viernes, 27 de mayo de 2011

25M XII.- Agua


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

XII.- Agua

«Es el sonido de las olas» pensó Ulrich adormilado intentando hacer memoria.

Las últimas horas regresaron perezosas a su mente evocando la imagen de un aeropuerto, el aviso de megafonía que anunciaba un vuelo intercontinental, la mujer sonriente que comprobaba los billetes y pasaportes, el asiento de clase turista, la falta de espacio para estirar las piernas, los cacahuetes rancios que ofrecían...

La intensa luz del sol teñía de naranja la cara interna de sus párpados.

«Así que es de día» se dijo a sí mismo. No estaba seguro de si ese dato arrojaba algo de luz a por qué podía oír el rumor de las olas.

Se había subido al avión, hasta ahí no tenía dudas pero ¿se había bajado? No lo recordaba, como tampoco recordaba hacia adónde había volado. Luchó por abrir los ojos pero no logró despegar los párpados. Una sombra se interpuso entre él y la luminiscencia del sol.

—Si sigues durmiendo ahí acabarás quemándote.

Era la voz de una mujer, pero era la de una mujer conocida. Sí. Por supuesto. La conocía a la perfección.

"Estoy despierto" quiso decir pero sólo logró articular un gruñido sin sentido alguno. Yumi rió.

—Sí, ya veo que estás muy despierto.

Las comisuras de los labios de Ulrich se curvaron en una sonrisa, si había alguien capaz de entender aquel ruido sin sentido esa era Yumi. Volvió a intentar abrir los ojos sin que estos le hicieran el menor caso. Estaba molido como nunca antes los había estado.

—Te dije que tendrías que haberte quedado a dormir todo el día, el jet lag es difícil de llevar.

¿Jet lag? Definitivamente había tomado un vuelo intercontinental. Oyó a Yumi suspirar.

—Iré a buscarte café con hielo ¿o prefieres una cola?

Ulrich emitió otro gruñido sin sentido que quería significar "lo que quieras". Los granos de arena se deslizaron provocando un sonido sordo cuando Yumi se movió y se alejó de él.

«Estamos en una playa» muy bien, hasta ahí había llegado su conocimiento de lo que le rodeaba. Pensó en que él estaba en París, pero Yumi no, ella se había marchado de Francia hacía dos años para poder estudiar algo de nombre complicado que implicaba aplicarse mucho.

Japón.

Ahora se acordaba. Yumi había vuelto a Japón para estudiar tres años en un seminario complementario de la carrera que había iniciado en París. Ella tenía vacaciones y él se había pedido unos días libres en el trabajo para poder verla porque la echaba tanto de menos que incluso le costaba conciliar el sueño.

Tras lo que le pareció una eternidad volvió a oír el sordo siseo de los granos de arena desplazándose bajo los pies de Yumi, notó como se sentaba a su lado.

—No te veo con muchos ánimos para tomártelo. —Yumi suspiró—. Se te está poniendo la espalda roja, al menos date la vuelta.

Pasó un buen rato durante el que intentó girarse como le había pedido ella, pero no le respondía el cuerpo. Sintió las manos frías de Yumi en la espalda y un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, algunas gotitas cayeron sobre su piel, supuso que procedían del pelo de ella. Yumi le empujó hacia a un lado con determinación hasta lograr darle la vuelta. Afortunadamente para la espalda de él la toalla era enorme, así que se libró de una buena quemadura por el calor excesivo del arena. Ahora el sol le golpeaba los párpados cerrados con insistencia.

Escuchó a Yumi volver a moverse, apartarse y volverse a acercar, clavar algo en la arena y segundos después la sombra de un objeto que difuminaba la luz del sol que caía sobre su cara. Supo que era una sombrilla cuando ella volvió a sentarse a su lado. Se preguntó si Yumi le estaría mirando y, en caso de que lo estuviese haciendo, cómo lo estaría haciendo. ¿Estaría enfadada, preocupada, triste, molesta...? ¿Se estaría mordiendo el labio, frunciendo el ceño o ambas cosas a la vez?

—Te dejo aquí la lata, procura tomártela mientras aún esté fría. Los refrescos con cafeína calientes son el peor invento.

Ulrich murmuro algo parecido a un "vale" antes de escuchar a Yumi zambullirse en el mar y después lo único que pudo hacer fue soñar. Soñó que Yumi volvía a Francia con él, que volvían a verse a diario, que volvían a compartir cama, casa y vida, que todo volvía a ser como antes. Lo que él consideraba un sueño fantástico.

Los granos de arena se movieron violentamente saltando por todas partes y resonando como si fuese una avalancha, Ulrich trató de abrir los ojos para ver quién corría hacia él armando semejante follón, como había ocurrido antes no pudo despegarlos.

Una buena cantidad de agua helada le cayó encima. Durante un segundo estuvo seguro de que iba a darle un infarto por el susto. Se había incorporado tan de golpe que hasta se había mareado. Apoyó una mano en la toalla, ahora empapada, y la otra en su frente con los ojos entreabiertos mientras el mundo oscilaba vertiginosamente.

De repente recordó que él no era el único que había ido a visitar a Yumi aquellos días, aunque sí que había sido el último en llegar.

Cuando todo dejó de moverse vio a Odd cubo en mano y una sonrisa de oreja a oreja, sin un atisbo de culpabilidad en su cara. Ulrich hubiese querido estrangularle.

—Empezabas a humear —dijo en su defensa.

En el mar Aelita, William y Jérémie reían, Yumi se había quedado en el límite entre el arena seca y la mojada con el brazo estirado de haber intentado detener a Odd.

—Al menos ya estás despierto —continuó el rubio bajando el cubo—. Para dormir podrías haberte quedado en la casa.

—Empieza a correr —gruñó Ulrich y se puso de pie chorreando agua, el mundo ya no oscilaba, ahora sólo le quedaba el cabreo.

Odd dejó caer el cubo, la sonrisa se le borró de la cara sin dejar rastro alguno, tragó saliva. Y huyó.

Yumi suspiró y esbozó una media sonrisa cuando sus dos amigos empezaron a jugar al pilla-pilla. Dio media vuelta y volvió a meterse en las frías aguas oceánicas de la costa de Tokyo. Le había costado acostumbrarse a la vida en Tokyo casi tanto como le costó en su día adaptarse a la vida en Francia, claro que en el país galo había tenido un buen aliciente para hacerlo.

Cuando oyó a Odd protestar a lo lejos a voz en grito supo que Ulrich había logrado vengarse satisfactoriamente de la bromita del cubo de agua, pero no se giró para ver que le había hecho.

Dejó que pasara el tiempo mientras conversaba con Aelita, nadaba o se reía viendo como William trataba de despojar a Jérémie de sus gafas. La tarde empezó a caer y con ello los ánimos fueron decayendo. La casa de Yumi quedaba a cinco minutos caminando desde la playa, Odd, derrotado por la venganza de Ulrich arrastró a sus compañeros hasta el apartamento de su amiga.

Ulrich para ese entonces ya estaba completamente despierto y Yumi se quedó para pasar un rato con él ahora que no dormía como una marmota bajo el sol. Ulrich comprobó que el agua del océano estaba mucho más fría que la del mar, reprimió las ganas de regresar a la toalla mientras, ella, divertida observaba como se metía en el agua salada.

—Está congelada —protestó antes de llegar hasta donde estaba ella, ya no hacía pie.

—No es verdad. —Rió—. Eso es porque te has quemado y la notas más fría de lo que está en realidad.

Pasó un brazo alrededor de su cintura y sonrió. La había echado mucho de menos.

—¿En qué nos quedamos en el aeropuerto de París?

Yumi le devolvió la sonrisa, le acarició el cuello, el vello de la nuca y después puso las manos sobre sus hombros. Acercó sus labios a los de él.

—No me acuerdo mucho —susurró en todo de broma.

—Deja que te refresque la memoria —contestó él.

Pero Yumi tenía un plan diferente a ese, hizo presión sobre los hombros de él y le zambulló con energía. Cuando Ulrich regresó a la superficie la encontró riendo, él sonrió de manera retadora.

—Esto es la guerra —declaró Ulrich intentando devolverle la jugarreta.

Ulrich recordó una cosa de su infancia, jugar en el agua le encantaba.

Fin

Escrito el 26 de mayo de 2011

jueves, 26 de mayo de 2011

Envejecer

Mortal Instruments y sus personajes son propiedad de Cassandra Clare.

Envejecer

Alec abrió los ojos. Aún era de noche, la habitación permanecía en una penumbra sólo rota por el resplandor amortiguado por las cortinas procedente de las farolas de la calle. Aquellas sábanas blancas, que había esperado que fuesen de colorines, se ceñían sobre su cuerpo desnudo en una especie de nudo imposible de deshacer. No le sorprendía despertarse de ese modo porque siempre le ocurría lo mismo.

Tumbado boca abajo giró el cuello para ver el sereno perfil de Magnus durmiendo a su lado. A veces Alec se hacía preguntas en noches como aquella mientras le veía dormir. ¿Cuántos años tenía Magnus? Se lo había dicho, una vez, tal vez dos, pero aquel número de tres cifras no parecía encajar en la imagen joven de su amante, no aparentaba más de veintidós o veinticinco a mucho estirar. Y él, que ahora era apenas un adulto, con sus diecinueve años recién cumplidos y sus rasgos aún algo aniñados que pronto comenzarían a cambiar. Algún día no muy lejano, y contando con que un demonio no acabase antes con su vida, empezaría a envejecer y llegaría el momento en que desentonaría a su lado. Magnus sería siempre joven y él no.

Envejecer no era lo que le preocupaba realmente, era el tener la certeza de que algún día dejaría de atraer a aquel brujo al que amaba.

Chairman Meow maulló desde alguno de los sofás de la sala como si le estuviese exigiendo que dejase de pensar cosas deprimentes y mandándole a dormir. Alec esbozó una sonrisa y acto seguido trató de deshacerse de las sábanas blancas procurando no moverse demasiado para evitar despertar a Magnus. Soltó una maldición entre dientes. ¿Por qué él acababa siempre envuelto como un rollo de primavera y Magnus desnudo y espatarrado cómodamente ocupando casi toda la cama? A veces sospechaba que era una treta del brujo para evitar que se marchase a media noche sin avisar.

—Aunque personalmente considero que estás irresistible de cualquier manera —musitó Magnus sin abrir los ojos—, permíteme decirte no te queda nada bien ese ceño arrugado.

—¿Te he despertado? —preguntó sintiéndose idiota.

—Ha sido Chairman Meow.

El brujo permaneció en silencio atento a los sonidos del exterior, Alec había pasado allí noches suficientes como para saber que de vez en cuando llegaban visitas no programadas en busca de alguna cura o algún favor y, que Magnus, siempre se mantenía en silencio como si durmiera hasta dilucidar de qué se trataba. Abrió los ojos y soltó el aire despacio, Alec supuso que simplemente quien fuera había pasado de largo.

Magnus se tumbó de lado y chasqueó los dedos, al instante, el cuerpo de Alec se vio liberado de la presión de la sábana blanca. Los ojos felinos de Magnus reflejaban la luz en las córneas haciéndolos brillar igual que los de un gato. Alec sabía que podía verle a la perfección a pesar de la poca luz de la habitación; los primeros días le había dado una vergüenza mortal la certeza de que podía ver su desnudez con claridad, ahora ya no le preocupaba.

Magnus estiró el brazo y prendió una de las lamparitas, no porque lo necesitase. Alec luchó contra el irrefrenable acto reflejo de cerrar los ojos hasta que se adaptasen a la nueva iluminación, las pupilas del brujo se convirtieron en dos finas líneas sobre el fondo dorado y verdoso de sus iris. Cuando el joven cazador de sombras pudo dejar de parpadear encontró el rostro del brujo a milímetros del suyo.

—A mí no me engañas Lightwood.

—¿De qué...?

—Te preocupa algo.

Alec le maldijo para sus adentros por saber leerle tan bien pero le perdonó al instante cuando le besó. Se apretó contra su pecho dejándose arrastrar por la marea de sensaciones que le provocaba la lengua de Magnus jugando con la suya. Sus dedos largos y delgados le dibujaban las finas cicatrices que tenía en la espalda desnuda de las incontables batallas, algunas de aquellas heridas las había sanado el propio Magnus. El Nefilim le acarició la nuca resiguiendo el camino de vértebras y músculos.

Cuando Magnus se apartó de sus labios y movió la mano derecha para chasquear los dedos, Alec pudo ver la marca fina y blanquecina de la runa de unión que él le había dibujado para la batalla contra los demonios de Valentine, él llevaba la equivalente, también en la mano derecha, y de algún modo le hacía sentir seguro de que lo suyo no era fruto de un juego pasajero. Los labios de Alec se curvaron en una sonrisa tímida pensando en que debería ser Magnus quien sintiera aquello ya que, él había creído estar enamorado de Jace y le había costado demasiado aceptar que a quien amaba era a Magnus Bane.

La sábana había reaparecido y esta vez les tapaba a ambos. Alec permaneció inmóvil acariciando los cabellos del brujo de manera inconsciente.

—Y ahora que te he hecho sonreír —empezó mientras frotaba su nariz contra la de Alec— dime que te preocupa.

Los dedos del chico detuvieron su caricia al instante y clavó sus ojos azules en los dorados de él. Magnus se dio cuenta de que esperaba que se hubiese olvidado del tema. Alec inspiró hondo para después soltar el aire poco a poco, Magnus ciñó un poco más el abrazo en una muda muestra de apoyo.

