acuerdo, tú ganas —cedí porque en realidad la idea de pasar un rato más con él me encantaba.
Salimos a la calle, las farolas ya estaban encendidas y la noche estrellada. William me ofreció de nuevo su chaqueta y yo la tomé gustosa porque hacía algo de fresco, aunque no sin sentirme culpable porque ahora sería él quien se quedase helado. Me puse el casco de su compañera y subí a la moto tras él sujetándome automáticamente a su cintura, esta vez con más seguridad y menos vergüenza. Arrancó pero no aceleró como si de repente acabase de recordar algo de vital importancia.
—Esto... tendrás que guiarme porque no tengo ni idea de dónde vives.
Me reí apoyando la barbilla sobre su hombro, nuestros cascos chocaron.
—Tranquilo, no tiene pérdida.
Fui indicándole las calles por las que tenía que ir, las esquinas que debía girar. El Sena discurrió a nuestro lado durante unos metros, con las barquitas iluminadas y los turistas poniéndose en pie cada vez que pasaban bajo uno de los puentes, antes de hacerle girar de nuevo hacia una callejuela estrecha y oscura de asfalto agrietado y molestos baches que William esquivó con destreza zigzagueando.
—¡Es aquí! —grité señalando mi portería y entonces la moto se detuvo.
Me quité el casco y después pasé los dedos por mi pelo intentando dejarlo presentable. Mi pie izquierdo tocó el suelo, William había inclinado la moto para que pudiera bajar por mis propios medios.
—No parece un sitio muy seguro —pronunció deshaciéndose de su casco.
—Bueno... es lo único que podía pagar.
William observó con desconfianza la portería de mi edificio, la puerta estaba abierta y descolgada, sin apenas luz y sombras siniestras proyectándose por todos lados. Agaché la mirada, no estaba demasiado orgullosa del aspecto del edificio que parecía más un nido de ratas y delincuentes o un fumadero de crack que un bloque de viviendas. Oí la pata de cabra levantar la moto y el candado cerrarse. Le miré preguntándome qué hacía.
—No pienso dejar que entres sola ahí adentro —siseó.
—Lo hago cada día —repliqué con aire resuelto.
—Pero no en mi presencia. —Y el tono que usó dejó claro que no iba a ceder aunque me echase al suelo y me pusiera a patalear como una niña consentida—. No, en serio, Emilie. Podría haber entrado cualquiera y asaltarte en mitad de la escalera.
Tenía razón, siempre me había dado miedo entrar y salir de noche, por eso trabajaba por la mañana y por las tardes me encerraba en casa, por eso mismo dormía con un cuchillo debajo de la almohada. Pero a pesar de ello siempre me había sentido bastante segura porque nadie había verbalizado mis miedos y ahora que él lo había dicho en voz alta fui plenamente consciente de lo peligroso que podía ser.
Con un suspiró me adentré en la portería las botas de William resonaban tras mis pasos, subimos los cuatro tramos de escalera hasta mi rellano donde un fluorescente parpadeaba desde hacía semanas. Me avergonzó el aspecto interior del edificio casi tanto como el exterior, realmente parecía estar en ruinas.
Me detuve frente a mi puerta y metí la llave en la cerradura deseando poder alargar aquel momento eternamente.
—Misión cumplida —musité—, supongo.
William con una sonrisa se inclinó hacia delante. Iba a besarme en la mejilla, era de esperar. Decidí que era un buen momento para poner en práctica lo que había aprendido de Odd durante nuestro fugaz romance de tres días: gira la cara y aprovecha la situación. Así pues, me giré hasta que mis labios encontraron los suyos.
Sinceramente, esperaba que se apartase, compusiera una de sus fascinantes sonrisas y me llamase indecente. Pero no ocurrió. Noté como su cuerpo se acercaba al mío con determinación hasta que ya no quedó espacio ni para el aire. Me temblaron las rodillas como si en vez de músculos, ligamentos, huesos y cartílagos tuviese gelatina. Me abracé a su cuello, poniéndome de puntillas, lo único que parecía ser estable y fiable en aquel sobrio pasillo de pintura desconchada.
Reculamos hasta dar con la pared fría, algunos fragmentos de la pintura cayeron al suelo provocando un ruido sordo que el rugido de la sangre en mis oídos casi silenció. De repente hacía calor, un calor tremendo. Entonces me di cuenta de que me daba absolutamente igual que mi adorable vecina viviese pegada a la mirilla y que, sin duda alguna, nos estaría espiando.
Sólo existía el calor y la presión del cuerpo de William contra el mío y el frescor de la pared. Bajé las manos suavemente acariciando sus brazos fríos a causa de ir en manga corta en la moto y me aferré a su cintura sintiendo la piel cálida de su espalda bajo el tacto de mis dedos, allí donde la camiseta estaba algo subida. Su aliento mezclándose con el mío. El deseo de que aquel instante se alargase durante el resto de la eternidad, pero acabó.
—¿Quieres entrar? —logré preguntar.
William me sonrió, me plantó un beso casto en la frente y me acarició la mejilla.
—Si entro tendrás que invitarme a desayunar. —Pude leer en sus ojos azules que lo decía en serio. Sonaba tan tentador que le habría invitado incluso a comer—. Mejor otro día.
Me sentí un poco decepcionada aunque intenté que no se me notase.
—Déjame tu móvil.
—¿Para qué? —pregunté dándoselo.
Pulsó varias teclas y se llevó el auricular a la oreja, una musiquilla se elevó desde el bolsillo de William y enmudeció al instante. Comprendí que se había llamado a sí mismo cuando grabó el número en la memoria de mi teléfono y lo dejó en la pantalla cuando me lo devolvió. Sacó el suyo y grabó mi número.
—Te llamaré —prometió. Aunque esa promesa sonaba a "no voy a llamarte" como en las entrevistas de trabajo—. También puedes llamarme tú si quieres —añadió. Parecía leerme la mente.
—De acuerdo, lo haré.
William me dio un último beso en los labios y otro en la punta de nariz. Yo le devolví su chaqueta y miré como se alejaba por el pasillo y cerré la puerta cuando le hube perdido de vista.
Había sido extraño, pero agradable.
Di vueltas y más vueltas por el salón de mi casa con el teléfono móvil en la mano y el número de William fijo en la pantalla.
¿Qué diría de mí el hecho de que le llamase ya? Parecería que estaba desesperada. Lo mejor sería no hacerlo. Pero mis dedos opinaban diferente.
Pulsé la tecla de llamada y escuché, con el corazón aporreándome las costillas, el tono de llamada.
Descolgó al instante.
—Dime, Emilie.
—He pensado que... ¿qué te gustaría desayunar?
Se cortó ¿o me había colgado? También podría habérsele acabado la batería, aunque no lo creía. Me senté en el sofá con desánimo y suspiré.
Sonó el timbre y me levanté apresurada. Abrí sin mirar antes por la mirilla, una costumbre sin duda peligrosa teniendo en cuenta que no vivía en el bloque más seguro de la ciudad.
—Cualquier cosa me vale —declaró de pie en el zaguán de mi puerta.
—Preparo unas tortitas increíbles —dije ¿no era eso lo que desayunaban en América? Un cliché tonto.
—Me encantan las tortitas —susurró antes de que le cogiese de la camiseta, le arrastrase al interior de mi piso y la puerta se cerrase a nuestras espaldas.
—Has llegado muy rápido.
—Aún no había salido del edificio.
¿Había pasado tan poco rato como para que no hubiese salido? Me tentó la idea de comprobar el reloj, pero preferí dejarme besar con aquella pasión arrolladora hasta que nos hubimos quedado sin oxígeno.
—Tienes unos vecinos muy interesantes —jadeó contra mis labios.
—¡Oh no! ¿Qué te han dicho?
—Que si te rompo el corazón nunca encontrarán mi cadáver. —Sonrió.
—¿En serio? —pregunté incrédula.
—Y tan en serio.
Recorrí su mejilla con mis dedos. Cuántas veces habría imaginado cómo sería tocarle, qué sentiría si me besase, qué me diría si le confesase lo que sentía por él. Y ahora aquel hombre increíble estaba de pie en el recibidor de mi casa, mirándome con sus profundos ojos azules. Un suspiro trémulo escapó de mis labios entreabiertos.
—¿Qué ocurre?
—Me siento un poco tonta.
—¿Por qué? —Sonrió.
—Porque me he imaginado tantas veces que te tenía delante, que podía tocarte, que me mirabas sólo a mí... —Noté el rubor encendiendo mis mejillas—. Deseé tantas veces que me vieras...
—Te veo, Emilie. Y me gusta lo que veo.
La risa brotó de mis cuerdas vocales como si fuese un lamento.
—En Kadic también te veía —declaró sujetándome la barbilla—. Pero tú siempre te escondías.
—¿Qué?
—Nunca pude acercarme a ti.
«William te mira» me había dicho muchas veces Noémie. «Si te sigues escudando detrás nuestro vas a perder la oportunidad» me había advertido. Siempre creí que aquello era una estrategia de Noémie, Magali y Azra para que me quitase la timidez de encima y me acercara a hablar con William.
—Tú estabas loco por Yumi Ishiyama.
—Sí.
Aquella afirmación fue igual que una bofetada.
—Pero eso no cambia nada —dijo y me soltó—. Que quisiera a Yumi no me dejó ciego, seguía viendo.
—¿La querías?
William encogió un hombro e inspiró hondo.
—Eso es el pasado y esto —dijo abarcando mi recibidor con los brazos—, es el presente. Tú estás aquí y yo también lo estoy.
—Y ¿eso significa que vas a quedarte aquí?
—Me has llamado para que volviera. ¿Me quieres aquí?
—Te quiero aquí —afirmé aferrándole por la camiseta y William volvió a besarme.
Quizá aquello no funcionaría, tal vez descubriría que me había creado una imagen idealizada de él y dentro de cuatro días le mandaría a paseo, quizás él descubría alguna manía mía que le sacaría de quicio y me plantaría. Pero, en aquel momento, me importaba más bien poco.
Acababa de descubrir que William significaba pasión desenfrenada.
Fin

Escrito el 18 de noviembre de 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

25M X.- Pasado

 
Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.
Éste shot está basado en el relato "El soldado y la dama" propiedad de Casanovas (o sea, yo misma), queda totalmente prohibida su redistribución o reproducción con fines lucrativos, así como su publicación en cualquier lugar sin mi permiso.