—Algún día pareceré un anciano y tú seguirás siendo joven, Magnus.

El brujo entreabrió los labios, acarició la mejilla del Nefilim. No había pensado en eso y tampoco había imaginado que envejecer fuese una preocupación para aquel muchacho acostumbrado a arriesgar la vida en cada lucha desde que apenas era un niño.

—Alec.

—Qué estupidez —farfulló con las mejillas teñidas de rojo encendido consiente del compromiso que significaba el plantearse envejecer al lado de un hijo de Lilith—. Olvídalo.

—Creo que olvidas con quien compartes cama joven Nefilim. —Sonrió mostrando aquellos dientes puntiagudos—. Soy Magnus Bane, el Gran Brujo de Brooklyn y no me he ganado ese sobrenombre convirtiendo a mundanos en ranas o haciendo juegos de adivinación en un tenderete callejero.

—No existen las pociones de la juventud eterna y no creo que haya ningún hechizo, conjuro o truco de magia que evite lo que es inevitable.

Los ojos azules de Alec destilaban tanta agonía que a Magnus se le hizo un nudo en la garganta; era dolorosamente cierto. No existían ese tipo de cosas, ninguna cura milagrosa contra el paso del tiempo. Quizá en el libro blanco, pero tenía serias dudas. En sus largos años de vida había perdido a demasiados seres queridos y amantes.

Alec enredó los dedos entre los mechones de pelo negro salpicados de colores de Magnus del mismo modo en que lo hacía cuando le besaba y empezaba a quitarle la ropa.

—Encárgate de disfrutar de cada segundo —le susurró contra los labios—. Eso es lo único que debe preocuparte, Alexander Lightwood.

—Cada vez que me llamas así me recuerdas a las broncas de mi madre cuando era un niño y me pillaba haciendo algo que no debía —contestó con el ceño ligeramente fruncido pero en tono divertido.

Chairman Meow volvió a maullar desde el sofá y sonó como un "callaos ya, que no me dejáis dormir". Magnus rió y Alec lo hizo también.

Las manos del brujo recorrieron la anatomía del Nefilim dispuesto a hacerle disfrutar un buen rato y borrarle las preocupaciones, todo de una sola vez.

Fin

Escrito el 25 de Mayo de 2011

lunes, 16 de mayo de 2011

ADQST 17.- Recuerdos II


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Recuerdos II

Lucerna, Suiza.
Jueves 1 de enero de 1981.

Aquel sótano era el peor lugar para pasar una tarde vacacional de invierno. Llevaba un grueso abrigo de invierno, la bufanda y unos guantes cortados que dejaban al descubierto la punta de sus dedos y una manta sobre las piernas. De algún modo había logrado controlar la tiritera a pesar de estar muerta de frío. Tenía los dedos helados pero no iba a darse por vencida. Esta vez estaba segura de estar a punto de lograr algo. Sentía la tensión en sus hombros y le dolían las cervicales pero se obligó a ignorar el dolor y el ligero mareo.

Los ordenadores habían desaparecido en favor de un inmenso monstruo informático de fabricación casera tan potente que parecía imposible. Waldo era increíblemente hábil fabricando ordenadores.

Anthea sonrió mientras tecleaba. Era un programa extraño, algo que jamás se le habría ocurrido probar, pero el hecho de que Waldo lo hubiese escrito le daba la confianza suficiente como para probarlo. El primer intento había acabado en un callejón sin salida informático, había repasado los códigos varías veces temiendo haberse equivocado en algo, pero estaba todo correcto. Pensó en rendirse, sin embargo una idea asaltó su mente y ahora la ponía en práctica rescribiendo ciertos puntos del programa.

Dejó de teclear e inspiró hondo cerrando los ojos. Cruzó los dedos un instante y después abrió los ojos verdes.

Que funcione.

Presionó el enter. La máquina emitió un bufido similar al de un gato mojado, Anthea se sobresaltó y miró la inmensa cpu con desconfianza. Los altavoces adosados a la pantalla lanzaron un pitido ensordecedor que la obligó a taparse los oídos. Hubo una bajada de tensión y uno de los fluorescentes del techo estalló. Después todo quedó en calma.

Respiró agitadamente debido al sobresalto y cuando se volvió para mirar la pantalla se quedó aturdida durante unos segundo.

Hola —sonrió a la imagen del monitor.

Pulsó el botón de apagado en la parte inferior de la pantalla, se deshizo de la manta, el abrigo y la bufanda y salió corriendo escaleras arriba.

El internado estaba vacío excepto por dos personas, ella y Waldo. El director se había ido a pasar un par de días con su esposa e hijos y la secretaria, que vivía allí y no tenía familia, había decidido que era un buen momento para viajar a un lugar más cálido que Suiza. El resto de alumnos y profesores tenían un hogar al que regresar y como era habitual se habían marchado el primer día de las vacaciones de invierno.

Caminó el tramo final de pasillo del ala del profesorado y se detuvo frente a una de las trabajadas puertas de madera. Llamó con suavidad.

Entra —contestaron desde el interior de la habitación.

Anthea abrió con calma. Waldo estaba en la cama con su raído pijama de franela y las mejillas rojas a causa de la fiebre. Le resultaba gracioso que un hombre capaz de pasar una semana entera sin pegar ojo no fuese inmune a la gripe.

¿Te sientes mejor? —preguntó la muchacha sentándose a su lado en la cama.

Sí.

Anthea le puso la mano sobre la frente e hizo una mueca.

Estás ardiendo —espetó.

Sobreviviré —replicó él sonriente.

La mano de Waldo le tapó los labios cuando ella se inclinó hacia delante para besarle, la decepción se reflejó en sus ojos verdes.

Te lo pegaré.

Me da igual —farfulló la chica—. Tenemos algo que celebrar.

Waldo sintió un escalofrío ante la idea que le había invadido la mente pero la descartó rápidamente, Anthea no mostraba ningún síntoma que apuntase a aquello y tampoco estaba seguro de si la vería contenta y animada si fuese ese "algo" lo que tenían que celebrar.

¿Tienes fuerzas para bajar al sótano? Piensa que pesas demasiado para que te arrastre de nuevo hasta la cama —arguyó poniéndose en pie—. Tal vez con una carretilla... pero tampoco podría subirla por las escaleras. Tendría que dejarte tirado en el suelo.

Él rió.

Estoy bien para bajar.

Se destapó, se calzó las zapatillas y siguió a Anthea por los pasillos hasta el hogar de su proyecto insólito y revolucionario. Anthea le ayudó a sentarse en la silla que minutos antes había ocupado ella y le tapó con la manta para que no cogiese frío y empeorase, finalmente se caló el abrigo y se enrolló la bufanda al cuello.

¿Se ha fundido la pantalla? —preguntó el profesor viendo en negro un monitor que siempre estaba encendido.

No. La he apagado yo —contestó con orgullo, se estiró por encima de él y llevó el dedo índice al botón de encendido—. ¿Estás listo? —Waldo asintió y ella pulsó el botón—. Te presento el mundo de tus sueños.

Frente a los ojos de Waldo Schaeffer había una inmensa pradera de hierba verde, cascadas, ríos, lagos, montañas y árboles. Entre aquella naturaleza artificial sobresalían unas edificaciones cilíndricas que, según su teoría, tenían que servir de puente entre el superordenador y el mundo real.

Anthea observó la reacción poco animada de él y se sintió algo decepcionada.

Lo siento —susurró—. ¿Querías hacerlo tú? Creí que...

Lo has reescrito —musitó él como si hablase para sí mismo—. Has reescrito el programa.

Yo...

Waldo negó con la cabeza y le acarició la melena roja.

No te disculpes, Anthea. Lo has hecho muy bien. Has encontrado las partes que preparé para que fallara.

¿Qué...? —La pregunta se le atascó en la garganta.

Los americanos no se detendrán ante nada para conseguir esta tecnología —declaró atrayéndola hacia él y la abrazó—. Pero ya no hay vuelta atrás.

Lo siento.

Waldo le dedicó una sonrisa febril.

Anthea, te presento a Xanadu.

¿Xanadu?

Como la ciudad mitológica.

º º º

Lucerna, Suiza.
Sábado 21 de febrero de 1981.

Desde que Anthea había activado Xanadu se habían concentrado en crear una versión reducida del superordenador, lo suficientemente pequeña como para llevársela rápidamente sin parecer sospechoso. No era una tarea fácil. Waldo se hizo con un viejo IBM, un ordenador tan anticuado que daba miedo, lo habían desmontado y vaciado. Habían clonado los circuitos y programas de su monstruo informático y los habían instalado en su viejo IBM. El Xanadu sin fallos estaba oculto en la antigualla y el Xanadu gazapo permanecía en la mole electrónica. En cuanto los americanos pusiesen en marcha a Xanadu este se formatearía y desaparecería.

Aquella mañana de sábado, Waldo había sacado su coche del garaje de la academia Sankt Jakobus, un Alfa Romeo GT de 1975 de un azul brillante. Había cargado el IBM en el asiento trasero y lo había tapado con una manta de viaje. Habían acordado que se lo llevaría ese mismo fin de semana y lo escondería.

El primer indicio de que algo no iba bien llegó a la hora de comer.

En el comedor de la academia, Waldo y Anthea permanecían rodeados de libretas y libros como tantos otros días. Ya a nadie le extrañaba verlos trabajar juntos y la relación que mantenían había pasado totalmente inadvertida, afortunadamente. La secretaria del director irrumpió en el comedor e informó al señor Maurer de que había recibido una llamada. Cuando el director hubo abandonado el lugar la secretaria se quedó allí.

Anthea la miró al notar la insistente mirada de la mujer.

Los bucles rubios le caían sobre los hombros enmarcando su rostro de piel blanca, labios finos y rojos y ojos azules. Su traje siempre elegante y bien planchado le daban un aspecto señorial impropio de una secretaria.

Anthea frunció el ceño, aquella mujer la ponía de los nervios desde el primer día, parecía decir con la mirada «eres escoria a mi lado», pero su mirada aquel día era diferente como la de quien sabe que va a ganar.

La secretaria le dedicó una sonrisa torcida, dio media vuelta y se esfumó.

No supo por qué pero sintió que si no se levantaba en ese preciso instante y salía junto con Waldo del comedor no lo podría hacer nunca.

Vámonos —espetó bruscamente a lo que Waldo respondió con una mirada llena de curiosidad—. Por favor. Salgamos de aquí.

Dame un minuto.

No. Ahora —ordenó recogiendo apresurada los papeles dispersos sobre la mesa.

Sin preguntas Waldo la ayudó a recoger y la siguió. En el vestíbulo se sorprendió al ver que ella caminaba en dirección a la entrada de la academia en vez de ir hacia el sótano, reprimió el interrogatorio al que quería someterla hasta que se vio frente a su coche y ya no pudo hacerlo más.

¿A dónde se supone que vamos, Anthea?

No lo sé.

¿A qué viene esto?

No lo sé —volvió a contestar.

¿Qué pasa?

Ella abrió la boca para volver a dar la misma respuesta, pero una ráfaga de disparos la silenció. En el interior de la academia se oían gritos, quejidos, lamentos y disparos.

Cuando volvió el silencio se dio cuenta de que estaba gritando y de que Waldo la sujetaba por los brazos. La mirada de él permanecía fija en los ventanales del comedor de la academia atento a cualquier movimiento. Tiró de Anthea con fuerza, abrió la puerta del acompañante y la empujó al interior del vehículo sin un ápice de delicadeza para después cerrar, saltó deslizándose por encima del capó del coche y se sentó al volante. Arrancó y tomó el camino asfaltado con un chirrido de neumáticos.

El coche estaba lleno de silencio, lo único que se oía era el motor. Waldo miraba insistentemente los retrovisores temiendo que les siguieran. Habían pasado dos horas desde que se habían montado en el coche e iniciado la huida. Anthea permanecía muda abrazándose a sí misma, los papeles habían acabado desperdigados a sus pies. Tenía miedo y frío. Temblaba.

La carretera estaba desierta y el sol invernal empezaba a ponerse. Waldo consideró que dos horas eran tiempo suficiente como para descartar que les siguieran. Despegó la vista de los retrovisores y miró a Anthea.

Estás traumatizada —declaró estirando el brazo para acariciarle la mejilla pero Anthea se apartó pegando la espalda a la puerta—. Anthea.

Tomó un desvío hacia un camino de tierra, seguramente la entrada a alguna casa apartada de la carretera por la que circulaban, cuando se aseguró de que desde la carretera no verían el coche paró el motor.

—Anthea.

Waldo suspiró al no obtener respuesta y bajó del coche, cerró la puerta con suavidad e inspiró hondo llenándose los pulmones con el aire helado. Rodeó el vehículo y abrió la puerta del acompañante, ella se apartó pero Waldo la sujetó con fuerza por la muñeca y tiró de ella.

—Sal del coche —dijo con firmeza—. Anthea, baja del coche ahora mismo. —Ella se limitó a forcejear tratando de huir hasta la otra puerta—. Si no bajas por voluntad propia te bajaré yo a la fuerza. Anthea.

Tiró de ella con más fuerza hasta haberla sacado del coche y Anthea dejó de forcejear. El aire gélido le golpeó la cara y la obligó a parpadear. Waldo le tomó el rostro entre las manos con suavidad.

—Anthea, vamos a ir a un sitio seguro, ¿me oyes?

—Es culpa mía… —susurró.

—No lo es, cariño.

—Yo puse en marcha Carthago. Es culpa mía…

—Yo te metí en ello. Si quieres culpar a alguien cúlpame a mí.

Anthea se dejó abrazar sin responder al gesto hasta que las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y sintió que si no se aferraba a algo iba a morirse. Cerró los puños sobre la camisa de Waldo y chilló y sollozó hasta que se quedó sin fuerzas para más, le dolía la cabeza de llorar, le ardían los ojos, le escocía la garganta y sentía una fuerte opresión en los pulmones.

A duras penas logró sentarse de nuevo en el asiento del acompañante pero fue incapaz de cerrar la puerta. Waldo se acuclilló frente a la puerta, permaneció sosteniéndole la mano que mantenía inerte sobre el regazo durante un rato, hasta que comprobó que estaba más tranquila y que reaccionaba a los estímulos con total normalidad. Le besó la frente antes de cerrar y volver a situarse al volante.

Arrancó con suavidad para no volver a sobresaltarla y condujo por el camino de arena hasta llegar al asfalto. Contuvo la respiración temiendo ver la luz de los faros de otro coche que revelaran que sí que les habían seguido, pero la carretera seguía desierta. Miró insistentemente por los retrovisores de nuevo en busca de la amenaza de los hombres de negro. Nadie.

—¿Adónde vamos? —susurró Anthea.

—A Heidelberg, conozco a alguien que me debe un favor —contestó pisando el acelerador y pegando la vista en el asfalto.

—¿Heidelberg? ¿La República Federal? —inquirió alarmada.

—Sí.

—¡Pero es territorio americano!

Waldo esbozó una sonrisa a su pesar.

—¿Estás dándome una lección de geografía?

—¿La necesitas? —farfulló ella. Empezaba a pasársele el susto.

—No estaremos mucho en Heidelberg —declaró—. Cuando tengamos visados alemanes iremos a Schwerin.

—¿Visados alemanes? ¿Schwerin? El muro...

—Se puede cruzar si sabes como hacerlo.

Anthea se mordió el labio. Había un centenar de preguntas rondándole por la mente pero no estaba segura de que plantearlas le diera respuestas. Alargó el brazo hasta rozar la mejilla de Waldo con la punta de los dedos, él retiró la suya del volante y sujetó la de ella.

—Todo irá bien si estamos juntos, ¿verdad? —musitó Anthea.

—Sí, yo cuidaré de ti.

º º º

Schwerin, República Democrática Alemana.
Sábado 28 de febrero de 1981.

Anthea estaba acurrucada en el colchón que habían dispuesto en el suelo de una casa abandonada y en ruinas. Waldo había salido hacía horas. No le había permitido acompañarle alegando que era peligroso. No le parecía mucho más seguro quedarse en aquella casa. No había protestado porque había comprobado que él sabía moverse a la perfección por allí y era consciente de que probablemente se convertiría en un estorbo.

Miró con hastío alrededor. La luz del sol se colaba entre las rendijas de las persianas rotas y otorgaba a los agujeros de bala un aire todavía más siniestro. El suelo estaba lleno de manchas marronosas que seguramente serían de sangre seca, el ejército de Hitler había cometido tantas barbaridades que era probable hubiesen fusilado a los propietarios de la casa en su propia sala de estar.

Los muebles oscuros parecían acecharla con sus puertas descolgadas y cajones entreabiertos, todo lo que había allí dentro parecía amenazarla. Descubrió que veía a sus perseguidores en cada sombra y en cada rincón.

«No puedo seguir así» pensó incorporándose.

Puso en marcha el pequeño generador que Waldo había llevado la noche anterior y conectó el viejo IBM. La imagen de Xanadu surgió perezosa en el monitor de baja resolución, Anthea sintió un escalofrío recorrerle la espalda. En aquel ambiente decadente Xanadu parecía sacado de una pesadilla.

La matriz de datos, que había instalado antes de que destruyesen su mundo, estaba desactivada, no le había dado tiempo a probarla. Anthea suspiró. Ese era un momento tan bueno como cualquier otro para activarla. Pulsó el enter y esperó mientras la barra de carga llegaba al cien por cien, entonces el millar de torres de Xanadu emitieron un aura vaporosa de color azul pálido.

Anthea sonrió satisfecha. Waldo tenía razón. El proyecto Carthago era un herramienta extraordinaria y lograrían hacerla funcionar.

º º º

Europa

Agosto de 1990

Estaba mareada. Se concentró en los sonidos a su alrededor.

Un líquido que goteaba de manera insistente «plic, plic, plic», un lejano zumbido como un ventilador demasiado viejo que se esfuerza por seguir en funcionamiento, y el eco de su respiración. El aire olía a humedad, moho y sudor.

Abrió los ojos despacio, fue inútil. Al principio creyó que el lugar en el que se encontraba estaba a oscuras, pero se dio cuenta de que una tela negra le tapaba los ojos.

Respiró atropelladamente ¿dónde estaba? ¿qué había pasado?

Intentó moverse. No pudo. Yacía de lado en el suelo de algún material parecido al cemento, algo rugoso y que le raspaba la piel del brazo desnudo y la mejilla. Tenía las manos atadas a la espalda y los tobillos y rodillas inmovilizados con lo que a todas luces debía ser cinta americana. No estaba amordazada podría gritar, pero permaneció en silencio esperando escuchar algo.

Le sudaban las manos, se le había formado un nudo en la garganta, se sentía mareada.

«Un ataque de pánico» pensó como si nombrarlo fuese a ahuyentarlo. «Respira hondo y mantén el aire en los pulmones cinco segundos. Suéltalo despacio» pensarlo no lo convertía en algo real, seguía respirando violentamente. Un sonido se aproximaba a ella inidentificable a causa de su mala forma de respirar.

—Veo que ya te has despertado, Anthea Hopper.

Era la voz de un hombre. Profunda, poderosa y serena. Hablaba en inglés con un acento que le hacía arrastrar las palabras. Millones de preguntas se agolpaban en su garganta pero el nudo atado por el pánico le impedía pronunciarlas. Boqueó un par de veces y lo dejó por imposible. Estaba bloqueada por el miedo.

—No esperaba un discurso, pero sí alguna palabra.

El hombre suspiró con un deje de exasperación.

—Algo como: ¿dónde estoy? ¿quién eres? —Hizo una pausa que le puso los pelos de punta—. ¿Dónde está mi hijita? ¿Cuántas balas le has metido en la cabeza?

»A la señora Anthea no le importa lo que le haya pasado a su hija. Menuda madre está hecha.

Quiso gritar pero su voz quedó convertida en un gemido estrangulado.

—¿Dónde está Waldo Schaeffer?

Anthea tenía una única respuesta a aquella pregunta: en algún lugar. Era su acuerdo. Si uno de los dos desaparecía el otro no perdería el tiempo buscando, huiría con Aelita a un sitio que el otro no conociera. Porque evitar que el proyecto Carthago cayese en malas manos estaba por encima del valor de sus propias vidas.

—Te lo volveré a preguntar. ¿Dónde está Waldo Schaeffer?

Anthea esbozó una sonrisa histérica que pretendía haber sido irónica. Si se lo preguntaba era porque había huido a tiempo y esperaba que se hubiese llevado a la niña con él o, al menos, que permaneciera oculta.

Empezó a tranquilizarse al poder razonar con lucidez. Aquella gente no habría matado a Aelita porque muerta era menos útil que viva. La habrían capturado y la tendrían allí, la estarían torturando para que ella hablase y les dijese todo lo que querían saber.

«Es un farol» se dijo a sí misma recuperando la compostura.

—Una vez más —siseó el hombre—. ¿Dónde está Waldo Schaeffer?

—¿CIA? ¿FBI? ¿Interpol? ¿ONI? ¿NIMA?

Oyó los pasos del hombre junto a su cabeza y contuvo la respiración. La sujetó por el pelo y le bajó la tela que cubría sus ojos arrancándole un mechón de rojo. Sintió que los ojos se le anegaban por el dolor, se mordió el labio y contuvo el quejido.

El hombre frente a ella la dejó muda. Lo conocía. Era el cabecilla de los hombres del presupuesto para el proyecto.

Ahora le había visto la cara, había establecido la conexión y supo que la mataría en cuanto tuviese lo que quería.

—¿Tú qué crees?

º º º

Estados Unidos.
1992.

Su vida se había convertido en alguna especie de rutina sádica. Cada mañana entraba alguien en su celda y trataba de arrancarle una confesión a golpes. No había un solo milímetro de su cuerpo que no le doliese. Aunque hubiese querido confesar dónde estaba Waldo no habría podido hacerlo. Se limitaba a esperar a que llegase la paliza que la mataría, ya no le parecía tan terrible la perspectiva de morir, de hecho le suponía un alivio inmenso pensar en que cada día que pasaba era un día menos para irse a la tumba.

La puerta se abrió, Anthea miró a su nuevo visitante con los ojos hinchados y amoratados.

«Es un crío» pensó mirando al muchacho que apenas aparentaba tener veinte años, después pensó en ella misma, en el aspecto que tendría de no tener la cara hinchada, en que su tiempo, de un modo extraño, se había detenido a los veinticuatro.

El hombre titubeó al verla tirada en el suelo con la ropa sucia y rasgada, ensangrentada y magullada. Anthea supuso que tenía peor aspecto del que se imaginaba.

—Me llamo Jethro Atkins —susurró intentando empatizar con ella—. Tú eres Anthea Schaeffer, ¿verdad?

—¿Y qué?

—¿Dónde está Waldo Schaeffer?

—No lo sé —respondió con un hilo de voz.

—¿Por qué no lo dices y ya está? —inquirió el hombre visiblemente incómodo—. Si me lo dices dejaran de hacerte daño.

En la garganta de Anthea se formó una risa que sonó ronca, una de las costillas que tenía rotas se le clavaba y le hacía daño pero no pudo dejar de reír.

—Aunque lo supiera no cambiaría nada —escupió con rabia—. Vendría tu jefe y me metería una bala en el cráneo. Nada más.

—Nosotros no somos los criminales —replicó ofendido—. Sois terroristas. Vuestros plan consistía en atentar contra la humanidad a gran escala.

Por segunda vez Anthea rió dolorida. Era lo más ridículo que había oído en toda su vida.

—¿Terroristas dices? ¿Tengo aspecto de terrorista? —Movió las muñecas encadenadas y sangrantes, Jethro retrocedió—. Mi marido y yo trabajábamos en un proyecto financiado por vosotros. Nuestro único pecado fue no poder hacerlo a vuestro gusto.

»¡Vosotros sois los terroristas y los criminales! ¡Casi matáis a mi niña! ¡Lleváis dos años torturándome para que os diga algo que no sé! —gritó tan alto como pudo—. ¿Es eso la justicia? ¿Esa es tu idea de "los buenos"? ¡Mantener a alguien encerrada en una habitación sin ventanas, siempre a oscuras, atada a una pared! ¡Pegarle día y noche...!

Antes de que pudiera acabar la frase, el hombre había avanzado y le había golpeado con tanta fuerza que la cabeza de Anthea chocó violentamente contra el suelo y perdió el conocimiento.

Continuará

Aclaraciones:

CIA: Agencia de Inteligencia Central (Central Intelligence Agency), junto con la NSA se encarga de recopilar datos mediante el espionaje. Tiene su sede en Langley, Virginia.
FBI: Oficina Federal de Investigación (Federal Bureau of Investigation), forma parte de la rama de investigación del Departamento de Justicia de Estados Unidos. La central del FBI se encuentra en Washington, DC.
Interpol: Organización Internacional de Policía Criminal. Fue fundada en 1923, en ella participan 188 países, es la segunda organización internacional más grande del mundo.
NIMA: National Imagery and Maping Agency, en 1996 cambió su nombre a Agencia Nacional de Inteligencia-Geoespacial (National Geospatial-Intelligence Agency, NGA). Forma parte del departamento de defensa de Estados Unidos así como de los servicios de inteligencia. Con sede en Bethesda, Maryland.
ONI: Oficina de Inteligencia Naval (Office of Naval Intelligence). Es una de las divisiones de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Fue fundada en 1882 lo que la convierte en la más antigua de todas. Su sede se encuentra en Suitland, Maryland.

Escrito el 15 de mayo de 2011

martes, 10 de mayo de 2011

ADQST 16.- Recuerdos I


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Recuerdos I

Se incorporó en la cama. Volvía a ser de noche, siempre era extraño volver al pasado y encontrarse haciendo algo que ya se había hecho, claro que había labores más tediosas de repetir que otras.

El salto en el tiempo no la había despertado, no provocaba una sensación tan intensa como para que lo notase mientras soñaba. Su portátil, que hacía las veces de puente entre Lyoko y su pequeña habitación, había emitido seis pitidos cortos con un sonido anticuado, la señal acordada entre su marido y ella.

La pantalla iluminaba un espacio limitado de la estancia con su luz blanquecina y difusa, prendió la lámpara de estudio sobre el escritorio y se sentó en la silla con ruedas. Abrió el mensaje con un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.

REMITENTE: Ζεύς
DESTINATARIO: Μνημοσύνη
ASUNTO: Καλλιόπη

Correr riesgos innecesarios nunca es una buena idea, querida Μνημοσύνη. Tienes que mirar para tu seguridad. Me preocupa que vuelvan a encontrarte, tú mejor que nadie sabe que no se detendrán ante nada para conseguir lo que llevan tanto tiempo buscando. Me preocupas Μνημοσύνη, deberías haberte apartado de todo. Tendrías que apagar todo el sistema de vigilancia y vivir una vida normal. Hazlo.
Καλλιόπη estará bien, yo la protegeré al igual que hacen sus amigos. Mantente al margen. No tengo forma de protegerte a ti y eso es lo que más miedo me da, sé lo poco que te gustan las órdenes pero obedece, aunque sólo sea por esta vez.
Te quiero, Ζεύς.