X.- Pasado

Yumi, una chica delgada y alta, de ojos negros y rasgados, cabello negro como el azabache, miró angustiada a su jefe. Abandonar Kyôto para irse a vivir y trabajar a Barcelona, una ciudad tan diferente a la suya, una ciudad completamente desconocida y con una fama a veces no demasiado buena. Había estado a punto de negarse, de decirle a su jefe que prefería seguir cogiendo llamadas y mecanografiando cartas, pero se había acabado resignando. Siempre le pasaba igual.

Sus padres y su hermano estaba en Francia y lo cierto era que en Japón no había nada ni nadie que la atase. No tenía novio, el último prefería borrarlo de su memoria, era un imbécil que no merecía ni un segundo de su tiempo. Y sus amigos... con tanto trabajo hacía meses que no los veía ni hablaba con ellos, quién sabe si se acordaban de que existía. Al fin y al cabo tal vez el cambiar de aires, conocer una ciudad nueva y, sobre todo, a gente nueva le iría bien.

Abrió por última vez la ventana de su cuarto desde donde podía ver las colas que se formaban a las puertas del espectacular Kiyomizu-dera. Lo echaría en falta, vivir en el casco histórico era mágico.

Subió al taxi, pagado por la empresa, y permaneció en silencio con la vista perdida en la autopista. Quería llorar por aquella sensación de melancolía que la invadía conforme se acercaban al aeropuerto; cuando se subió al avión todo empeoró. Durante el larguísimo vuelo mantuvo la vista clavada en la pantalla, los auriculares puesto y sin dormir ni hacer caso a nadie a excepción de la azafata que le ofreció algo para comer y que no pudo rechazar porque estaba muerta de hambre. Ignoró la panorámica de la ciudad de Barcelona mientras la sobrevolaban, esa que todos miraban fascinados mientras nombraban sus edificios más emblemático que, al parecer, podían distinguirse desde aquella altura. Tampoco prestó atención al aeropuerto, se limitó a tomar su maleta enfurruñada.

—¿Señorita Ishiyama? —preguntó una voz en un japonés rudimentario.

Yumi se giró para ver a un anciano de pelo blanco, mejillas rellenitas y sonrosadas, gafas doradas y una sonrisa afable, que ataviado con un traje de chaqueta azul marino, camisa blanca y corbata celeste sujetaba un cartelito con su nombre.

Sí, soy Ishiyama Yumi —contestó.

—Me llamo Pau Soler, soy el fundador de Somnis d'Or.Yumi, sorprendida, le miró boquiabierta. El fundador de la empresa en persona había ido a recibirla como si fuese una personalidad o una celebrity—. Venga conmigo, por favor, le enseñaré su nuevo hogar.

Salieron del Aeropuerto de El Prat y fueron hasta un elegante coche negro que, al abandonar la autopista, les llevó por el corazón de la ciudad. Yumi miraba fascinada las fachadas de los edificios modernistas, cada fachada era única y espectacular, pero todas formaban un conjunto mágico. El coche se detuvo en la Vía Laietana y Pau la invitó a salir del vehículo tomándola de la mano con suavidad.

Ante sus ojos apareció una iglesia que destacaba por la simplicidad de su construcción. Él le explicó que aquella era la Basílica de Santa María del Mar, la iglesia que la ciudad de Barcelona había levantado con sus propias manos y su dinero para la patrona del mar. Le dijo que viviría al lado de aquella maravilla y de algo llamado El Fossar de les Moreres.

Su nueva casa era pequeña y antigua y estaba amueblada. Con dos habitaciones, un baño, cocina completamente equipada y un gran salón; analizó bien el espacio del que disponía y una vez situada empezó a vaciar las cajas con sus cosas que la empresa ya le había enviado una semana antes. Pasó el resto del día instalándose y procurando sentirse cómoda en un espacio tan diferente al suyo. Aquella noche se encargó una pizza, demasiado agotada como para cocinar, y se la comió sentada en el suelo rodeada por una gran cantidad de velas.

«El Fossar de les Moreres se fundó en el siglo XII y es dónde durmieron nuestros hermanos que dieron sus vidas defendiendo su libertad y las leyes de Catalunya de la invasión borbónica de 1714». No había tenido tiempo para pensar en ello durante el día y ahora le daba auténticos escalofríos pensar en ello. Iba a dormir al lado de una especie de fosa común de hacía siglos, era casi como dormir al lado de un cementerio.

«Ostras Yumi, deberías haberte quedado en Kyôto. Esto es demasiado siniestro» pensó acongojada. Construir al lado de una fosa común, ¡qué locura! Tendría que buscar otro sitio en el que vivir, aunque si se quedaba allí se ahorraría pagar un alquiler.

Abrió la ventana tal como hacía cuando vivía en Kyôto y se asomó, la llama eterna del pebetero le pareció hipnótica danzando con el viento retorciéndose y encogiéndose como si se doliese. El olor de las hojas de las tres moreras era mágico y las estrellas titilando sobre la basílica de Santa María del Mar. El silencio...

De repente aquel barrio, un tanto claustrofóbico, y su fosa común le parecieron sacados de un cuento de hadas en el que todo es posible.

«Barcelona es una ciudad mágica» le había dicho Pau «es posible que si prestas suficiente atención veas algo fantástico paseando por la calle». Yumi sacudió la cabeza, cerró la ventana y se metió en la cama.

Conforme iban pasando los meses se fue enamorando de la ciudad y de su historia, de su gente, de su cultura y de su lengua. Se había propuesto hablar catalán tan bien como su marcado acento japonés le permitiese y escribirlo a la perfección. Los prejuicios que se había formado en base a lo que le habían explicado desaparecieron, la gente era amable y acogedora, en la panadería la recibían con una sonrisa cada mañana y por la noche siempre le guardaban un panecillo para la cena. En el mercado los vendedores la llamaban "Llumeneta" y le explicaban con toda la paciencia del mundo qué eran las cosas que vendían, las butifarras, las seques, los rovellons y los pinetells... todo un mundo de sabores y olores nuevos que ir descubriendo poco a poco.

El Born con sus calles estrechas y sinuosas, con sus nombres que hacían referencia al gremio que había morado en ellas siglos atrás, se había convertido en su hogar y ya no sabía vivir sin aquella vista de Santa María del Mar y el Fossar, sin todas aquellas delicias artesanales que aparecían detrás de cada esquina, sin el olor a mar que llegaba cuando la presión atmosférica estaba más baja de lo habitual, de la humedad pegajosa durante los días calurosos y la helada cuando hacía frío.

Yumi acabó de cenar y apagó la televisión. Se tiró en el sofá cerrando los ojos e inspiró profundamente. Le pareció oír un timbal en la calle, pero era algo impensable, así que creyó que la señora Núria, su vecina octogenaria y más sorda que una tapia, debía tener el volumen de su televisor al máximo otra vez o que tal vez se lo había imaginado.

Pasaron un par de minutos y aquel sonido volvió a resonar en sus oídos. Se levantó de un salto y sacó la mitad del cuerpo por la ventana, la calle estaba desierta. Los bares de la plaza de Santa María ya estaban cerrados, nadie paseaba al perro. No había nada fuera de lo común sin embargo su curiosidad iba en aumento así que se puso la cazadora vaquera, cogió las llaves y bajó a la calle.

Se detuvo en el centro del Fossar mirando a todos lados, pero no había nada ni nadie. Sacudió la cabeza sintiéndose algo estúpida por lanzarse a la calle en mitad de la noche por un sonido que era más que evidente que se había imaginado; porque de haber sido real habría más gente allí abajo o asomada a las ventanas. De repente le pareció oír un susurro.

—¿Hola? —preguntó medio asustada pero llena de curiosidad.

—¿Quién es usted? —preguntó una voz masculina desde algún punto de la calle con un peculiar acento—. ¿En qué bando está?

—¿Ba-bando? —titubeó ella—. ¿Qué quieres decir con bando?

—¿Es una botiflera?

Ella frunció el entrecejo, no sabía que significaba ser una "botiflera" pero imaginaba que no era nada bueno. Entrevió una figura borrosa detrás de una de las moreras del Fossar y en una especie de impulso suicida, Yumi, caminó hasta allí. Tuvo que parpadear un par de veces para que su vista se aclarase. Delante de ella había un hombre con una especie de uniforme militar, llevaba una casaca azul oscuro y con el reverso granate y un montón de botones dorados, las calzas y las medias rojas se perdían bajo la casaca y en los pies llevaba unos zapatos de cuero con una hebilla. Por un momento Yumi creyó que debía ir a un baile de disfraces extraño.

El joven se quitó el sombrero marrón y se lo llevó al pecho dejando a la vista una mata de pelo castaño mal peinado y algo largo, de cara angulosa pero amable, con una nariz algo pronunciada y manchada de polvo gris al igual que sus mejillas y unos ojos castaños que le robaron el aliento a Yumi que permanecía inmóvil frente a aquel desconocido.

—Mi nombre es Ulrich Stern, soy soldado de la Compañía de los Paraires de la Coronela de Barcelona —se presentó orgulloso—. Disculpe, señorita.

—Me llamo Yumi...

—No se preocupe, Yumi, no le haré daño. Soy miembro de la Coronela. La mantendré a salvo de Felipe V y de nuestros enemigos.

«Felipe V» se dijo a sí misma. Hacía casi trescientos años de eso pensó que era una broma o que estaba como una cabra, pero la mirada seria de Ulrich la hizo cambiar de idea. Realmente parecía totalmente seguro de lo que estaba diciendo.

—Si me disculpa, tengo que ir a hacer la ronda.

Y sin decir nada más se evaporó en mitad de la oscuridad. Yumi huyó asustada, ¡un fantasama! ¡Acababa de ver un fantasma! Ya sabía ella que eso de dormir al lado de una fosa común no iba a traerle nada bueno. ¡Un fantasma! Aquella noche se la pasó espiando las sombras de su habitación y la puerta entreabierta de su armario. No pudo dormir.

Pese al susto inicial, las siguientes semanas a menudo se encontraba a sí misma mirando por la ventana esperando volver a ver a aquel fantasma, era extraño, pero tenía ganas de saber más cosas sobre aquella aparición misteriosa. Finalmente decidió bajar de nuevo al Fossar con la esperanza de que volviese. Se sentía un poco tonta sentada en el mármol helado rodeada de ofrendas florales de vecinos anónimos esperando a saber qué.

—Señorita Yumi.

Se giró con los ojos brillantes buscando el origen de la voz, Ulrich estaba en el centro del Fossar de pie mirándola fijamente, llevaba la casaca azul desabrochada y la camisa de lino blanca se veía desgastada, algo amarilleada y salpicada de sangre que era evidente que no le pertenecía. Se levantó y fue hasta él con una sonrisa.

—Has vuelto —pronunció impaciente.

—He venido cada noche, pero usted nunca estaba. —Ulrich la miró con las mejillas ligeramente sonrojadas y una expresión tímida en el rostro—. Creía que tal vez os habían matado en uno de los bombardeos, me alegro de ver que estáis bien.

A Yumi la hizo feliz escuchar que había ido cada noche para encontrarla, le hizo sentirse querida, de un modo que hacía tiempo que no sentía. Hablaron durante horas bajo la llama del pebetero y las estrellas.

A partir de aquella noche se encontraban la chica de Japón y el fantasma del siglo XVIII a diario, aunque lloviese, aunque hiciese un frío que pelaba. Durante el día soñaba despierta esperando a que oscureciese, a que la calle quedase desierta y a que Ulrich saliese de detrás de la morera. Aquellas noches felices él le hablaba de cuando siendo niño su padre y él había abandonado su ciudad natal para dedicarse al comercio, de su trabajo como paraire, de cómo había entrado en la Coronela. Y ella le contaba cosas de su viaje hasta Barcelona, omitiendo el tema del avión y de su trabajo en una multinacional, de lo que había aprendido aquel día y de todo lo que deseaba hacer y ver; Ulrich siempre le repetía que cuando la guerra acabase podría hacer todo aquello que deseaba y ella, sintiéndose algo culpable por no decirle toda la verdad, asentía con la mirada clavada en el millar de estrellas que les acompañaban todas las noches.

—Si algún día os sentís sola, Yumi, mirad a las estrellas, yo las estaré mirando también.

Y ella, como si fuese una cría, no pudo reprimir un par de lágrimas, porque Yumi sabía la verdad y que daba igual cuanto mirara las estrellas porque lo que les separaba era más grande que el propio universo. Ulrich se había convertido en lo más similar a un amigo que jamás había tenido, alguien en quien confiar, alguien con la que sentirse protegida, alguien con quien pasarlo bien charlando y sin necesidad de medir todas las palabras.

Aquella noche el cielo estaba nublado y hacía frío, pero a Yumi le daba igual. Leía sentada al lado del pebetero oliendo el perfume de las flores y de las hojas de morera esperando a que Ulrich llegase. Concentrada en la lectura no se percató de que él había llegado y de que la estuvo observando desde la otra punta del Fossar largo rato como si fuese una de las imágenes de Santa María del Mar, hasta que sobre las letras impresas apareció una hermosa rosa roja como la sangre.

—¿Es para mí?

—Sí. Es poca cosa —murmuró—, lo siento, pero bien... ya sabe que no es fácil encontrar algo en buen estado en medio de este sitio, los bombardeos y la hambruna... Quedan pocas cosas dentro de las murallas.

Ella le sonrió, lo cierto era que no podía imaginarse como era sufrir aquel asedio y bombardeos constantes, el hambre, la desesperación, el dolor, las enfermedades. Siempre se preguntaba si él sabía que estaba muerto y si la veía tal cual era o como a una chica de su época; le daba miedo preguntar y perder aquello que tenía. A veces se sentía como si caminase por una cuerda floja suspendida a cinco metros del suelo y sin red.

—Es la más bonita de todas, estoy segura.

—No... tanto como tú, Yumi. —La voz de Ulrich se había convertido en un susurro ahogado por la timidez. Sonrojada de pies a cabeza, Yumi, le miró fijamente, era como sacado de un sueño—. Me gusta tu pelo tan negro y tus ojos rasgados.

—Gracias —dijo.

—Tengo que marcharme, Yumi. —Ulrich le acarició la mejilla y después se puso en pie.

—¿Tan pronto? ¿No puedes quedarte un rato más?

—Mañana tengo que defender la muralla —pronunció con un destello de responsabilidad en sus ojos castaños.

Yumi sintió un escalofrío y el peso del terror oprimiéndole el pecho. No era posible.

—No vayas, por favor —dijo cogiéndole por el reverso de la manga izquierda con tanta fuerza que parecía querer arrancarle la manga—. Por favor, quédate conmigo... Aquí estamos bien, ¿no? Quédate aquí...

Su súplica sólo obtuvo una sonrisa como respuesta, Ulrich le masajeó los nudillos hasta que su agarre perdió fuerza, después le apartó la mano con mucha suavidad y le dio un beso tan suave como un suspiro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas cuando él se desvaneció dejando tras de sí un «hasta mañana» que le rompió el corazón. Había estudiado la Guerra de Sucesión y sabía bien que, Ulrich, era un fantasma, uno de los muertos enterrados en el Fossar de les Moreres, un héroe anónimo; alguien a quien la gente rendía homenaje durante el Once de Septiembre pero del que nadie sabía el nombre.

Yumi se dio cuenta de que se había enamorado de Ulrich y eso la hizo llorar como si el mundo fuese a acabarse mientras entre sus manos sostenía la rosa roja que él le había entregado y que era tan real como ella misma.

Bajó cada noche al Fossar pero él nunca volvió aunque a Yumi le parecía verlo en cada sombra de la calle con sus ojos castaños y su sonrisa decidida orgulloso de defender su ciudad.

Fin

Aclaraciones:
En realidad antes de 1989 el Fossar de les Moreres no existía como hoy en día, había pisos construidos encima. Cuando se pavimentó con los ladrillos rojos como la sangre se trasladaron todos los cuerpos por una cuestión de salud pública. Si venís a Barcelona y pasáis a visitar la Basílica de Santa María del Mar (visita obligada) veréis el Fossar a través de una de las puertas laterales, siempre está lleno de ofrendas florales de los ciudadanos de Catalunya. El Fossar no es sólo un monumento fúnebre dónde se homenajea a los caídos durante la Diada Nacional de Catalunya. Suscita mucha curiosidad el hecho de que nuestra fiesta nacional conmemore una derrota, pero tanto el Fossar como la Diada tienen un mensaje "da igual cuantas veces caigas, mientras te quede aliento te puedes volver a levantar". 
Botifler/a: durante la Guerra de Sucesión se llamaban así a los partidarios de Felipe V. 
Compañía de los Paraires: una de las divisiones de la Coronela de Barcelona, la integraban los paraires o lo que es lo mismo los que preparaban la lana para ser tejida, seguro que en castellano existe un término concreto, pero lo desconozco y el traductor de google no me da ninguna traducción, así que si alguien lo sabe que me lo diga y lo edito, gracias. 
Kiyomizu-dera: "templo del agua pura". Es, seguramente, el templo más famoso de todo Japón, está ubicado en la ciudad de Kyôto. El nombre de Kiyomizu-dera se refiere a varios templos budistas, pero por norma general quien lo menciona se refiere al templo Otowasan Kiyomizudera. Data del año 798 y toma el nombre de las múltiples cascadas que bajan de las colinas cercanas que están dentro del complejo del templo. "Kiyo" se traduce como "pura, clara o limpia" y "mizu" significa "agua". Es una de las visitas obligadas para todo aquel que vaya a Kyôto. 
La Coronela de Barcelona: Durante los sitios de Barcelona (1697-1714) se encargaron de la protección de la ciudad intramuros, dentro de la Coronela había varias compañías: Compañía de los Paraires, Compañía de los Curtidores, Compañía de los Carniceros, Compañía de los Jóvenes Sastres, Compañía de los Zapateros, Compañía de los Cerrajeros, Compañía de los Hortelanos de San Antonio y Compañía de los Horneros y Panaderos. Cada compañía tenía sus colores representativos. 
Llumeneta: traducido al castellano sería "lucecita" o "luciérnaga", en las zonas costeras "llumeneta" también se emplea para referirse al Foc de Sant Elm (fuego de San Telmo) es un fenómeno atmosférico provocado por una descarga eléctrica que ioniza el aire y crea una especie de llamarada eléctrica espectacular y varios rayos asociados que caen en cascada. Os dejo una imagen (eliminad los espacios) www. nauticahoy. com. ar/blog/wp-content/ uploads/2007/10/fuegos-de-san-telmo. Jpg 
Somnis d'Or: en castellano "Sueños de Oro".