Las lágrimas surcaron sus mejillas. El primer mensaje en tantos años volvía más intensa la sensación de soledad. Era más fácil fingir que estaba de viaje de negocios o que estaba muerto. Ahogó el sollozo que se estaba formando en su garganta y pulsó el botón para responder.

REMITENTE: Μνημοσύνη
DESTINATARIO: Ζεύς
ASUNTO: Καλλιόπη

Señor Ζεύς, lamento informarle de que su petición no va a ser cumplida. No puedo hacerlo. Esto no es como cuando estudiaba y me pedías un trabajo de veinte páginas de un día para otro, ¿acaso puedes mantenerte tú al margen? Por tu modo de actuar veo que no. No me pidas eso, lo que sea menos eso.
¿Por qué me envías un mensaje? Habíamos acordado que nada de correo. ¿Qué me ocultas? ¿ha ocurrido algo? No me mientas ni trates de protegerme, soy perfectamente capaz de defenderme sola. He cambiado mucho durante estos años, te sorprenderías.
Te quiero, Μνημοσύνη.

Pulsó el botón de envío con el pulso tembloroso y esperó pero no hubo respuesta.

—Waldo, eres un idiota —farfulló.

Tres golpes en la puerta la hicieron tensarse en la silla. Cerró el portátil bruscamente con las mejillas rojas como si acabasen de pillarla consultando una página porno. Apagó los monitores de las cámaras de seguridad. Se puso una bata rosa pálido y abrió poco a poco. Una cara conocida le sonreía desde el otro lado de la hoja de madera.

—Señora Xenidis ¿se encuentra bien?

—Sí, no pasa nada.

—¿Me deja entrar?

Ella se hizo a un lado permitiendo que un hombre alto, moreno y de penetrantes ojos azules entrase. Pese a llevar un pijama azul algo ridículo su figura imponía un respeto que le cortaba la respiración, caminaba de manera elegante con sus anchos hombros siempre erguidos y su impresionante metro noventa y cinco de altura. A veces aún la asustaba tenerle cerca, aunque le debiese la vida.

—Anthea —susurró el hombre.

—¿Qué?

—¿Qué se trae entre manos?

Anthea frunció el ceño y se encogió de hombros. No iba a contarle lo del superordenador y la vuelta al pasado, mucho menos lo del mensaje de Waldo.

—¿A qué viene lo de "señora Xenidis" si después me llamas Anthea?

—Si prefiere que la llame Eurídice lo haré.

—No seas tan formal Jethro. —Suspiró—. Nos conocemos demasiado bien.

Jethro sonrió, en sus mejillas se formaron unos graciosos hoyuelos. Sus ojos azules exhibían una muda disculpa, no estaba orgulloso de lo que había hecho tiempo atrás, pero tampoco podía borrarlo y sentirse mal por ello no llevaba a ninguna parte. Le acarició la mejilla. Anthea le apartó la mano con un gesto brusco.

El hombre miró a su alrededor, el ordenador cerrado, las pantallas apagadas...

—¿Sigues buscando a tu hija? —preguntó sin apartar la vista del portátil. Anthea se puso tensa—. Ya te dije que puedo ayudarte si me dejas hacerlo.

—No la busco —dijo con aparente indiferencia—. Seguramente la mataron los tuyos.

—No son los míos.

—Trabajabas para ellos.

—De algo tiene que contar el hecho de no haber sabido para quién trabajaba.

—La ignorancia y la inocencia no eximen del pecado —citó las palabras que su abuela le decía cuando le pillaba robando galletas del bote de la cocina.

Jethro había sido uno de sus torturadores aunque el menos convencido.

—Si no quieres nada más —musitó la pelirroja—. Me gustaría irme a dormir.

—Por supuesto.

El hombre abandonó la habitación y Anthea echó el cerrojo de la puerta, al mirarla no le pareció tan segura como debería. Tomó la silla de madera y atascó el pomo de la puerta con ella. Podían tirar la puerta abajo a empujones, pero supo que si eso ocurría se despertaría antes de que lograsen entrar.

Se metió bajo las mantas y se acurrucó.

El mensaje de su marido la había desvelado. Le echaba de menos. Echaba en falta el modo en que le acariciaba la espalda cuando se despertaba después de una pesadilla en la que su madre con un agujero de bala en la cabeza se erguía para sujetarla por el cuello. Echaba en falta su vida. Y sobre todo echaba de menos a su hija.

—Aelita —susurró en la oscuridad.

º º º

Lucerna, Suiza.
Jueves 1 de febrero de 1979.

La interminable clase de historia había llegado a su fin de un modo irónico. El director del centro, un hombre bajo, calvo, enjuto y con una barriga sobresaliente, había llamado a la puerta del aula, mirado a los alumnos y después a la señora Leuthard que le fulminaba con la mirada. Aquella mujer odiaba las interrupciones aunque éstas tuviesen un buen motivo.

—Anthea Hopper —llamó el hombre.

Anthea en su pupitre dudó un instante en si ponerse de pie sería una buena idea o si en cambio recibiría el impacto de una tiza en la cara. Optó por ponerse en pie.

—Sígame señorita Hopper.

La muchacha obedeció mientras la señora Leuthard protestaba airada por la interrupción y por la rapto de una de sus alumnas. La puerta se cerró silenciando la perorata de la profesora.

—¿Ha pasado algo, señor Maurer?

—Uno de tus profesores quiere hablar contigo, Hopper —dijo el director como si le costase tener que hablar—. Nunca he tenido quejas de ti, Hopper. Esperó no empezar a tenerlas ahora. Siempre has sido una alumna sobresaliente.

La confusión se dibujó en los rasgos de Anthea. El señor Maurer no era de aquellos que te daban mucha información cuando hablaban. Era más tipo telegrama que tipo carta. No se le ocurría qué profesor podría querer hablar con ella, su media era la más alta de la academia Sankt Jakobus y jamás se había olvidado de hacer los deberes, dejado una pregunta en blanco en un examen o saltado una clase.

Sus pasos resonaban por los lúgubres pero elegantes pasillos que, al principio, le habían parecido asfixiantes y amenazantes y que ahora le conferían una sensación de tranquilidad y protección que le fascinaban. Aquel pasillo de altos ventanales, suelo de mármol blanco y negro y paredes de inmaculado blanco lo conocía a la perfección. Formaba parte del ala más moderna de la academia y allí estaba una de las aulas que más le gustaban por lo novedoso de la asignatura que se impartía.

—Entra —ordenó secamente el señor Maurer abriendo la puerta—. Señor Schaeffer, espero que sea indulgente con ella, sea lo que sea que ha hecho estoy seguro de que no se volverá a repetir.

Cuando Anthea hubo entrado el director cerró la puerta. Miró incómoda a su enigmático profesor de ciencias con su barba, sus gafas pequeñas y oscuras, su bata de laboratorio blanca y sus pantalones de pana marrones; no recordaba haber hecho algo para enfadarle. Se cogió las manos apretando los dedos.

—Tranquila, Hopper —musitó—. No te he hecho venir hasta aquí para reñirte o castigarte. Siéntate, por favor.

La muchacha tomó asiento en la silla más cercana a la puerta y la más alejada de él, sentándose en el borde casi en equilibrio. Estaba tensa.

—¿Te aburres en clase? —preguntó con una sonrisa divertida.

Anthea sopesó las posibles respuestas. Un sí sería mentir porque había asignaturas que le gustaban y divertían y, decir que no sería otra mentira la historia la aburría hasta niveles casi infinitos.

—A veces.

—¿Qué materias te gustan?

—Matemáticas, ciencias, literatura, física, química. —Hizo una pausa—. No es una asignatura propiamente dicha pero la informática me gusta también.

—Excelente. ¿Puedo llamarte Anthea? —Ella asintió—. Anthea ¿Te gustaría trabajar conmigo en un proyecto informático?

—¡Sí! —Se sonrojó, había contestado demasiado deprisa, sin pararse a reflexionar ni nada—. Quiero decir que... ¿qué tipo de proyecto, señor Schaeffer?

El profesor Waldo Schaeffer rió ante tanto entusiasmo y tan buenos reflejos para plantear la pregunta que se había saltado.

—Necesito probar mi teoría de que no explotamos las auténticas posibilidades que nos ofrece ésta nueva tecnología. Quiero crear un mundo dentro de un ordenador para poder ayudar a la gente.

Él consciente de cómo sonaba aquello esperó paciente a su reacción. Si le tomaba por un loco no podría culparla.

Anthea se deslizó hacia atrás por el asiento de la silla hasta apoyar la espalda en el respaldo. Había decidido.

—Sí, quiero. Participar.

—Muy bien —pronunció animado y tomó un dossier de la mesa que había a su lado—. Léete esto cuando puedas, no quiero que esta colaboración te retrase en tus estudios.

—Señor Schaeffer ¿por qué ha pensado en mí?

—Eres mi mejor alumna y la que muestra más interés en todo. Y por favor, llámame Waldo.

º º º

Lucerna, Suiza.
Domingo 9 de diciembre de 1979.

En el sótano de la academia Sankt Jakobus se desplegaba el proyecto utópico del profesor Waldo Schaeffer. Un puñado de ordenadores conectados entre sí, cientos de cables negros y gruesos que se enroscaban como serpientes, libros, dossiers, apuntes, teorías, mapas. Una pizarra llena de fórmulas matemáticas con la caligrafía y números redondeados de Anthea, correcciones con la letra apretujada e ilegible de Waldo. Y un silencio sepulcral sólo roto por el ronco zumbido de los ventiladores de los aparatos electrónicos.

Waldo bajó por la precaria escalerilla de metal y madera cargado con dos tazones en las manos. Se detuvo en el último peldaño y sonrió. Anthea se había quedado dormida con la mejilla apoyada en la madera del escritorio. Avanzó despacio procurando no hacer ruido, dejó los tazones a su lado en la mesa y miró su reloj. Las cuatro de la madrugada, no le extrañaba que se hubiese quedado dormida.

A sus dieciséis años aquella chica tenía más paciencia y era más tenaz que él a sus veintiséis. Puso la mano sobre su hombro y ella abrió lentamente los ojos verdes.

—Anthea, vete a la cama.

Inspiró hondo mientras se erguía. Miró el reloj en su muñeca con los ojos nublados por el sueño y después miró a su profesor.

—No tengo sueño. Estoy despierta.

—Ya lo veo —replicó él con humor—. Te he traído chocolate caliente.

—Gracias.

Anthea tomó la taza sujetándola entre ambas manos. Los ordenadores desprendían mucho calor pero seguía haciendo frío en aquel sótano en el que jamás entraba la luz del sol. Waldo se quitó la chaqueta de lana que llevaba y se la puso sobre los hombros a Anthea.

—No deberías pasar el día de tu cumpleaños encerrada en un sótano con un profesor aburrido.

—No tengo a nadie más interesante con quien pasarlo —farfulló molesta.

—Tus amigas.

—Ellas no me entienden. —Suspiró—. Sólo son mis amigas porque se me dan bien las ciencias.

Anthea dio un sorbo enfadada.

—Tómatelo y vete a dormir. Seguiremos por la tarde.

—¡Pero...!

—Pero nada. El sótano no va esfumarse porque te vayas a dormir.

Clavó la mirada enfurruñada en el humeante chocolate. Era cierto pero sentía que estaba a punto de llegar a un descubrimiento importante. Aquellas horas dedicadas al proyecto de su profesor eran el estímulo que necesitaba para soportar todo lo que le agobiaba del internado.

—Waldo —susurró—, ¿puedo hacerte una pregunta que no tiene nada que ver con el proyecto?

—Adelante.

—¿Por qué llevas siempre gafas oscuras?

—Me molesta la luz. —Se quitó las gafas revelando unos ojos de un azul tan claro que parecían irreales—. Y a la gente suelen darle miedo mis ojos.

Anthea se quedó clavada en aquellos ojos de ciencia ficción hasta que él se volvió a poner los anteojos oscuros.

—¿Asustada?

—No, son preciosos.

º º º

Lucerna, Suiza.
Martes 8 de julio de 1980.

Anthea corrió por el pasillo como si la persiguiera el mismísimo diablo.

Estaban en pleno periodo de vacaciones estivales, pero ella no tenía ningún hogar al que volver. Habían asesinado a su familia cuando no tenía más que cuatro años porque eran traidores de su patria. Tuvo suerte de acabar con vida y en una escuela como esa que le ofrecía un techo bajo el que dormir y un gran abanico de conocimientos.

Esa mañana al despertar, vio algo extraño en la entrada de la academia. Unos coches elegantes y negros, con los cristales oscuros. Le había inquietado ver aquellos vehículos, porque, de algún modo, le habían hecho pensar en la Luger P08 que había apuntado a la cabeza de su madre instantes antes de que no volviera a abrir los ojos. Giró la última esquina, abrió la puerta bruscamente y se precipitó a la carrera escaleras abajo.

—¡Waldo!

El profesor alzó la vista y, con él, sus tres acompañantes. Anthea frenó en seco.