Escrito el 02 de noviembre de 2011

domingo, 9 de octubre de 2011

Oneshots (Originales)




Estos oneshots son originales y están protegidos por los derechos de autor. Queda totalmente prohibida su redistribución, si quieres puedes facilitar un enlace a mi blog pero en ningún caso subirlos a otras páginas.
Por favor, si veis alguno de mis shots fuera de estás páginas denúncialo, será un plagio:
http://www.fictionpress.com/u/663858/Natsumi_Niikura
http://natniikura.deviantart.com
http://fictopia.net/es/usuario/Natsumi_Niikura

-->Versión en castellano // Versió en català <--

El soldado y la dama // El soldat i la dama
Lena huyó asustada, ¡un fantasama! ¡Acababa de ver un fantasma! Romance, Sobrenatural, Drama / +16

El soldado y la dama



Ésta historia es totalmente original, por favor, no la publiquéis en ningún sitio sin mi permiso.
El soldado y la dama
Lena, un chica delgada y bajita, con unos enormes ojos azul cielo, cabello rojo como el fuego y tres pecas debajo del ojo derecho, miró angustiada a su jefe. Abandonar su Heidelberg natal para ir a vivir a Barcelona, una ciudad desconocida y a veces con una fama un poco oscura. Había tenido miedo. Incluso había pensado decirle a su jefe que no quería el ascenso, que prefería seguir siendo una simple comercial con un sueldo base y demasiadas horas de trabajo, pero finalmente se resignó.

Su familia había muerto hacía cuatro años en un accidente de tráfico y no tenía nada ni nadie que la atase en Alemania. Su novio la había dejado por una exuberante chica de Brasil o de Cuba, ya no lo recordaba; y sus amigos... bien, siempre podía hacer otros nuevos. Quizás conocer un país nuevo y gente nueva le haría bien.

Abrió por última vez la ventana de su apartamento desde donde había una vista privilegiada del río Neckar. Lo echaría de menos. Era su vista preferida del mundo entero.

En el taxi no dijo nada, con la mirada perdida en las calles y las casas que pasaban delante de sus ojos. Tenía ganas de llorar y la melancolía ya la dominaba; aquella sensación aumentó cuando subió al avió. Y durante todo el vuelo permaneció con la vista clavada en la pantalla, los auriculares puestos pero sin prestar atención a nada ni nadie. Ignoró la panorámica aérea de la ciudad de Barcelona que todos miraban maravillados. Tampoco prestó atención al aeropuerto, simplemente tomó su maleta enfurruñada.

—¿Señorita Haas? —preguntó una voz en alemán.

Lena se giró para ver a un ancianito de cabello blanco, mejillas rellenas y sonrosadas, gafas doradas y una sonrisa afable.

Sí, soy Lena Haas —contestó.

Me llamo Pau Soler, soy el fundador de Somnis d'Or.Lena, sorprendida, le miró boquiabierta. El fundador de la empresa en persona había ido a recibirla como si fuese una personalidad o una celebrity—. Venga conmigo, por favor, le enseñaré su nuevo hogar.

Salieron del Aeropuerto del Prat y fueron hasta un elegante coche negro que les llevó al corazón de la ciudad. Se detuvieron en la Vía Laietana y Pau la invitó a salir del vehículo cogiéndole la mano con suavidad.

Ante sus ojos apareció una iglesia que destacaba por la simplicidad de su construcción. Él le explicó que aquella era la Basílica de Santa María del Mar, la iglesia que la ciudad de Barcelona había levantado con sus propias manos y su dinero para la patrona del mar. Les dijo que viviría al lado de aquella maravilla y del Fossar de les Moreres.

Pasó el resto del día instalándose en el piso, demasiado entretenida como para pensar en nada. Por la noche encargó una pizza que se comió sentada en el suelo rodeada de velas.

«El Fossar de les Moreres se fundó en el siglo XII y es dónde durmieron nuestros hermanos que dieron sus vidas defendiendo su libertad y las leyes de Cataluña de la invasión borbónica de 1714». Le daba escalofríos recordarlo, dormiría al lado de una especia de fosa común de hacía siglos. Le pareció que era exactamente como dormir al lado de un cementerio.

«Ostras Lena, deberías haberte quedado en Heidelberg. Esto es demasiado siniestro» pensó acongojada. Construir al lado de una fosa común, ¡qué locura! Tendría que buscar otro sitio en el que vivir, aunque si se quedaba allí se ahorraría pagar un alquiler.

Abrió la ventana tal como hacía cuando vivía en Heidelberg y se asomó, la llama eterna del pebetero le pareció hipnótica danzando con el viento retorciéndose y encogiéndose como si se doliese. El olor de las hojas de las tres moreras era mágico y las estrellas titilando sobre la basílica de Santa María del Mar. El silencio...

De repente aquel barrio, un tanto claustrofóbico, y su fosa común le parecieron sacados de un cuento de hadas en el que todo es posible.

«Barcelona es una ciudad mágica» le había dicho Pau «es posible que si prestas suficiente atención veas algo fantástico paseando por la calle». Lena sacudió la cabeza, cerró la ventana y se metió en la cama.

Conforme iban pasando los meses se fue enamorando de la ciudad y de su historia, de su gente, de su cultura y de su lengua. Se había propuesto hablar catalán tan bien como su marcado acento alemán le permitiese y escribirlo a la perfección. Los prejuicios que se había formado en base a lo que le habían explicado desaparecieron, la gente era amable y acogedora, en la panadería la recibían con una sonrisa cada mañana y por la noche siempre le guardaban un panecillo para la cena. En el mercado los vendedores la llamaban "Eleneta" y le explicaban con toda la paciencia del mundo qué eran las cosas que vendían, las butifarras, las seques, los rovellons y los pinetells... todo un mundo de sabores y olores nuevos que ir descubriendo poco a poco.

El Born con sus calles estrechas y sinuosas se había convertido en su hogar y ya no sabía vivir sin aquella vista de Santa María del Mar y el Fossar.

Lena acabó de cenar y apagó la televisión. Se tiró en el sofá cerrando los ojos e inspiró profundamente. Le pareció oír un timbal en la calle, pero era algo impensable, así que creyó que el sonido debía provenir de un televisor encendido o que se lo había imaginado.

Pasaron un par de minutos y aquel sonido volvió a resonar en sus oídos. Se levantó de un salto y sacó la mitad del cuerpo por la ventana, la calle estaba desierta, pero su curiosidad iba en aumento así que se puso la cazadora vaquera, cogió las llaves y bajó a la calle.

Se detuvo en el centro del Fossar mirando a todos lados, pero no había nada ni nadie. De repente le pareció oír un susurro.

—¿Hola? —preguntó medio asustada.

—¿Quién es usted? —preguntó una voz masculina desde algún punto de la calle—. ¿En qué bando está?

—¿Ba-bando? —titubeó ella—. ¿Qué quieres decir con bando?

—¿Es una botiflera?

Ella frunció el entrecejo, no sabía que significaba ser una "botiflera" pero imaginaba que no era nada bueno. Entrevió una figura borrosa detrás de una de las moreras del Fossar y en una especie de impulso suicida, Lena, caminó hasta allí. Tuvo que parpadear un par de veces para que su vista se aclarase. Delante de ella había un hombre con una especie de uniforme militar, llevaba una casaca azul oscuro y con el reverso granate y un montón de botones dorados, las calzas y las medias rojas se perdían bajo la casaca y en los pies llevaba unos zapatos de cuero con una hebilla.

El hombre se quitó el sombrero marrón y se lo llevó al pecho dejando a la vista su pelo castaño que le caía sobre los hombros, su cara de rasgos amables, con la punta de la nariz algo manchada de polvo igual que sus mejillas y unos ojos verdes que dejaron sin respiración a Lena.

—Mi nombre es Jaume Ferrer, soy soldado de la Compañía de los Paraires de la Coronela de Barcelona —se presentó orgulloso—. Disculpe, señorita.

—Me llamo Lena...

—No se preocupe, Lena, no le haré daño. Soy miembro de la Coronela. La mantendré a salvo de Felipe V.
«Felipe V» se dijo a sí misma. Hacía casi trescientos años de eso pensó que era una broma pero la mirada seria de Jaume la hizo cambiar de idea.

—Ahora tengo que ir a hacer la ronda.

Y sin decir nada más se evaporó en mitad de la oscuridad. Lena huyó asustada, ¡un fantasama! ¡Acababa de ver un fantasma! Aquella noche no pudo dormir.

Las siguientes semanas a menudo se encontraba a sí misma mirando por la ventana esperando volver a ver a aquel fantasma, finalmente decidió bajar de nuevo al Fossar con la esperanza de que volviese. Se sentía un poco tonta sentada en el mármol helado esperando a saber qué.

—Señorita Lena.

Se giró con los ojos brillantes buscando el origen de la voz, Jaume estaba en el centro del Fossar de pie mirándola fijamente. Se levantó y fue hasta él con una sonrisa.

—Has vuelto —pronunció con un nudo en la garganta.

—He venido cada noche, pero usted nunca estaba. —Jaume la miró con las mejillas ligeramente sonrojadas—. Creía que tal vez os habían matado, me alegro de ver que estáis bien.

A Lena la hizo feliz escuchar que había ido cada noche para encontrarla. Hablaron durante horas bajo la llama del pebetero y las estrellas.

A partir de aquella noche se encontraban la chica de Alemania y el fantasma del siglo XVIII a diario, aunque lloviese, aunque hiciese un frío que pelaba. Durante el día soñaba despierta esperando a que oscureciese, a que la calle quedase desierta y a que Jaume saliese de detrás de la morera.

Jaume se convirtió en lo más parecido a un amigo que había tenido nunca, alguien con quien hablar de cualquier cosa sin tener que controlar lo que decía, alguien de confianza, alguien que la hacía sentirse protegida, alguien con quien pasárselo bien hablando.

Lena leía sentada al lado del pebetero esperando la hora a la que él venía, inmersa en la lectura no se dio cuenta de cuando se le acercó, hasta que, de repente, sobre las letras impresas apareció un preciosa rosa roja como la sangre.

—¿Es para mí?

—Sí. Es poca cosa —murmuró—, lo siento, pero bien... ya sabe que no es fácil encontrar algo en buen estado en medio de este sitio.

Ella le sonrió, siempre se preguntaba si él sabía que estaba muerto y si la veía tal cual era o como a una chica de su época; le daba miedo preguntar y perder aquello que tenía.

—Es la más bonita de todas, estoy segura.

—No tanto como tú, Lena. —Sonrojada de pies a cabeza le miró fijamente, era como sacado de un sueño—. Me gusta tu pelo rojo.

—Gracias —dijo.

—Tengo que marcharme, Lena. —Jaume le acarició la mejilla y después se puso en pie.

—¿Tan pronto?

—Mañana tengo que defender la muralla.

Lena sintió un escalofrío y el peso del terror oprimiéndole el pecho.

—No vayas, por favor —dijo cogiéndole por el reverso de la manga izquierda—. Por favor, quédate conmigo...

Su súplica sólo obtuvo una sonrisa como respuesta, Jaume le apartó la mano con mucha suavidad y le dio un beso tan suave como un suspiro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas cuando él se desvaneció, había estudiado la Guerra de Sucesión y sabía bien que, Jaume, era un fantasma, uno de los muertos enterrados en el Fossar de les Moreres, un héroe anónimo; alguien a quien la gente rendía homenaje durante el Once de Septiembre pero del que nadie sabía el nombre.

Lena se dio cuenta de que se había enamorado de Jaume y eso la hizo llorar como si el mundo fuese a acabarse.

Bajó cada noche al Fossar pero él nunca volvió aunque a Lena le parecía verlo en cada sombra de la calle.

Fin


Aclaraciones:
En realidad antes de 1989 el
Fossar de les Moreres no existía como hoy en día, había pisos construidos encima. Cuando se pavimentó con los ladrillos rojos como la sangre se trasladaron todos los cuerpos por una cuestión de salud pública.
Botifler/a:
durante la Guerra de Sucesión se llamaban así a los partidarios de Felipe V.
Compañía de los Paraires:
una de las divisiones de la Coronela de Barcelona, la integraban los que preparaban la lana para ser tejida.
La Coronela de Barcelona:
Durante el sitio de Barcelona (1697-1714) se encargaron de la protección de la ciudad intramuros, dentro de la Coronela había varias compañías: Compañía de los Paraires, Compañía de los Curtidores, Compañía de los Carniceros, Compañía de los Jóvenes Sastres, Compañía de los Zapateros, Compañía de los Cerrajeros, Compañía de los Hortelanos de San Antonio y Compañía de los Horneros y Panaderos.
 
Escrito originalmente en 1994, revisado el 09 de octubre de 2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

ADQST 18.- Incertidumbre


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Incertidumbre

No iba bien. X.A.N.A. sabía que había algo que fallaba. Primero su desastrosa entrada en Xanadu durante la que el cuerpo de la muchacha se había convertido en una cárcel de la que era imposible escapar. Había sentido dolor, un dolor tan intenso que no podía creérselo. X.A.N.A. no era un persona era un virus informático, no debería sentir dolor ni ningún otro tipo de sensación o sentimiento. Segundo la maniobra para desestabilizar a su ejército y la consecuente desactivación de la torre desde algún lugar que no era la fábrica e ilocalizable. Y aquello le molestaba más que cualquier otra cosa ¿cómo podía alguien darle esquinazo sin dejar rastro? Era una ofensa para sus habilidades y un insulto a su inteligencia. Y tercero, seguramente lo que más le preocupaba, una pregunta que le había vuelto a asaltar con insistencia. ¿Quién era?

Su casa. No había tenido ocasión de verla con claridad, aún y así lo poco que había visto era lo más hermoso que había visto jamás.

X.A.N.A. se removió impaciente en su rincón oscuro del ciberespacio, era momento de activar otro superordenador.

William y Yumi se miraron ligeramente sorprendidos por el corto margen de la vuelta al pasado.

—...es un piso muy luminoso. —La voz cantarina de Charlotte Lafitte repitió aquella frase pronunciada con anterioridad—. Hay luz casi todo el día.

—Genial —atajó William—. Me lo quedo, lo alquilo.

—Pero aún no le he ensañado...

—No necesito ver más, me ha convencido, señora Lafitte. Es una vendedora estupenda.

La mujer clavó su mirada en Yumi que le devolvió una sonrisa llena de compasión, la vuelta al pasado sólo había logrado que el interés de William en lo que le contaba cayese en picado.

—Hay una chimenea...

—¿En serio? —preguntó con tono indiferente—. Estupendo, ¿cuándo firmamos?

Los puños cerrados de Charlotte temblaron de rabia, se mordió el labio inferior corriendo parte del pintalabios rojo. Determinó que no iba a dejar huir a su joven presa así como así, por lo que se desabrochó varios botones de la camisa blanca. Yumi suspiró ante ese gesto repetido para ella, al menos ya no le resultaba tan violento como la primera vez.

William siguió a la mujer descocada hasta la sala colindante para firmar el precontrato de alquiler, mientras ella permanecía inmóvil junto a aquel enorme ventanal desde el que se veía la fábrica. Frunció el ceño tratando de ver a través de los gruesos muros de ladrillo y hormigón. Si pudieran descubrir algo más sobre ese cacharro infernal donde dormía X.A.N.A. Si supiesen algo más sobre la familia de Aelita y por qué demonios habían creado aquello. Si encontrasen el modo de arreglarlo...

No había nada que hacer. Era como pensar a través de gelatina.

El móvil vibró en el bolsillo trasero de su vaquero, lo sacó mecánicamente sin mirar el número de la pantalla y se lo llevó al oído.

—¿Diga?

Yumi-chan. —La voz al otro lado de la línea con su peculiar acento japonés como traído de otra época le hizo sonreír.

Abuela —contestó ella cambiando a su idioma—. ¿Ha pasado algo?

¿Es que sólo puedo llamar a mi nieta cuando pasa algo? —replicó la anciana con tono jovial—. Quería ver cómo te iba por Francia, cuando William-kun y tú os marchasteis parecías nerviosa.

Yumi sonrió, su abuela siempre se daba cuenta de todo lo que pasaba, era muy observadora. Se apartó del ventanal y se sentó en el suelo de parqué pulido con las piernas cruzadas en posición de loto. Echó un rápido vistazo a su reloj, en Japón estaban en plena madrugada pero no le dio importancia, su abuela era más nocturna que diurna.

Va todo bien. Es que... bueno, hacía años que no les veía y... —Suspiró revolviéndose el pelo—. Ya sabes, era un poco de incertidumbre.

¿El alemán? —lanzó la pregunta como si de un dardo se tratase.

Yumi soltó un bufido y su abuela rió divertida.

¿Pretendes que crea que tu nerviosismo no tenía nada que ver con él?

Abuela...

¿Qué? No me digas que se ha casado con otra y tiene siete hijos.

La muchacha rió a su pesar.

No. Está soltero, aunque no sé si puedo añadir el "y sin compromiso". No le he preguntado ni voy a hacerlo —replicó con naturalidad—. No es asunto mío.

No seas niña.

Lo primero que hizo Ulrich fue frotarse el estómago, la herida había desaparecido, claro que eso era de una lógica aplastante. Odd se levantó pensando en si Sissi estaría aún dentro de la casa o en el exterior, y sobre todo, en si estaría bien.

Jérémie se puso en pie de un salto.

—¿Qué...?

—¿Qué pasa Jérémie? —inquirió Aelita sobresaltada y preocupada.

—Yo no he activado ninguna vuelta al pasado...

De repente tanto Odd como Ulrich se olvidaron de sus mutuas preocupaciones para mirar a Jérémie que estaba pálido como la cera. Aelita se mordió el labio inferior con el ceño fruncido.

—¿Nos han pirateado el superordenador? —La pregunta de Aelita resonó en el jardín como si acabase de usar un megáfono.

—¡Eso es imposible! —replicó Jérémie escandalizado ante la simple idea.

Ulrich le dio un codazo en las costillas a Odd llamándole la atención para dejar a los cerebritos discutir tranquilos. Odd se sintió agradecido por tener una excusa para ir a comprobar el paradero de Sissi y si estaba bien. Ni Jérémie ni Aelita parecieron darse cuenta de que sus dos amigos atravesaban el jardín en dirección al interior de la casa.

—Pero si tú no has activado la vuelta al pasado y yo no he desactivado la torre —arguyó la muchacha—. ¿Qué otra opción queda?

—X.A.N.A. la habrá desactivado y ya dominó una vez la vuelta al pasado. —Jérémie se estampó la palma de la mano contra la frente—. No puede ser... bloqueé su acceso al programa del salto al pasado.

—Antes de que la torre se desactivase —musitó ella—. Vi una palabra en el terminal.

—¿Cuál?