Eran altos y fornidos. Uno rubio, otro moreno y otro castaño y no destacaban por nada en particular, si hubiese querido describírselos a alguien no habría podido hacerlo. A pesar de la poca claridad de aquel sótano los tres desconocidos llevaban gafas oscuras a juego con sus trajes negros. Anthea apretó la barandilla con fuerza tan asustada que creyó que iba a desmayarse.

—¿Quién es? —gruñó el hombre rubio.

—Es una de mis alumnas, mi ayudante.

Los tres hombres rieron como si cacareasen.

—Una mocosa —espetó el moreno.

El rubio rió ruidosamente al comentario del otro. El hombre castaño alzó una mano y la risa se evaporó como un charco en un día soleado.

—Silencio —ordenó el castaño—. Ven aquí, muchacha.

—Anthea, ven —pidió Waldo extendiendo la mano hacia ella.

Obedeció temerosa refugiándose detrás de su profesor. Le sujetó la manga de la bata blanca y pudo notar que él también estaba tenso.

—¿Acepta el trato o tiene que hablarlo con su… ayudante? —inquirió con retintín el castaño.

—Es una oferta muy tentadora —contestó Waldo—. Necesito pensar en ciertas cosas antes de aceptar. Si les parece bien les llamaré en unos días.

—Como quiera señor Schaeffer —replicó el hombre tendiéndole una tarjeta de visita—. Esperaremos su llamada.

Los tres hombres se encaminaron hacia la escalera con disciplina militar. Con el pie en el primer peldaño el hombre castaño, al que Anthea había reconocido como el líder, se detuvo y les miró.

—Pasen un buen día. Señorita, caballero.

Cuando la puerta del sótano se hubo cerrado, Anthea se soltó del brazo de Waldo y se movió hasta quedar frente a frente con él.

—¿Quién era esa gente?

—Posibles inversores para nuestro proyecto.

—No me gustan —declaró la muchacha—. Son siniestros.

—Pertenecen a los servicios de inteligencia americanos.

Anthea frunció el entrecejo y cruzó los brazos en un gesto que a Waldo se le había hecho tan familiar que ya conocía su significado. Algo no le cuadraba a su alumna.

—¿Has solicitado fondos?

—No.

—Entonces ¿cómo se han enterado del proyecto?

Waldo le sonrió.

—Esa es la pregunta que esperaba que hicieras, Anthea.

—Y esa pregunta ¿tiene respuesta?

—No una segura —musitó el profesor—. El director, seguramente. Es una buena oportunidad de conseguir dinero y prestigio para la academia.

—¿A-aceptarás?

Él suspiró, estaba en una encrucijada. Si permitía que los americanos se metiesen, su proyecto acabaría convirtiéndose en algo muy diferente a lo que él tenía pensado. En cambio, si rechazaba la oferta no tardaría en quedarse sin recursos para continuar y no tenía idea de cuánto tiempo le llevaría poder continuar.

—No lo sé —contestó con sinceridad derrumbándose sobre la silla.

Anthea se arrodilló frente a él, le tomó el rostro entre las manos y le clavó los ojos verdes. Se sentía extraña sin el uniforme porque eso les igualaba en cierto sentido, porque en esos momentos eran dos personas cualesquiera sin relación jerárquica.

—Acepta. Encontrarás el modo de evitar que lo conviertan en algo que no quieras.

—La perspectiva que tienes a los dieciséis no es la misma que tendrás dentro de unos años.

—¡Tengo casi diecisiete!

Waldo rió con ganas recordando cuando él tenía dieciséis y odiaba que se lo recordaran.

º º º

Lucerna, Suiza.
Martes 9 de diciembre de 1980.

Había recibido la escueta nota que Waldo le había dado junto con su examen de ciencias. Un simple «reúnete conmigo en el parque». El parque estaba fuera del campus y si no se daba prisa el autobús que llevaba a la ciudad se iría sin ella. Se puso un jersey de punto azulado con un pantalón tejano y sus deportivas. Se abotonó el abrigo de invierno y se enrolló la bufanda alrededor del cuello. Se cargó la mochila al hombro y corrió por el interminable pasillo hasta las escaleras que daban al vestíbulo y al patio donde esperaba el autobús. Tuvo que hacer señas al conductor para que esperase antes de cerrar las puertas.

El conductor la miró severo, no le gustaba retrasarse, ella se disculpó con una sonrisa y se dirigió a los asientos traseros donde nunca se montaba nadie. Desde allí apenas podía verse nada por la ventanilla y eso era algo que a ninguna de las chicas les gustaba porque después de pasar la vida entera encerrada entre las mismas cuatro paredes necesitaban ver un paisaje diferente. Pero a ella le daba igual.

Se bajó en la primera parada, nadie más lo hizo. Estaba a las afueras de la ciudad, un espacio que a ella le gustaba considerar tierra de nadie, ya que estaba a medio camino entre el campus de la academia y la ciudad.

Paseó con calma aparente en dirección al parque. Estaba hecha un manojo de nervios. Se preguntaba si él se habría dado cuenta o si, en cambio, no lo había notado. La admiración que había sentido por su profesor se había convertido en otra cosa y temía que se enterase y la apartase del proyecto porque eso significaría no volver a verle fuera de las horas de clase.

Se sentía tonta por haberse enamorado de un profesor, un hombre diez años mayor que ella, que jamás iba a tomársela en serio en ese sentido.

—Anthea.

—Hola. —Sonrió—. ¿Llevas mucho esperando?

—Ven. —Le tendió la mano.

Se dejó guiar entre los árboles. La mano de Waldo estaba caliente a pesar de no llevar guantes y le sostenía la suya con firmeza. Dejó a su imaginación divagar creando miles de opciones que en otro momento le habrían parecido estúpidas. Hasta que Waldo se detuvo.

—Feliz cumpleaños, Anthea.

Sobre el césped había una amplia manta de aspecto calentito y confortable y una caja de madera en el centro. Anthea le miró confundida.

—Te vendrá bien pasar tu cumpleaños lejos de un frío sótano. —Sonrió Waldo—. El aire fresco te sentará bien.

Reprimió las ganas de reír. El adjetivo fresco se quedaba corto para definir el aire invernal de Suiza. Hacía un frío que pelaba. Se sentía la punta de la nariz helada y estaba convencida de que la tendría roja.

—Nos congelaremos —determinó la muchacha.

—Ya había pensado en ello, he traído una manta más.

—¿Y qué vamos a hacer aquí?

—Comer algo.

Se sentaron sobre la manta y Waldo le echó la otra sobre los hombros. Sacó un pastel no muy grande del interior de la caja de madera y un termo con chocolate caliente, dos platos, dos vasos y cubiertos de plástico.

—Te vas a quedar congelado —afirmó Anthea viendo que Waldo se había sentado frente a ella y no tenía manta con la que taparse.

—No tengo frío —contestó pero no resultó convincente.

—Seguro —replicó ella con sarcasmo.

Anthea se levantó asiendo la manta con fuerza y se sentó a su lado echándosela sobre los hombros de modo que les tapase a los dos. Sujetó ambos extremos y notó la tensión en la tela cuando él se apartó ligeramente. Le miró con una muda pregunta en sus ojos verdes.

—No es buena idea, Anthea.

—¿Por qué? —inquirió con una inocencia encantadora.

Waldo le acarició el labio inferior con el pulgar y cerró la distancia entre ellos.

Cuando Anthea se preguntó por primera vez qué sentiría si besase a su profesor, pensó que su barba pincharía. Se había equivocado en eso.

Continuará

Aclaraciones:

Καλλιόπη: Calíope, es la musa de la poesía épica y la elocuencia. Siempre lleva una corona dorada, según algunas teorías la corona indica su supremacía sobre las otras musas. Es hija de Zeus y Mnemósine.
Μνημοσύνη: Mnemósine o Mnemosina, en la mitología griega es la personificación de la memoria. Es una de las titánides (hija de Gea y Urano) y es madre de las musas con Zeus. No confundirla con Mneme.
Ζεύς: Zeus, el Rey de los Dioses que supervisaba el universo y gobernaba a los dioses del monte Olimpo. Dios del cielo y del trueno.

Escrito el 09 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

ADQST 15.- Perdida


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Perdida

Le zumbaban los oídos.

Estiró el brazo y palpó a su alrededor en busca del cuerpo de otra persona, entre sus dedos se colaron las mullidas fibras de lo que semejaba ser hierba. Desconcertada intentó abrir los ojos, los párpados parecían pesarle toneladas al igual que el resto de su cuerpo.

Inspiró hondo pero no notó como sus pulmones se llenaban de aire, aquella sensación de ligera presión en las costillas no llegó. Volvió a inspirar hondo y retuvo el aire durante lo que le pareció una eternidad irreal, su cuerpo no le exigía que soltase el aire y volviese a respirar.

El zumbido se fue aclarando, no era un pitido ni nada similar, era la voz de alguien que chillaba. ¿Qué decía? ¿le hablaba a ella?

Sabía que era de día, sentía la calidez del sol sobre su piel, el mismo sol que hacía que la cara interna de sus párpados se tiñera de naranja. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?

—¡... torre! —aulló aquella voz torturada repentinamente clara—. ¡Entra en la torre!

¿Torre? ¿Había una torre? ¿por qué tenía que entrar en ella? Si no podía moverse ¿cómo iba a entrar?

º º º

Pirineos franceses

Miércoles 3 de enero de 1990

La nieve había dejado de caer hacía apenas cinco minutos y Aelita miraba deseosa el manto blanco que lo cubría todo desde detrás del cristal ligeramente empañado por el contraste térmico. Pegó la rosada mejilla contra la fría superficie del vidrio, quería ir a jugar en la nieve. Lo quería de verdad. Le encantaba la nieve, revolcarse por ella del mismo modo que le gustaba hacerlo en la orilla del mar con las olas rompientes en un caluroso día de verano, hurgar en ella hasta que los deditos rojos se le entumeciesen, hacer muñecos de nieve con pedacitos de carbón vegetal como ojos, boca y botones, nariz de zanahoria, ramitas como brazos y la bufanda de papá para que no se resfriase.

Alzó los bracitos y se dejó caer hacia atrás con el ceño fruncido sobre la multitud de cojines de colores que se apilaban sobre la alfombra persa. Quería ir a jugar con la nieve. Soltó un soplido y rodó sobre los cojines hasta que se le acabaron y quedó tendida sobre el frío suelo de madera.

¿Qué haces pequeña croqueta? —preguntó Anthea con una ceja alzada, cuando la veía hacer aquello le recordaba a su niñez, al modo en que su madre, después de bañar las croquetas en huevo batido, las deslizaba con energía sobre una fuente enorme repleta de harina, de punta a punta.

Me aburro.

¿Por qué no lees algo?

Aelita hizo un ruidillo de protesta y se abrazó las rodillas sin levantarse.

Ya sé, juguemos a algo. —La niña giró la cara, para ver a su madre, con expresión escéptica—. Vaya actitud.

Quiero jugar en la nieve.

Anthea suspiró.

La nieve en polvo es...

Peligrosa porque hace que te hundas —finalizó la frase de su madre, la había oído tantas veces que se la sabía de memoria—. Pero si nadie la pisa seguirá siendo igual hasta el deshielo.

Anthea, no ha nevado tanto. No le pasará nada.

La mujer le miró fijamente. En realidad la nieve en polvo no la preocupaba tanto. Se sentía observada desde hacía semanas. Al principio creyó que estaba un poco paranoica hasta que una tarde, al volver de comprar, comprobó con cierto temor que el dossier con falsa información clasificada no estaba en el mismo lugar donde lo había dejado.

Aquella mañana de hacía tres semanas, dando vueltas y más vueltas en la cama tras una larga noche de insomnio había planeado tenderle una emboscada a su espía o demostrarse a sí misma que estaba como una cabra. Convenció a Waldo para que fueran todos juntos al pueblo de al lado para hacer algunas compras. No fue fácil, pero a base de insistir lo consiguió. Cuando Waldo y Aelita ya estaban dentro del coche, ella, regresó a la cabaña aduciendo que se había olvidado el monedero, cosa que era mentira. Cubrió la mesa con un mantel de picnic con flores y cuadros y dispuso el dossier cebo de manera que, si se movía, lo notase con un rápido vistazo. Al regresar lo vio, apenas lo habían dejado descolocado unos cinco centímetros, pero era evidente que alguien había entrado en la casa.

Lo más sensato habría sido avisar a Waldo, pero temía que al hacerlo alertase a sus vigilantes e hiciesen daño a Aelita.

º º º

Jérémie bajó al trote las escaleras de L'Hermitage, se subió las gafas con la punta de los dedos.

—¡Hay una torre activada! —exclamó.

Los chicos saltaron, literalmente, de los asientos. Aelita tomó su teléfono móvil de la mesita y se lo llevó a la oreja.

—Llamo a Yumi —espetó corriendo detrás de los demás.

—¿Qué pasa? —contestó la nipona al otro lado de la línea.

—X.A.N.A. ataca.

—Vamos para allá.

Yumi colgó el teléfono y miró a William que acordaba con Charlotte Lafitte la firma del contrato de alquiler. Él captó la mirada de "problemas" y se disculpó atropelladamente con la mujer, recorrió el salón, tomó a Yumi de la mano y salieron a la calle como si fuesen a apagar un incendio.

William marchaba delante y ella, unos pasos por detrás, iba distraída y sorprendida de la alta actividad de X.A.N.A., sólo recordaba un periodo en el que atacaba constantemente y no trajo nada bueno.

—William —alzó la voz y él bajó la velocidad hasta ir a su paso—. ¿Qué es lo que quiere X.A.N.A.?

—¿Qué te hace pensar que lo sé?