—No estoy segura, apenas fue un segundo. Creo que ponía: Aníbal.

Jérémie la sujetó por los brazos con los ojos azules y serios clavados en los verdes y sorprendidos de ella. Una reacción un poco bruta para ser de él.

—¿Estás segura? —La voz le salió fría e impersonal.

—Me haces daño, Jérémie —protestó. Se frotó los brazos con un mohín cuando la soltó—. No lo sé seguro, ya te lo he dicho, sólo fue un segundo. Pero ¿qué importancia tiene?

—El diario de tu padre. Hubo una parte que nunca llegué a ver, no después de lo de la marabunta y en casco, aunque eso fue un error enteramente mío, me preocupaba dar con más programas destructivos como ese. —Agachó la cabeza—. Y desterré los archivos del diario hasta hace unos años.

—¿Volviste a poner en marcha el superordenador?

—No. Lo copié antes de apagarlo. Lo tenía guardado en un pendrive.

—¿Por qué? —siseó.

Jérémie le apartó algunos mechones rojizos de la frente con delicadeza.

—Por ti, porqué pensé que tal vez algún día querrías saber que hay.

—Cosas sobre el superordenador —dijo ella.

—Y su imagen —replicó él—. Es un videodiario.

—Ya...

Odd comprobó con horror que Sissi no estaba en el salón trabajando para cuadrar los bolos del grupo con las futuras entrevistas y el resto de cosas de las que se encargaba. Su agenda de tapas rosas permanecía abierta en el día uno del mes de mayo con una frase a medio escribir en tinta verde "Hablar con el señor Bed". Acarició con la punta de los dedos la caligrafía grande y redondeada de Sissi. Algo la había interrumpido, seguramente el ataque de X.A.N.A.

¿Estaría en la fábrica? ¿Prisionera en Xanadu de nuevo? ¿Desmayada en algún punto entre L'Hermitage, la escuela y la fábrica?

El pulso le palpitaba en las sienes, el inicio de una migraña. Tenía que moverse, quedarse allí plantado como un pino preguntándose dónde podía estar Sissi no era la mejor solución.

—Arriba no está. —La voz de Ulrich le sacó de su ensimismamiento—. ¿Has mirado por aquí?

—Iba a hacerlo ahora.

—Déjalo, ya lo hago yo. Intenta llamarla por teléfono.

Odd suspiró y marcó el número mientras su amigo registraba la planta baja con detenimiento. La voz grabada le anunció que el teléfono estaba apagado o fuera de la zona de cobertura, odiaba esa dichosa voz repipi, fría y burlona que parecía no tener nada mejor que hacer que tocarte las narices cuando estabas de peor humor.

—No está en la casa —declaró Ulrich—. ¿Ha habido suerte con la llamada?

—No.

El rubio echó a andar dirección a la salida de L'Hermitage, si no estaba en la casa sólo podía estar fuera. Pasó junto a Jérémie y Aelita sin prestarles atención seguido de cerca por Ulrich. No estaba siendo ni práctico ni razonable, pero seguramente él en su situación tampoco lo sería. El viejo sendero estaba despejado y tan solitario como siempre, por allí no había rastro de Sissi. Ulrich le dio un tirón del brazo a Odd al llegar al punto donde el camino se dividía, buscar sin ton ni son no servía de nada.

—Espera —gruñó en respuesta a la mirada asesina de su amigo—. Tú ve hacia la fábrica, yo revisaré los alrededores de la escuela. Si nos dividimos el terreno será más fácil dar con ella.

—No, yo iré a la escuela —protestó Odd.

Ulrich negó con la cabeza, algo le decía que no era buena idea dejar que Odd fuese a Kadic, la reacción que había tenido cuando Sissi iba en busca supuestamente de cobertura le había dado mala espina.

—Es más probable que esté en la fábrica —arguyó el castaño—. Estará asustada y seguro que tiene ganas de verte.

—Supongo que tiene lógica —admitió a regañadientes pero sin quitar la mirada enfurruñada.

—Entonces... ¿Quién la encuentre que llame?

Odd asintió antes de salir corriendo como una exhalación. No debería sorprenderle, al fin y al cabo habían compartido habitación durante años y se había acostumbrado a su actitud impulsiva. A diferencia de Odd, caminó por el camino de arena levantando algo de polvo hasta la valla de Kadic, podría saltarla sin mucho esfuerzo y preguntar dentro si la habían visto pero le parecía una idea bastante estúpida. Recorrer el perímetro de la escuela sería lo mejor.

—¿Stern? —La voz chirriante le trajo pésimos recuerdos de su pasado estudiantil, pero no podía darse la vuelta e ignorarle sin más—. ¿Eres tú?

—Hola Hervé —saludó sin ganas.

—¿Qué haces ahí? Es propiedad privada.

—Que yo sepa el bosque es un espacio público. No estoy dentro de la escuela.

—Pero hay niños. Menores.

—No me gusta lo que acabas de insinuar —gruñó Ulrich tentado de pegarle un tirón de jersey verde y estamparle contra la valla.

Hervé le dedicó una sonrisa altanera, que en otro tiempo no habría tenido el valor de esbozar, sintiéndose satisfecho de haber herido el orgullo de su antiguo rival con sus palabras. Le guardaba rencor, por supuesto, tantos años viviendo a su sombra para que después no obtener más que disgustos.

—Tus amiguitos y tú Stern, me dais pena. La inmigrante rarita, el gamberro estúpido, el matrimonio friki, el futbolista fracasado y el músico patético... —Rió burlón apartándose un poco de la verja.

«Sólo quiere provocarte» se dijo hundiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros. «Quiere que le contestes. No caigas...»

—Y la putilla patética.

—Tienes una forma muy rara de piropear a la chica que se supone que quieres —pronunció las palabras con tono calmado pese a la rabia que sentía.

Odd sostuvo con fuerza la soga que colgaba una de las vigas de la entrada a la fábrica, la escalera hacía décadas que se había derrumbado y, aquellas cuerdas eran la única manera de entrar desde el puente. Se deslizó sin hacer ruido hasta que sus pies toparon con el suelo levantando una nubecilla de polvo.

La planta baja de la fábrica estaba desierta y en el más absoluto de los silencios, Odd recorrió el lugar con la mirada antes de montarse en el ascensor. Pulsó el botón y el aparato inició el descenso con un quejido metálico y una leve sacudida. La puerta se abrió en a sala de mando del superordenador, allí no había nadie y el holomapa estaba apagado, lo que según su experiencia significaba que no había nadie en Lyoko. Pulsó de nuevo el botón y el elevador le llevó hasta la sala de los escáneres, la luz subió de intensidad cuando Odd puso los pies fuera del ascensor.

Las puertas de las tres cabinas estaban abiertas y con las luces encendidas. Reconoció las botas rojas de media caña que sobresalían de una de ellas.

Se quedó estático. Aunque su reacción natural hubiese sido abalanzarse sobre el escáner y sacarla en volandas descubrió que le daba demasiado miedo el estado en que pudiese encontrarla. El pulso le latía, acelerado, en los oídos y su respiración trabajosa le provocaba un punzante dolor en los pulmones. Tenía que moverse y comprobar cómo estaba pero sus piernas parecían haberse confabulado en su contra obligándole a permanecer en la guía de la puerta del ascensor.

«Muévete Della Robbia, no es momento para tonterías.»

Tomó una bocanada de aire y la mantuvo tanto tiempo como pudo en los pulmones para después soltarla poco a poco; la técnica número uno para relajarse de la guía de consejos de su hermana Adèle, esperaba no tener que llegar al número diez: sentarse y meditar rodeado de incienso.

Cuando su cuerpo decidió que cooperar no era tan malo avanzó hasta las botas rojas. No sabía muy bien qué había esperado encontrar pero no dio con una escena extraña. Estaba apoyada en la pared del escáner con los ojos cerrados y la camiseta ligeramente subida de haber resbalado por la superficie metálica hasta el suelo.

—¡Sissi! —exclamó arrodillándose a su lado—. ¡Sissi, Sissi! —La zarandeó con impaciencia—. ¡Vamos, reacciona!

—Me vas a romper el cuello, idiota —protestó adormilada sin abrir los ojos.

Odd reaccionó enterrando la cara en el hombro de ella que le acarició la espalda despacio y sin fuerza, se sentía atontada y extenuada como nunca. Batalló contra la pesadez de sus párpados y los entreabrió, la luz la deslumbró pero logró entrever el techo verdoso y plagado de gruesos cables de la fábrica.

—No era un sueño —murmuró con la voz tensa. Había albergado la esperanza de que su paso por el mundo virtual hubiese sido una pesadilla.

—No. No lo era —le contestó él.

—Dios mío...

—Ya ha pasado —le susurró Odd.

Las manos de Sissi se cerraron con fuerza sobre la camiseta púrpura de Odd, acababa de recordar algo que había gritado aquella voz.

—¿Qué es Hierón?

—¿Qué?

Continuará

Escrito el 30 de agosto de 2011

domingo, 19 de junio de 2011

Consuelo


Mortal Instruments y sus personajes pertenecen a Cassandra Clare.

Consuelo

Magnus había buscado a Alec por media Alacante sin éxito, en otras circunstancias no lo habría hecho, no con sus padres dando vueltas por allí, pero en aquella tesitura necesitaba dar con él.

Había encontrado a Isabelle sentada en las escaleras de la Sala de los Acuerdos deshecha en un mar de lágrimas, con el maquillaje dibujándole líneas oscuras en las mejillas, jamás había visto a Isabelle Lightwood de aquel modo. Iba a preguntar pero no necesitó hacerlo.

«Max está muerto» había sollozado la muchacha, «Sebastian lo ha asesinado y yo... yo no he hecho nada por evitarlo.»

Magnus con sus dedos largos, blancos y delgados le había acariciado la mejilla en una suave muestra de afecto y apoyo, un subterráneo como él abrazando y consolando a una Nefilim en Idris habría causado demasiado revuelo y sólo conseguiría empeorar la situación, eso era algo que había aprendido hacía mucho tiempo.

«No sé dónde está Alec. Se ha ido hace horas. No le dejes solo» aquellas palabras le arañaron el alma, no supo decir qué era lo que atenazaba el corazón de Isabelle si la pérdida de Max o la huida de Alec. «Le encontraré» le dijo, le dio un rápido beso en la frente antes de partir en busca de Alec.

¿Dónde más podía buscar? Era más que evidente que no estaba en la ciudad, las calles abarrotadas de Nefilim preparándose para combatir eran un caos, pero Magnus sabía que si se lo cruzase lo notaría. Había pensado en hacer un conjuro de rastreo, pero se dio cuenta que no tenía nada que perteneciese a Alec, nada que pudiese usar para dar con él, le dieron ganas de llorar por no haber pensado en pedirle algo a Isabelle.

Se encogió de hombros, lamentarse era un acto inútil, y continuó caminando hacia las afueras. Idris era hermosa de un modo inquietante. La arquitectura era preciosa pero el ambiente era falso e irreal, seguramente la causa era el resplandor mortecino de las Torres Demoníacas, la protección legendaria de Idris. Idris no le gustaba, nunca le había gustado, era un sitio aburrido.

Oteó los alrededores, buscar sin ton ni son tampoco era algo muy recomendable, tenía que ser más práctico. El relieve de los valles de Idris se extendían como en un paisaje impresionista, con su pasto verde y reluciente, su cielo azul y despejado... Unas ruinas despuntaban entre el verdor, Magnus frunció el ceño, no recordaba ningunas ruinas allí, claro que esa era la tercera vez que pisaba Alacante, creía recordar que allí estaba lo que los Nefilim denominaban El Gard. A sus oídos regresaron los rumores que corrían por la ciudad de la caída de El Gard, así que era cierto...

Magnus se encogió de hombros, por echar un vistazo no perdía nada, aunque no le parecía el sitio más apropiado para dar con Alec.

—Lightwoods —farfulló el brujo con desesperación.

Caminar por allí se le hacía sumamente extraño y, en parte, incómodo. Pero se obligó a continuar, le había dicho a Alec que lo suyo no funcionaría, lo había creído de verdad hasta que éste le había prometido presentarle a su familia si sobrevivían al ataque de los Iblis. Tenía que reconocer que con el paso de los años no había aprendido a huir de las relaciones tortuosas, aún cuando sabía que nunca acababan bien. Y la compleja situación de Alec lo convertía todo en algo difícil, por no hablar de que nunca miraba las cosas como debía.

Se llenó los pulmones de aire cuando llegó hasta las ruinas y lo soltó despacio mirando alrededor. Sus ojos dorados toparon con una silueta humana recortada contra la luz del sol, le reconoció al instante.

—Alexander —llamó el brujo, pero el muchacho no se movió ni un milímetro aunque le había oído perfectamente.

Alec mantenía la vista fija en la lejanía de espaldas al brujo. Era como una postal pensó Magnus, una postal triste de la que no puedes apartar la vista aunque te rompa el corazón, con la luz del sol dibujando un halo dorado alrededor de la ropa y el pelo negros del chico. Magnus caminó hasta él y se detuvo tan cerca que cada vez que tomaba aire su pecho rozaba la espalda de Alec.

—He hablado con Isabelle —musitó sin atreverse a tocarle.

—¿Te lo ha dicho? Lo de Max, quiero decir. —Su voz sonaba sorprendentemente entera.

—Sí.

—¿Cómo está Izzy?

Magnus se tragó el "sobrevivirá" que iba a pronunciar, no era la mejor expresión para ese momento.

—Mejor que tú, en mi opinión. —Los músculos de Alec se tensaron—. Necesitas hablar.

—No es hablar lo que necesito.

—¿Qué es lo que necesitas?

Normalmente sabía qué hacer en cada caso, la gente como Jace necesitaba gritar, hacer alguna locura, comportarse como un cavernícola y después desahogarse con la persona en quien confiaba, Isabelle necesitaba oír que no era su culpa y una caricia para sentirse mejor... pero Alec era un enigma en ese sentido.

—Dime qué puedo hacer por ti. —Silencio fue la única respuesta que obtuvo—. Alec, por favor...

—¿Qué estaba haciendo mientras mataban a mi hermano? ¿Por qué no estaba allí? —dijo en tono frío y carente de emociones, como un autómata—. ¿Por qué dejé a Isabelle y Max solos con Sebastian? ¿Qué había más importante que la vida de mi hermano?

—Protegías tu ciudad —contestó con rotundidad—. Cumplías con tu deber como Nefilim, aunque eso no lo haga más fácil. No tenías motivos para sospechar de Sebastian. Nada de esto es culpa tuya, Alec.

—¿Y por qué me siento como si lo fuera?

—Porque eres una buena persona y quieres a tu hermano, a tu familia, a tus amigos.

—Magnus...

El brujo le rodeó los hombros con los brazos con firmeza y presionó su mejilla contra la pálida de Alec, el muchacho exhaló un suspiro cargado de pesar y apoyó sus manos sobre los antebrazos de Magnus con suavidad.

—¿Por qué he podido salvarte a ti pero no a Max?

—Hay preguntas que no tienen respuesta.

Aquella pregunta dolía pero no podía culparle. Max era un niño que apenas había empezado a vivir además de su hermano y él no era más que un subterráneo con el que mantenía algo similar a una relación. Seguramente, en su lugar, él se habría preguntado lo mismo y hubiese albergado el mismo deseo secreto de que las cosas hubiesen sido diferentes.

—Dime una —barbotó con brusquedad cosa que Magnus agradeció ya que era un avance, volvía a mostrar emociones.

—Mi aspecto, por ejemplo. —Alec se apartó ligeramente para poder mirarle a la cara—. A parte de mis ojos y de que no tengo ombligo no hay ningún otro rasgo que delate que no soy un humano normal y corriente, y actualmente ni eso, hay lentillas de gato en cualquier óptica o tienda de disfraces.

—No tienes un aspecto precisamente normal, con tanta purpurina y colorines. Por no hablar de las llamas azules que se te escapan de la punta de los dedos de vez en cuando. —Estiró los dedos y acarició el contorno de la oreja de Magnus.

Magnus sonrió al sentir el cuerpo de Alec más relajado.

—Cuestión de gustos —declaró sentándose junto a Alec sobre el muro derruido de El Gard. Cada uno por un lado diferente con solo sus hombros rozándose—. Hay quien me considera fascinante.

—¿Fascinante? —inquirió con humor.

—Pues sí —replicó con un toque de orgullo.

—A Max... le habrías gustado mucho —murmuró agachando la cabeza, los mechones de pelo negro le taparon los ojos—. Se había aficionado a los cómic manga, tienes pinta de dibujo manga...

Alec se movió para abrazarle, en aquella posición era algo complicado por lo que Magnus tuvo que hacer acopio de todo su sentido felino del equilibrio y girarse un poco para evitar caer al suelo y poder corresponder a aquel gesto. Le acarició la espalda suavemente, Alec con la cara enterrada en su pecho tembló entre sus brazos y Magnus supo que lloraba aunque lo hiciera en silencio. «Los Nefilim no lloran» pronunció una voz venida del pasado en su cabeza, la voz de otro Lightwood de ciento treinta años atrás, «los Nefilim sois demasiado obstinados y estúpidos para reconocer que lo hacéis» le contestó Magnus a aquella voz.

—No pasa nada, Alexander —susurró—, todo está bien.

El muchacho asintió sin decir nada y se dejó mimar por aquel hombre de aspecto excéntrico, rasgos asiáticos y ojos de gato que siempre sabía como hacerle sentir mejor, y que había cambiado su vida de un modo tan íntimo.

—Te quiero Magnus —pronunció antes de poder pensar en lo que decía, pero una vez dicho ya no había vuelta atrás.

—¿Me quieres? —le devolvió la pregunta que le había hecho mientras luchaban contra los demonios Iblis en la plaza de la Cisterna.

Alec asintió. Roto por la pérdida de su hermano y por alegrarse de haber salvado la vida de Magnus, por haber deseado que le besara mientras aquel monstruo de Sebastian asesinaba a su hermanito. ¿En qué clase de monstruo le convertía el sentirse feliz por estar junto a Magnus? ¿Qué clase de persona era?

Sollozó sin poder contener más lo que sentía. Si los Nefilim no podían llorar le daba igual, los cazadores de sombras tampoco eran homosexuales y él lo era, tampoco se enamoraban de subterráneos, así que lloraría y se dejaría consolar por un brujo de ochocientos años con el que se había acostado una docena de veces y al que acaba de descubrir que amaba con locura.

Fin

Escrito el 19 de junio de 2011

jueves, 2 de junio de 2011

Inmortal


Mortal Instruments y sus personajes son propiedad de Cassandra Clare.

Inmortal

—Si pudieras pedir un deseo ¿cuál sería? —le preguntó Isabelle.

Alec pensó durante un buen rato. Estaban ambos en la habitación de Alec tumbados sobre la cama. Isabelle tenía las piernas levantadas y los talones apoyados en la pared blanca donde reposaba la cabecera del lecho, su cabeza quedaba más o menos a mitad de la cama junto a la de Alec que con las piernas colgando por el otro lado de la cama y las manos apoyadas sobre su pecho le clavó sus ojos azules y brillantes.