—Intuición.

—¿Intuición tipo Jérémie?

Yumi le miró con una ceja enarcada y una sonrisa desafiante.

—Más bien una tipo Aelita.

—Ya…

Varios gritos hicieron enmudecer al muchacho, ambos se detuvieron en busca de su procedencia. La calle que discurría paralela al río estaba prácticamente desierta, sólo una mujer paseando a su caniche que se había asustado y, al igual que ellos, trataba de descubrir qué pasaba. Algunas personas giraron la esquina en tropel y pasaron junto a ellos huyendo, un cangrejo de Lyoko les perseguían disparando sus láseres. La calle se convirtió en caos. William sujetó a Yumi y se pegó a la barandilla mientras la abrazaba para evitar que la engullese la marea de gente histérica.

—En cuanto puedas corre a la fábrica, yo me encargo del cangrejo.

—No.

—¿Cómo? —preguntó con voz severa William.

—He dicho que no —levantó la voz para asegurarse de que le escuchara—. Ve tú a la fábrica, si hay que ir a Xanadu tú sabrás cómo hacerlo. Yo no podría.

—¡El cangrejo es peligroso!

Yumi puso los ojos en blanco y alzó la barbilla.

—Yo luchaba con cangrejos mucho antes de que tú te enterases de que existía Lyoko.

—Eso suena a "no sabes nada, tendrías que pasar una guerra como yo. Si hubieses combatido en Vietnam…" —dijo con humor—. Te pareces a mi abuelo.

—Ve a la fábrica, el cangrejo es para mí —espetó Yumi.

Corrió entre las patas del monstruo que de inmediato se lanzó a la caza de su auténtico objetivo. William masculló una maldición antes de retomar su carrera hacia la fábrica.

«Odd». Sissi había repetido tantas veces ese nombre en las últimas horas que empezaba a perder el significado. Había logrado arrastrarse hasta el enorme edificio con forma de torre como le había pedido aquella voz torturada, una vez dentro todo fue silencio. Allí en el interior de aquella construcción de paredes azules plagadas de números que bailoteaban frente a sus ojos, se abrazaba las rodillas enroscada en la plataforma brillante. Los números luminosos ya no le molestaban ni le mareaban y la luz pálida que brotaba del símbolo de la plataforma había dejado de deslumbrarla. No tenía frío ni calor. Tampoco tenía hambre.

No se había movido en horas y aún y así no le dolía nada, no se le habían entumecido las articulaciones ni dormido los dedos de las manos de apretarse las rodillas. Empezaba a tomar conciencia de lo que era aquel lugar. El Lyoko del que hablaban, el mismo Lyoko del diario de Ulrich que con tanto ahínco había tratado de descubrir y ahora que estaba ahí, sólo podía pensar en volver a casa y acurrucarse bajo sus sábanas blancas.

Aquel ente ya no estaba la había dejado allí sola y asustada.

—Odd...

Pensó en lo mucho que había odiado a Odd tiempo atrás. No le soportaba porque siempre se metía con ella. No sabía cuándo había cambiado ni por qué, fue de repente y no tenía sentido. Se preguntó si había sido por una de esas vueltas al pasado, porque le había estado mirando con rabia y un segundo después sintió que le invadía un profundo sentimiento de alivio por tenerle delante. Ahora le hacía sentir segura.

¿Se habría dado cuenta de que no estaba? ¿La estaría buscando?

—Estoy aquí, Odd...

La tapa de la alcantarilla se levantó vacilante y después, unas manos la empujaron con decisión. De las entrañas del alcantarillado salió Ulrich que ayudó a Aelita a subir a la superficie, después subieron Odd y Jérémie.

—No parece que X.A.N.A. haya lanzado un ataque todavía —masculló Odd que fulminaba con la mirada a su móvil por no dar señal cuando llamaba a Sissi.

—Demasiado silencio. —Ulrich observaba la entrada de la fábrica con el ceño fruncido.

—¡Eh! —exclamó William corriendo hacia a ellos—. Creía que estaríais ya en Lyoko.

—¿Y Yumi? —preguntó Aelita poniéndose tensa.

—Ya la conoces —contestó—, se ha ido a jugar con un cangrejo.

—¿X.A.N.A. ha enviado a un monstruo? —preguntó Jérémie tenso.

—Que sepamos, sí.

—No hay tiempo que perder entonces —espetó Odd retomando el camino hacia la fábrica.

Jérémie y Aelita le siguieron, había que detener el ataque de X.A.N.A. antes de que la cosa se torciese demasiado. Ulrich, parado frente a William, soltó un hondo suspiro y apretó los puños con fuerza.

—¿Y la has dejado sola? —La rabia inundaba sus palabras.

—Es lo que quería. —Se encogió de hombros—. Ve a ayudarla.

—¿Por qué? —gruñó.

—Me he dejado el traje de superhéroe en casa.

—No tiene ninguna gracia.

—No pretendía ser gracioso —masculló William caminando hacia la fábrica—. Ve y rescata a la princesa de las pinzas del cangrejo.

Lo primero que pensó Jérémie cuando se abrió la puerta del ascensor fue que había algo que no iba bien. La luz de la sala estaba encendida, la butaca frente al teclado y el holomapa mostraba la imagen 3D de aquel lugar llamado Xanadu. Aelita le agarró con fuerza el brazo, Jérémie la miró pero no logró descubrir si estaba tensa o asustada. Odd tragó saliva y avanzó cauteloso detrás de sus dos amigos.

Jérémie tomó asiento, se ajustó las gafas nariz arriba y se colocó el auricular en el oído.

—¿Qué pasa? —preguntó Odd inclinándose para ver mejor la pantalla.

—Silencio —ordenó Jérémie poniéndose un dedo sobre los labios.

Oía algo de fondo, como si estuviera muy lejos. Cerró los ojos y se tapó el otro oído con la mano. Sonaba como un sollozo, como alguien que lloraba y decía algo, alguna cosa que repetía una y otra vez. No sonaba como X.A.N.A. aunque tampoco era que supiera como sonaba su archienemigo. Se concentró en los pequeños detalles, los matices más sutiles. Era una mujer, estaba casi seguro. Pensó en Yumi y sacudió la cabeza, William acababa de decirles que estaba persiguiendo al monstruo; Aelita estaba a su lado, olía su champú y su colonia.

Abrió los ojos y miró con horror a Odd que le devolvió una mirada confundida.

—¿Sissi? —inquirió en un susurro el joven genio.

El ascensor volvió a abrirse y William bajó, observó a sus compañeros que parecían horrorizados.

En el exterior Yumi corría persiguiendo al cangrejo, por algún motivo la situación había cambiado. No podía dejar que aquello rondara a sus anchas por la ciudad aunque empezaba a intuir hacia dónde se dirigía. Necesitaba un arma.

El monstruo se detuvo y ella también lo hizo, estaban en la intersección donde el bosque se juntaba con el parque de Kadic. Trató de descubrir qué hacía allí parado mientras recuperaba el aliento. El cangrejo se balanceaba sobre sus cuatro largas patas como si bailase, ahora a la derecha, ahora a la izquierda.

Vio el resplandor de la batería de láser justo antes de que unos brazos se enredasen en su cintura y acabase rodando por el suelo. El rayo impacto donde había estado ella unas milésimas antes.

—¡Arriba!

La levantaron de un fuerte tirón del brazo y la arrastraron a la carrera mientras le cogían de la mano con fuerza. Una sonrisa nerviosa se dibujó en sus labios, el pelo castaño, la espalda ancha, la cazadora vaquera desgastada.

—¡Ulrich!

—He pensado que te vendría bien un poco de ayuda.

—Genial, pero vamos en dirección contraria. —Ulrich se giró para mirarla sin dejar de correr—. El cangrejo va hacia la escuela.

Él maldijo entre dientes y cambió de dirección. ¿Por qué atacaba la escuela X.A.N.A. si ya no tenía nada que ver con ellos?

En el interior de la fábrica el ambiente que reinaba era tan tenso que casi podía cortarse el aire con un cuchillo. El ataque de X.A.N.A. había quedado eclipsado por un problema aún mayor.

Odd apretaba los dientes curvado hacia delante amenazadoramente, clavaba los dedos en el reposabrazos de la butaca del superordenador en la que Jérémie se echaba hacia un lado, casi subiéndose sobre el otro reposabrazos tratando de huir de la ira de su amigo. No podía culparle por su reacción pero él tampoco tenía la culpa de que un "de momento no podemos hacer nada" le hubiera sacado de sus casillas.

William, que había demostrado tener buenos reflejos, había apartado a Aelita de donde estaba en el momento en que Odd se abalanzaba sobre la butaca, de no haberlo hecho hubiese acabado en el suelo.

—¡No pienso quedarme aquí de brazos cruzados!

—Sé razonable Odd. No puedo virtualizarte en Xanadu y no sé cómo solucionar lo del mar digital…

—¿No puedes recuperarla como hiciste con Yumi y William?

Jérémie le dedicó una mirada cansina a Aelita. Se ajustó las gafas.

—No, el superordenador no la reconoce.

—¿Por qué no? —preguntó William.

—Estaba controlada por X.A.N.A. así que el código virtual de Sissi que ha guardado el escáner no es el mismo que tiene ahora.

—No lo entiendo… —siseó Aelita.

—Es como cuando Odd se virtualizó junto con Kiwi, sus ADN se mezclaron.

—Pues arréglalo —ordenó Odd.

—No sé cómo. No es como en tu caso que tenía datos antiguos sobre tu ADN, no tengo datos sobre Sissi.

—Virtualízame, Jérémie —dijo William—. Por el momento sabemos que a mí el mar digital no me afecta y ya he estado en Xanadu. Así al menos no estará sola.

—Yo desactivaré la torre —afirmó Aelita.

—No puedes ir sola —murmuró Odd—. Iré contigo. —Sujetó a William por el cuello de la camiseta y le dio un fuerte tirón—. Más te vale tratarla bien, guaperas.

William le apartó las manos con firmeza pero sin brusquedad.

—Tranquilo.

—Bajad a la sala de escáneres.

Odd estuvo mascullando cosas inteligibles mientras el ascensor les llevaba a la sala. Jérémie, a través de la megafonía, les pidió a Odd y a Aelita que entrasen primero en los escáneres para virtualizarles. Aterrizaron en el sector del bosque con elegancia, a su alrededor todo parecía estar en calma, la torre activada se veía desde su posición.

—Vamos —pronunció secamente él.

Aelita le siguió con el entrecejo fruncido preocupada por cómo estaba llevando la situación.

William por su parte cayó sobre la amplia plataforma del sector del desierto. Miró a su alrededor como si esperase encontrar a alguien, a X.A.N.A. quizá. No estaba seguro. Allí no había nadie.

—Voy a saltar, Jérémie —declaró.

—De acuerdo.

—Oye... ¿estás seguro de que soy inmune al mar digital? —Se frotó la nuca, él no estaba demasiado convencido pese a lo que había dicho en la sala del superordenador.

—No. Pero es una buena teoría —contestó con sinceridad—. Si no lo eres no pasa nada. Puedo recuperarte con el programa de materialización que creé para Aelita. Con Yumi funcionó, así que no creo que falle contigo.

—Jérémie... —murmuró.

—¿Qué?

—Si me pasa algo. —Tragó saliva—. Prométeme que cuidarás de Yumi.

Jérémie permaneció en silencio lo que a William se le antojaron horas, finalmente contestó.

—Te lo juro.

William sonrió y saltó hacia el agua con los brazos extendidos, le sorprendió su reflejo antes de zambullirse. Su ropa se había vuelto negra y el símbolo de X.A.N.A. volvía a decorar su pecho. Entró en la torre y se palpó el cuerpo como si no creyese posible seguir teniendo uno.

En la fábrica Jérémie vio como la señal de William se desvanecía al tocar el mar digital. Se preguntó con aprensión si estaría bien, el programa de localización del superordenador estaba a punto de volverse loco tratando de localizarle. Se ajustó el auricular y le llamó, pero tal y como había supuesto, no hubo respuesta.

Abrió el canal con el sector del bosque.

—¿Me oís?

—¿Sissi está bien? —preguntó Odd nervioso.

—Sí, bueno, no lo sé aún —replicó—. Escuchadme. Tengo a William en el mar digital, así que no voy a poder estar por vosotros. Tened cuidado.

—De acuerdo, Jérémie —contestó Aelita.

—Jérémie —musitó Odd—. Confío en ti.

El chico se ajustó las gafas con una agradable sensación de orgullo. Retomó la conexión con el sector del desierto y esperó a que algo pasase. La pantalla fundió a azul y al instante apareció Xanadu con su tétrico relieve.

—Sigo vivo —dijo William observando su ropa que volvía a ser normal—. ¿Por dónde empiezo a buscar?

—Está en alguna torre —declaró aliviado.

—Por si el superordenador no te da una imagen de Xanadu, déjame decirte que hay por lo menos un centenar de ellas por plataforma.

—No puedo darte algo más exacto de momento.

—Vaaale —farfulló con desgana.

Caminó entorno al espacio que conocía de aquel mundo virtual.

—¡Sissi! —William observó las torres como si fuese a ver a través de ellas y encontrarla—. ¿Dónde estás?

No hubo respuesta.