—No lo sé.

—No te creo —replicó ella. Estaba convencida de que sí que lo sabía y ella tenía la sospecha de saber lo que era—. Venga, dímelo.

—¿Cuál pedirías tú?

Isabelle le regaló una mirada enfurruñada.

«Recuperar a Max» pensó y sus ojos negros se ensombrecieron «haber hecho caso de mi instinto y desconfiar de Sebastian». Isabelle cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos aquella sombra de tristeza ya no estaba.

—Un novio guapo y decente.

»Alec, no tiene nada de vergonzoso.

—¿El qué, Izzy?

—Lo de Magnus.

Alec tosió, se había atragantado con su propia saliva. Sus mejillas se tiñeron de rojo al instante. A Isabelle jamás dejaría de sorprenderle la forma que tenía su hermano de reacción ante las cosas que le daban pudor, cómo podían parecerse tan poco en aquel aspecto.

—Ya lo sé —farfulló—. No me avergüenzo.

—Alec... ¿Magnus te trata bien?

Él estiró el brazo y le acarició el nacimiento del flequillo, su hermana cerró los ojos ¿cuánto hacía que no compartían un rato de charla y confidencias? Había perdido la cuenta.

—Sí.

—¿Y cómo es en la ca...?

—¡Izzy! No pienso contestar a eso.

—¿Por qué? —protestó con un mohín infantil devolviéndole una mirada oscura y profunda.

—Porque no. Tú a mí no me cuentas esas cosas.

Isabelle Lightwood dibujó una enorme y descarada sonrisa.

—Porque tú no me preguntas —le dijo—. Yo no tengo inconveniente en explicarte lo que quieras saber.

—¿Quieres decir que Simon y tú...? —Los ojos azules de Alec se abrieron como platos—. Izzy...

—¿Te sorprendería?

—Sí... no... aaah.

—Ya no soy una niña, Alexander.

Alec cerró los ojos y se llenó los pulmones de aire.

—Ya lo sé.

—Alec.

—¿Sí?

—Si Magnus Bane te rompe el corazón le presentaré a mi látigo de electro.

La risa escapó de sus labios, hacía mucho que no oía reír a su hermano, al menos de aquel modo tan ligero y sin amargura tiñéndole la risa. Era agradable haber recuperado al Alexander Lightwood lleno de ternura y buen humor, el Alexander Lightwood que ella quería tanto.

—Creo que eso ya lo sabe, Isabelle.

—Eso demuestra que es inteligente. —Sonrió ella.

El móvil de Alec vibró entre ellos, él lo tomó sin mucho interés en sus rasgos, con el pulgar sobre la tecla de descolgar miró la pantalla. Su reacción hizo reír a Isabelle. Alec había descolgado con la cara roja, se había incorporado con tanto impulso que acabó cayéndose de la cama y maldiciendo entre dientes. Al otro lado del teléfono oía el tono cantarín de Magnus Bane preguntándole algo a lo que Alec no podía responder en ese instante porqué se estaba mordiendo el labio para no gritar de dolor.

Isabelle cogió el móvil que su hermano le tendía.

—¿Alec? —preguntó la voz de Magnus.

—No, soy Isabelle.

Sintió que al otro lado de la línea el brujo dudaba.

—No te has equivocado —contestó a la pregunta no formulada—. Es que se ha caído de la cama y ahora está demasiado ocupado fingiendo que no se ha hecho daño para hablar.

—¿Se ha caído de la cama?

—Ya sabes cómo es, ¿no? —musitó divertida—. Siempre cayéndose de algún lado.

—Deberías hacerle una runa curativa entonces.

Isabelle sonrió a su hermano doblado en el suelo.

—No hay ninguna que cure lo que le duele.

Alec le arrebató el teléfono a Izzy de un certero manotazo.

—Idiota —gruñó Alec con el móvil en la oreja.

—Muy bonito, yo me preocupo por ti y tú me llamas idiota —replicó Magnus.

—No... se lo... —Isabelle rió haciéndose un ovillo sobre la cama de Alec, era tan divertido—. Hablaba con esa maldición que tengo por hermana. —Alec atizó con la almohada en el hombro a la chica que reía—. A ti no... tú no... ¿ha pasado algo?

—¿Sólo puedo llamarte cuando pasa algo? —preguntó fingiendo sentirse ofendido.

—No, sabes que no, pero... —Alec echó un rápido vistazo al despertador—. Son las tres de la madrugada y...

Isabelle señaló en silencio que en realidad eran las tres y cuarto, ya no reía pero se lo estaba pasando en grande, Alec movió la mano indicándole que le dejase en paz.

—Tienes razón. Pasa algo muy grave —contestó Magnus—. Estaba soñando que estaba en una fiesta. —Alec tapó el micrófono del teléfono y suspiró. Los sueños que empezaban con una fiesta siempre acababan de un modo extraño—. Estaba rodeado de Nefilim, algunos con muy poco gusto vistiendo. De repente me giraba para ofrecerte algo para beber y no estabas, entonces me he despertado.

—¿Y qué pasa? —inquirió con inocencia.

—Que me he despertado y no estás aquí.

Magnus tumbado sobre su cama con su kimono de seda se enroscó un mechón de pelo en el dedo índice. Después de sus magníficas vacaciones aún no se había acostumbrado a abrir los ojos y no tener a Alec durmiendo a su lado con aquella carita tan dulce y vulnerable que ponía.

—¡Qui... quieres dejarme en paz, idiota! —gritó Alec y Magnus tuvo que apartarse el teléfono del oído para no quedarse sordo.

Aquellas palabras vinieron acompañadas de un montón de ruidos misteriosos, golpeteos, un quejido, varías carcajadas y el latido de su corazón dolido por lo que le acababa de decir su novio. Un portazo tronó a través de la línea telefónica.

—¿Magnus? —Éste no contestó, no tenía ganas de contestar—. ¿Estás ahí? ¿Magnus...?

Chairman Meow saltó sobre la cama lleno de curiosidad por el cambio de humor de su amo, se rozó en su mano, maulló y ronroneó encantado con los mimitos.

—Magnus, oigo a Chairman Meow ¿por qué no contestas?

—¿No quieres que te deje en paz? —Suspiró el brujo.

—Perdona, se lo decía a Izzy. Es peor que un demonio Raum.

—No sé si creérmelo.

Alec rió a través de la línea arrancándole una sonrisa muy a su pesar, adoraba la musicalidad de su risa.

—No has venido —dijo Magnus ofendido—. Ni me has llamado.

—Lo siento. Me he pasado todo el día en una reunión aburridísima con la directora del Instituto de Shangai. He vuelto hace apenas una hora.

—Podrías haberme llamado cuando has vuelto.

—Odias que te despierten. —Rió de nuevo—. Seguro que me hubieses gritado por ello.

—Yo nunca haría eso, Alec. ¿Por qué estabas aún despierto?

—No puedo dormir... —confesó—. No he logrado dormir ni una noche desde que estoy aquí.

—Puedo hacer algún hechizo para que duermas.

—No es cuestión de hechizos.

Magnus sonrió feliz y tironeó cariñoso de los bigotes de Chairman Meow que retozó sobre la sábana hasta quedar con la barriga al aire tentando a los dedos de su amo para que le rascaran.

—¿Intentas decirme que me echas de menos?

—Sí —contestó Alec.

—¿Cuánto tardas en venir? —Él no podía pisar el instituto Maryse le mataría si lo hiciera.

—Veinte minutos, diez si voy corriendo.

—¿Sabes qué necesitamos? —ronroneó Magnus. Alec esperó la respuesta sin decir nada—. Un portal.

—A mi madre le gustará tanto esa idea como la certeza de que siempre que desaparezco acabo en tu cama.

—Eso no es verdad —determinó en tono divertido—. A veces acabas en mi sofá o en la moqueta o en la mesa o en...

Alec soltó un bufido que Magnus había aprendido a interpretar como "deja de decir esas cosas tan abiertamente que me da vergüenza", algo que personalmente encontraba la mar de adorable.

—¿Vas a venir o tengo que mandarte una invitación por correo?

—Voy.

Tras colgar Alec se coló la cazadora negra y se volvió a calzar las botas que se había quitado apenas media hora antes. Abrió la puerta encontrándose a Isabelle en cuclillas al lado de su puerta con una sonrisa burlona en la cara.

—¿Te fugas para ir a ver a tu novio? A mamá le daría un infarto si lo supiera.

—Antes me has preguntado qué desearía —murmuró Alec mirándole con seriedad—. Que guardes silencio y no se lo cuentes.

—A sus órdenes general Alexander —contestó bromeando.

—Tonta.

Isabelle observó a su hermano alejarse por el pasillo corriendo como si fuese a apagar un incendio. Pensó que era bonito tener a alguien que te esperase a horas intempestivas de la noche o que te llamase sencillamente para oír tu voz cuando no podía dormir. Una lágrima le rodó por la mejilla ¿cuándo había empezado a envidiar la felicidad de su hermano? Era curioso. Siempre había creído entender cómo se sentía Alec viendo a Jace flirtear con todas las que se le ponían a tiro, pero no era hasta ahora que había empezado a comprender realmente cómo se había sentido todo aquel tiempo, ahora que Alec tenía algo que ella buscaba, deseaba y envidiaba.

«Me alegro mucho por ti, Alec.»

Isabelle se puso en pie, se estiró como un gato y recorrió el silencioso pasillo de vuelta hasta a su habitación.

«Si pudiera pedir un deseo, Alec, desearía que fueses inmortal para que nunca tuvieses que separarte de Magnus Bane.»

Fin

Escrito el 01 de mayo de 2011