Pensó, con un toque de humor negro, en que Xanadu parecía el escenario de una peli de terror del que fuese a salir un tío con máscara de hockey que perseguiría escaleras arriba a una universitaria americana que, por un motivo desconocido, acabaría corriendo en ropa interior y chillado como una loca por un jardín gigante de cuidado césped verde reluciente que no se acabaría nunca y clavarle un cuchillo gigante tantas veces que la dejaría como un colador. Siempre se echaba unas buenas risas con esas películas, pero no querría toparse con el tío de la máscara de hockey.

—¿Jérémie? —llamó al chico esperando que tuviese el canal de comunicación abierto—. No puedo ir torre por torre hasta dar con ella, un poco de ayuda me vendría bien.

—Un minuto —espetó secamente.

William se encogió de hombros, sólo esperaba que en ese minuto no apareciesen aquellas cosas que habían atacado a Yumi.

—¡Ey Sissi! ¡Grita si me escuchas! —bramó usando las manos a modo de megáfono—. Soy William. Me manda Odd.

Silencio.

El aura de todas las torres era azul aunque aquello, lejos de tranquilizarle, le ponía nervioso. Había algo diferente en Xanadu desde el día anterior. Sentía la presencia de X.A.N.A. como si le mirase fijamente el cogote.

Los peces chapotearon dentro del lago cristalino, William no pudo reprimir el impulso de girarse para mirarlos. Las ondas que se formaban en el agua cada vez que saltaban dibujaban extrañas formas sobre la superficie líquida. Quiso aproximarse para verlo más de cerca pero entonces todo quedó en calma. Los peces volvían a nadar tranquilos y el agua dejó de agitarse. Con el ceño fruncido se dio la vuelta y miró nuevamente las torres. Iba a llamar a Jérémie otra vez pero de su garganta no salió ningún sonido, se quedó con la boca abierta.

Hacía tanto que Ulrich y Yumi no pisaban la academia que tardaron un poco en orientarse, pero ahora ya no tenían problemas para saber a dónde iban. Habían recorrido la mitad del campus, pasando por el gimnasio desierto y finalmente se habían adentrado en el edificio de la residencia para refugiarse e idear un plan.

—¿Crees que le hemos despistado? —preguntó Yumi en un susurro.

Agazapados a oscuras en la vieja sala de calderas respiraban con dificultad después de la carrera que se habían pegado persiguiendo y huyendo del monstruo de X.A.N.A. Llevaban un rato en silencio esperando a oír algo que delatara que se acercaba o gritos en el exterior por cruzarse con un cangrejo gigante de ciencia ficción. Pero no se oía nada.

—No lo sé... Tenemos que alejarlo de la escuela.

—Suena fácil. —Pese al tono apenas audible que usaba, Ulrich notó el sarcasmo que teñía las palabras de Yumi—. ¿Se lo pedimos por favor? —Enarcó las cejas y Ulrich contuvo las ganas de reír.

—Hay que ser educado en cualquier situación, pero no creo que nos haga caso.

Yumi se recogió el pelo y se lo sujetó con un lápiz naranja de procedencia misteriosa ¿lo llevaba encima? ¿se lo había encontrado? A saber... la cuestión era que allí estaba. No era un detalle tan importante como para preguntar.

—¿Te acuerdas del ataque de la piscina? —Cuando las mejillas de Yumi se encendieron supo que sí, que se acordaba—. Pues haremos lo mismo… bueno más o menos. Tú por la derecha y yo por la izquierda, nos encontramos en cinco minutos delante de la antigua habitación de Jérémie.

—Vale —susurró incorporándose.

Avanzaron con sigilo entre las sombras hasta la puerta metálica.

—Ten cuidado —pronunció Ulrich con la mano sobre el pomo.

—Tú también.

Abrió sin más demora, se sonrieron mutuamente antes de correr en direcciones opuestas.

William apenas logró hilar sus propios pensamientos con la suficiente lucidez como para comprender lo que veía. La torre de Xanadu ya no era azul, ahora era blanca. Caminó hacia ella como si estuviera hipnotizado, como una polilla que vuela hacia una llama. Se formaron ondas rojas en la superficie cuando entró. Pestañeó.

En el suelo luminoso de la torre había alguien que se abrazaba las rodillas y repetía un nombre, una y otra vez, como si fuera un mantra «Odd, Odd, Odd...».

—¿Sissi...?

La muchacha alzó la vista, se levantó y se lanzó a los brazos de William como si fuera una tabla que flota en mitad del océano tras un naufragio. Temblaba, su falsa piel estaba helada. William la tomó por los hombros y la apartó despacio.

La ropa de Sissi era similar a la de Odd. Una ceñida malla blanca bordeada e hilada en rosa chicle la cubría casi por completo y, sobre ella, un trajecillo pantalón que se mantenía en equilibrio sobre su pecho sin mangas ni tirantes y abotonado con grandes botones blancos de arriba abajo y las costuras hiladas en blanco. Unos guantes hasta las muñecas, rosas y peludos, con una forma similar a los de Odd; y unas botas con tacón y hasta el tobillo como patas de conejo dibujadas por un niño. Dos grandes orejas blancas, alargadas y peludas asomaban entre su pelo negro recogido en una elaborada trenza adornada con flores azules y rojas.

William pensó que parecía la versión para todos los públicos de la conejita de Playboy pero no lo dijo.

—¿Estás bien?

Sissi trató de contestar pero de su garganta sólo salió un quejido lastimero, así que asintió.

—Menos mal —musitó—. ¿Jérémie?

El chico no contestó, estaría ocupado con el ataque de X.A.N.A. seguramente. La ayudó a sentarse sobre el símbolo luminoso.

—Escúchame, Sissi. —Se esforzó por infligir a sus palabras un tono suave y tranquilizador—. Tendremos que esperar un rato hasta que Jérémie pueda sacarnos. Odd está en Lyoko esperándote porque no sabemos como hacer que pueda llegar aquí. ¿Lo entiendes?

—No soy tonta —masculló.

—Lo sé, sólo quería estar seguro que comprendías la situación.

—Está luchando —afirmó la muchacha.

—Sí.

El motivo por el que Jérémie no contestaba era muy simple. La aparente clama del sector del bosque se había esfumado en medio de una lluvia de láseres y chorros de veneno.

—¿Es qué no se acaban nunca? —gimió Aelita tapándose la cabeza con las manos.

Avispones, cucarachas y bloques actuando en perfecta sincronía. Cada vez que eliminaban a uno otro ocupaba su lugar.

—X.A.N.A. no quiere dejarnos pasar —gruñó Odd.

Tener la torre tan cerca y no poder llegar a ella era frustrante. Odd disparó varias de sus flechas y abatió a tres de los bloques que fueron sustituidos al instante por otros tres. De su garganta brotó un grito de exasperación, se puso de pie y corrió hacia los monstruos disparando a diestro y siniestro, varios láseres impactaron en él y le hicieron rodar por el suelo.

—Odd sólo te quedan diez puntos —informó Jérémie con voz nerviosa—. Deja de hacer el tonto.

Aelita se arrodilló y juntos los dedos de sus manos, cerró los ojos, se concentró y entonó la melodía que activaba su poder de sintetización, el cuerpo de Odd quedó cubierto por rocas protegiéndole de los disparos.

—¿Puedes usar la marabunta? —preguntó Aelita.

—Lamentablemente no, Xanadu me quita la mayor parte de la memoria del superordenador.

—Estamos en un punto muerto —se lamentó la muchacha.

En Kadic Yumi había recorrido los pasillos desiertos de la residencia en busca de posibles armas. Encontró tijeras, rizadores de pelo, zapatos de tacón… nada útil. No era como cuando ellos estudiaban allí, siempre que necesitaba un arma sólo tenía que correr a la habitación de Ulrich, usar su copia de la llave y coger una de las que tenía colgadas en la pared o dentro del armario. Pensó en que tal vez tendría tiempo de acercarse al cobertizo del jardinero pero, en cambio, continuó su trayecto hacia la antigua habitación de Jérémie.

Abrió la última puerta que la separaba de su destino. Ulrich ya estaba delante de la puerta con el palo de una escoba en la mano.

—No he encontrado nada útil —musitó ella.

—Toma. —Él le entregó lo que en otro momento había sido el palo de una fregona—. ¿Alguna idea de por dónde anda el bicho?

—Me ha parecido escuchar ruido en el vestíbulo.

—Pues vamos.

Ulrich caminó delante de ella con cautela blandiendo su palo de escoba como si fuese su katana de Lyoko. Se asomó por la barandilla de la escalera y no vio nada, pero sabía que el no verlo no significaba que no estuviera allí, X.A.N.A. tenía muchos trucos. Los escalones parecían no acabar nunca, la madera que los recubría crujía ligeramente bajo el peso de sus cuerpos.

Saltó por encima de la barandilla del último tramo, impaciente. Las baldosas grises del suelo estaban arañadas observó todo el vestíbulo mientras Yumi acababa de bajar los últimos escalones. La puerta de la sala de la caldera estaba cerrada tal y como ellos la habían dejado, el pasillo que llevaba a los cuartos de baño de los profesores estaba a oscuras, la luz parecía haberse fundido y él no lograba recordar si cuando habían pasado ya no funcionaban.

Aguzó la vista tratando de ver a través de la oscuridad pero la claridad del sol que se colaba por la puerta abierta le impedía ver nada.

Yumi al otro lado del vestíbulo vigilaba la puerta que daba al exterior, pero no había ni rastro del endiablado monstruo. Ulrich se giró a mirarla y se encogió de hombros, tal vez se había marchado o ya habían desactivado la torre.

Las mejillas de Yumi empalidecieron y él supo que algo no iba bien. Volvió la cabeza y allí estaba cargando su láser, se apartó sin pensar rodando por el suelo. Yumi ahogó un grito de dolor, le había dado en el tobillo, se dejó caer al suelo con una mueca dolorosa.

Ulrich, molesto consigo mismo por reaccionar sin pensar, rodó por el suelo hasta quedar bajo las patas del cangrejo y le clavó el palo de su escoba en el vientre, el monstruo se tambaleó y lentamente se fue inclinando hacia adelante y no volvió a moverse. Estaba "muerto" pese a no haber estallado como en Lyoko.

—¿Estás bien? —le preguntó yendo hacia ella.

—No es nada, sólo un arañazo.

El muchacho se dio cuenta de que había cometido dos errores. El primero bajar la guardia con el cangrejo en paradero desconocido y el segundo dar por hecho que sólo había uno.

Sujetó a Yumi por la muñeca y la arrastró por el suelo apartándola del monstruo, no había sido demasiado elegante, pero al menos la había puesto a salvo.

Ulrich tomó el arma de Yumi y se encaró con el cangrejo. Y se dio cuenta de que acababa de cometer el tercer error del día. Estaba demasiado cabreado con su propia reacción como para evitar los riesgos innecesarios, no estaba en Lyoko, no se arriesgaba a quedar desvirtualizado, se arriesgaba a no contarlo.

La criatura de X.A.N.A. cargó su láser, consciente de que si se apartaba le daría a Yumi, estiró los brazos y permaneció inmóvil hasta que el disparo impactó sobre su piel desgarrándole la ropa. Cayó al suelo y se retorció de dolor.

Se recogió el pelo rojo con una goma. Era una mujer de recursos, aparte de una de las primeras hacker de la historia. Había robado secretos de los servicios de inteligencia de casi todos los países del mundo. Así que algo tan simple como detener un ataque de X.A.N.A. era pan comido.

Agitó los dedos en el aire y se puso a teclear. Esquivar los protocolos de seguridad del superordenador sin ser detectada por Jérémie Belpois no iba a ser fácil, pero aunque la pillara, jamás podría rastrear una señal que cambiaba de servidor a cada instante.

Por el rabillo del ojo observó como el cangrejo disparaba a Ulrich y como éste se retorcía de dolor en el suelo. Tenía que pararlo. Y tenía que hacerlo ya.

Era una imprudencia por su parte el entrometerse, pero la situación estaba atascada en un fuego cruzado que no llevaba a ninguna parte y había un muchacho a punto de pasar a mejor vida. Y, eso era algo, que no podía permitir.

Obtener acceso directo a Lyoko fue sencillo, lidiar con las torres sería más complejo, cabía la posibilidad de que X.A.N.A. le bloquease así que decidió que lo más sensato sería echarles un cable a los muchachos de Lyoko.

Desplegó un programa antiguo descartado en su momento porque no creyeron posible que algún día tuvieran que enfrentarse a la furia de X.A.N.A. Ahora le iba a ser muy útil. Lo activó evitando así que su ejército se regenerase, claro que el efecto apenas duraría unos minutos.

Continuó con su labor de conseguir acceso directo a la torre activada, una dura batalla. Tantos cortafuegos y códigos encriptados y tan poco tiempo. En sus labios se dibujó una sonrisa, los retos siempre eran un estímulo agradable.

Los chicos habían logrado abrir una brecha en las líneas de X.A.N.A., Aelita corrió hacia la torre. La sonrisa de la mujer de pelo rojo se amplió.

Aelita estaba entrando, pero le dio igual. Tenía acceso a la torre. Tecleó el código que había instalado ella misma hacía tantos años:

ANÍBAL.

Aelita puso la mano sobre el terminal flotante de la torre haciendo parpadear su nombre. Un chisporroteo azul saltó de la pantalla y ella apartó la mano y la sacudió, le había dado calambre como si acabase de meter los dedos en el enchufe. Vio unas letras parpadear antes de que los ceros y unos de las paredes interiores de la torre bajaran a toda velocidad del mismo modo que ocurría cuando desactivaba las torres, pero ella no había hecho nada.

—Torre desactivada —pronunció una voz femenina.

Aelita miró alrededor pero allí no había nadie. Claro que era imposible que hubiese alguien más. Cuando una torre estaba activada sólo podía entrar ella, tal vez William también, no estaba segura; aún en el caso de que él pudiese acceder aquella no era su voz, de eso estaba tan segura como de que necesitaba el oxígeno para seguir respirando.

—Buen trabajo, Aelita —dijo Jérémie desde la fábrica.

—No he sido yo.

—¿Cómo?

—Digo que yo no he desactivado la torre.

Yumi sentía la respiración violenta de Ulrich chocando contra su mejilla y sus manos aferrándola con fuerza en un abrazo histérico. A ella le dolían los dedos de las manos, se dio cuenta de que se los estaba clavando en los riñones, igual de tensa y crispada que él. Tras el disparo del cangrejo Ulrich se había lanzado hacia ella para protegerla de las patas afiladas del monstruo porque no había conseguido ponerse de pie. La herida del tobillo no era un simple rasguño. Yumi abrió un ojo y después el otro y soltó el aire aliviada. La pata del cangrejo se había detenido a escasos centímetros de ellos.

—Supongo que harán una vuelta al pasado. —La voz de Ulrich estaba cargada de adrenalina—. Por qué no sé cómo vamos a ocultar a semejantes bichos de los ojos del colegio.

—Estás herido —musitó Yumi.

No había visto la herida, sólo sabía que un láser le había dado en el estómago y ahora notaba la humedad que le calaba la camiseta. Aún sin verlo sabía que Ulrich estaba sangrando.

—Estoy bien.

La soltó poco a poco. Se tumbó boca arriba con una mueca de dolor, como si acabase de darse cuenta de lo que le había ocurrido. Yumi reprimió un grito, no tenía muy buena pinta. «Presiona la herida con algo» le dijo una voz en su interior. Se quitó la camiseta negra y la colocó sobre la herida a modo de gasa para ejercer presión y, con suerte, detener la hemorragia.

Ulrich apartó la mirada y cerró los ojos, pero no porque le doliera tanto que no pudiese soportarlo. Cuando la vio sujetarse la camiseta para quitársela supuso que llevaría una de tirantes o manga corta debajo, pero supuso mal. Había visto la cicatriz pálida que sonreía y la tela marrón chocolate del sostén y prefirió no seguir mirando. Eso era territorio vedado.

—¿Te duele? —Estaba preocupada, se lo notaba en la voz.

—Estoy bien —repitió.

—¿Entonces por qué no me miras?

«Porque no es una buena idea.»

—Estoy bien, en serio —contestó.

Yumi se sacó el móvil del bolsillo trasero de su vaquero y llamó a Jérémie para pedirle que hiciera una vuelta al pasado, que Ulrich estaba herido y que los cangrejos petrificados en mitad del vestíbulo de la residencia no pasarían por una escultura modernista por más que ella se empeñara en hacérselo creer a todo Kadic. Jérémie le explicó la situación tan resumidamente como pudo y le contó el por qué no podía hacerlo aún. Si saltaban al pasado no sabía que pasaría con Sissi, quizá ya no podrían recuperarla. Ella lo comprendió pero eso no cambiaba la situación.

Miró con agonía a su amigo que permanecía con los ojos cerrados y se tumbó a su lado sin dejar de presionar sobre la herida. Ulrich movió el brazo y le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

—Estoy bien, aguantaré.

—Más te vale —musitó cerrando los ojos—. Si te mueres y me dejas sola haré que te entierren en el vertedero municipal.

Ulrich soltó una risita, la creía capaz de profanar su tumba y arrastrarle hasta el vertedero para cumplir su amenaza.

Desde aquella habitación llena de pantallas podía ver todo lo que grababan las cámaras de seguridad del mundo entero. La vieja fábrica, la casa desierta del Pirineo francés, L'Hermitage, Kadic. Aquellos lugares estaban siempre visibles en las pantallas, eran los únicos sitios que merecían una atención constante. Por X.A.N.A. y por ella. Por aquella mujer que había arruinado el trabajo de tantos años.

La imagen que recibía del vestíbulo de la residencia de Kadic no le gustaba lo más mínimo. La chica japonesa y el chico alemán permanecían tumbados en el frío suelo de terrazo, ella estaba bien, él no. Necesitaban un salto al pasado. Si llevaran al muchacho al hospital no podrían justificar la quemadura del láser de un cangrejo, y si contasen la verdad nadie les creería. Llamarían a la policía y ésta descubriría la fábrica y el superordenador, la CIA no tardaría en deducir que "la mujer muerta" estaba vivita y coleando, oculta a la vista de todos con sus ojos verdes y pelo rojo delatores.

La mujer encendió un ordenador antiguo, tanto que parecía imposible que todavía funcionase. Pero aquello sólo era la vieja carcasa de un IBM, dentro se escondía el primer superordenador. El prototipo de Carthago. Los programas originales del superordenador. Exhaló un suspiro.

«¿No te has entrometido ya lo suficiente?» pensó enterrando la cara entre las manos. «Sí» se contestó a sí misma. Se estaba convirtiendo en la reina de las imprudencias. La mujer de pelo rojo suspiró. No sabrían separar el ADN de la chica del código de X.A.N.A., porque pensaban en X.A.N.A. como en un simple virus informático. No sabían qué era X.A.N.A. en realidad. Con el chico americano se las habían apañado bastante bien, pero seguía unido a X.A.N.A., las ondas rojas en las torres lo dejaban muy claro, pero por el momento no era algo de lo que preocuparse y si se daban cuenta podrían usarlo en su beneficio.

Determinó que no le quedaba más remedio que hacer aquello.

Abrió el correo electrónico del sistema interno del superordenador y tecleó.

REMITENTE: Μνημοσύνη
DESTINATARIO: Aelita Schaeffer
ASUNTO: Elisabeth Delmas.

En el amplio espacio para el texto del mensaje escribió un simple "descárgalo" y después adjuntó un archivo, el que había servido de plantilla para recuperar los datos iniciales del sujeto virtualizado. Un programa precario y desfasado, pero que por el sistema que empleaba era más eficaz, para ese tipo de problemas, que el que se instaló definitivamente en los escáneres. Presionó la tecla de envío y contuvo la respiración hasta que en la pantalla apareció el mensaje: "Entregado"; y al poco rato: "Leído".

En la fábrica Jérémie miraba fijamente la única palabra de aquel mensaje. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las cejas fruncidas dibujando dos profundas arrugas entre ellas. Se dio unos golpecitos sobre los labios y se echó hacia delante.

«Descárgalo»

Y lo hizo. Descargó el archivo adjunto casi sin quererlo. Porque iba dirigido a Aelita Schaeffer. Porque era un correo interno. Porque el asunto era Elisabeth Delmas. Porque X.A.N.A. habría empleado un estratagema como "Soy Franz Hopper..." para que lo hiciera. Porque, por algún motivo confiaba en el sujeto apodado Μνημοσύνη. Porque tenía la esperanza de que fuese un mensaje de Franz Hopper. Muchos porques. Y ninguno razonable.

Empezó a instalarlo.

Un Odd cabizbajo y alicaído entró junto con Aelita. Jérémie se levantó le puso una mano firme y afectuosa sobre el hombro. Había visto a Odd triste alguna vez pero jamás tan... derrotado.

—Puedes hablar con ella, si quieres —le dijo.

—Sí, gracias —musitó sin una pizca de ánimo.

Odd caminó hasta la butaca del superordenador y se puso el auricular en la oreja. Se forzó a sonreír e insufló un falso tono de tranquilidad y jovialidad a su voz.

—Aelita, tengo que hablar contigo —susurró Jérémie apenas en un hilo de voz.

—¿Puedes recuperarla verdad? —inquirió asustada.

—Sí, creo que sí, pero no es eso.

—¿Qué pasa? ¿Ulrich y Yumi están bien?

Jérémie suspiró, que Aelita entrase en pánico no iba a ayudarle precisamente.

—Sólo escúchame. —La muchacha le agarró con fuerza la camiseta y abrió los ojos desmesuradamente. Jérémie sintió ganas de reír, el abrir los ojos no la hacía parecer más tranquila. Le acarició la mejilla con el dedo pulgar—. He recibido un mensaje a través del sistema de correo interno del superordenador.

—X.A.N.A. —dijo Aelita de manera mecánica. Había usado aquel sistema una vez para hacerle creer que era su padre.

—No lo creo. —Ella se mordió el labio inferior y él lo liberó de la presión que ejercían sus dientes con el dedo—. Tranquila. Es de alguien cuyo nombre no sé leer, creo que es griego.

Un nombre griego, aquello le hizo pensar en su madre.

—Me ha enviado un programa para el escáner.

—¿Para el escáner?

—Sí. Creo que es más preciso que el que tenemos.

—¿Más preciso? —Frunció el ceño al instante, parecía el eco repitiendo a modo de pregunta lo que Jérémie le decía.

—No lo sabré seguro hasta que lo instale, pero sospecho que así es.

El superordenador emitió tres pitidos cortos, Odd miró a Jérémie confundido. Se situó al lado del chico y giró ligeramente el teclado para escribir.

—Puedes seguir hablando —le susurró a Odd.

El programa estaba listo, pulsó varios de los métodos abreviados que había memorizado años atrás para instalar el programa. Una de las peculiaridades del superordenador era que no había ratón y que no detectaba ninguno por más que él se empeñara, así que tuvo que aprenderse las combinaciones de teclas que había en el "manual" del superordenador escrito por Franz Hopper.

Una barra azul apareció en una esquina de la pantalla, se estaba instalando y lo hacía a toda velocidad.

—Tendrás que dejarme la silla.

Odd se levantó de un salto sin dejar de hablar con Sissi y Jérémie volvió a ocupar su lugar. «Instalación completa». Esperó no tener que arrepentirse de haber instalado aquello y que su intuición sobre el mensaje no fuese errónea.

—Dile a William que salga de la torre voy a hacer un escáner de ella.

Odd retransmitió la petición del muchacho y tranquilizó a Sissi asegurándole que no iba a dolerle, que era como un cosquilleo agradable.

—Odd —susurró Sissi.

—Dime —contestó alzando la mano indicando a Jérémie que esperase.

—Te mentí.

—¿De qué hablas? Eso ahora no importa...

—Cuando me dijiste que si salía contigo me ayudarías con Ulrich.

—¿Me hablas de Kadic? —farfulló confundido—. Da igual, cuéntamelo luego.

—No —determinó tajante—. No quería que me ayudaras con él, sólo era una excusa para seguir viéndome contigo.

El muchacho se frotó la barbilla con dos dedos mientras hacía memoria, la recordaba demasiado contenta cuando supo que Yumi se iba para no haber estado interesada en la ayuda con Ulrich.

—Sólo quería que lo supieras.

»Ya estoy lista.

Se puso de pie en el centro de la plataforma y cerró los ojos a la espera. Escuchó la voz de Jérémie.

—No te pongas nerviosa —le pidió Odd.

—No lo estoy.

Notó como sus pies dejaban de tocar el suelo, había estirado los brazos de manera involuntaria y el cuerpo entero le hormigueaba como si la recorriese una suave corriente eléctrica. Era agradable, Odd tenía razón. Sentía su piel caliente pero no tenía calor. Sus pies volvieron a tocar el suelo y Sissi abrió los ojos.

—¿Estás preparada para volver? —le preguntó Jérémie.

—¿Y... Odd?

—En la sala de los escáneres, esperándote —contestó.

—Estoy preparada.

Jérémie agitó los dedos sobre el teclado antes de activar el programa de materialización, se había quedado sólo frente al superordenador.

—Materializar William. Materializar Sissi.

Pulsó el enter y corrió al ascensor. Esperaba que hubiese funcionado. La puerta se abrió y él saltó afuera con los ojos desorbitados. Las puertas de la cabina del escáner estaban cerradas y emitía su peculiar zumbido. Aelita se mordisqueaba una uña inquieta arrodillada junto a William que, sentado en el suelo, estaba pálido como la cera aún bajo los efectos del complicado viaje de regreso desde Xanadu, y Odd que repiqueteaba con el pie en el suelo y mantenía los brazos cruzados con tanta fuerza que se le marcaban los delgaduchos músculos a través de la camiseta púrpura.

Las puertas se descorrieron inundando la sala de silencio. Salía una barbaridad de humo del interior de la cabina, nunca habían visto tanto, allí dentro no parecía haber nada. Jérémie creyó oír como Odd se crispaba y sintió pánico durante un instante, hasta que el humo empezó a disiparse y una figura ovillada empezó a intuirse en el suelo del escáner.

Odd se abalanzó sobre el aparato y la sacó del interior con tanta delicadeza que parecía imposible.

—Sissi... —susurró pero no hubo respuesta.

La mujer de pelo rojo esperó a que la cámara de la sala de los escáneres mostrara la imagen de la muchacha para activar una vuelta al pasado. El superordenador guardaba muchos más secretos de los que habían descubierto y los programas eran mucho más eficientes de lo que ellos creían, se habían limitado a rascar la capa de pintura que ocultaba la realidad del proyecto Carthago.

—Salto al pasado —musitó con una sonrisa satisfecha la mujer pelirroja antes de ser engullida por la luz blanca proveniente de la fábrica parisina.

Continuará

Aclaraciones:

Μνημοσύνη: Mnemósine o Mnemosina, en la mitología griega es la personificación de la memoria. Es una de las titánides (hija de Gea y Urano) y es madre de las musas con Zeus. No confundirla con Mneme.

Escrito el 01 de mayo de 2011