lunes, 28 de marzo de 2011

Alergia


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Alergia

Le picaba la nariz. Estornudó. Se sonó la nariz.

«Dichosa primavera» pensó con amargura «prefiero mil ataques de X.A.N.A. que la primavera».

Volvió a estornudar. Debería resignarse a estornudar hasta que se murieran las malditas flores cuando llegase el mes de agosto.

Una alergia al polen no era algo tan terrible como para preocuparse, sólo necesitaba antihistamínicos y no acercarse demasiado a los parterres de flores y floristerías. Pero el plan perfecto anti-alergia tenía un grave inconveniente:

El cumpleaños de Aelita.

Cuando Yumi cumplió los dieciséis años, él le prometió a Aelita que elegiría una fecha para su cumpleaños, al principio pensó en celebrarlo el día en que, según su libro de familia auténtico, había nacido, pero después creyó que no era demasiado oportuno porque le haría pensar en sus padres, así que eligió un día de primavera al azar.

El cumpleaños de Aelita tenía que ser en primavera porque ella amaba las flores y ¿en qué época había más flores? La primavera. Igual que sumar dos y dos.

Estornudó, se sorbió la nariz apesadumbrado y avanzó por el caminito de arena que conectaba la residencia con la puerta de metal que daba a la ciudad. Iba a ser un día duro.

Eran las siete de la mañana de un soleado sábado y ya iba con retraso, tendría que correr si quería llegar a tiempo a la parada del autobús. Así que con la nariz tapada recorrió raudo la distancia hasta su primer destino, cuando llegó tuvo que sentarse y boquear como un pez fuera del agua para llenarse los pulmones que le dolían y pesaban por culpa de la alergia.

A pesar de lo temprano que era el vehículo iba abarrotado de estudiantes y señoras con cestos y carros de la compra. Se las arregló para situarse en el espacio destinado a los cochecitos de bebés y las sillas de ruedas, allí había un poco más de espacio y sobre todo, barras donde sujetarse.

Se apeó en la última parada una hora después de haber subido. Inspiró hondo por la boca y soltó el aire despacio. Su segundo destino no quedaba lejos de allí.

Caminó las dos manzanas que separaban el autobús de la floristería de sus tíos, un enorme local acristalado repleto de flores. Cuando abrió la puerta la campanita tintineó.

—Bienve… ¡Oh Jérémie! ¡Santo Dios! Tienes un aspecto horrible. —Camille Belpois, salió de detrás del mostrador y abrazó a su sobrino de nariz enrojecida y ojos llorosos—. ¿Te encuentras bien?

—Sí…

—Tengo tu encargo preparado, pero dime ¿cómo piensas llevártelo?

Jérémie la miró confundido. Entonces cayó en la cuenta, él solo jamás podría llevarse todas aquellas flores, no había pensado en ello, los mocos le estaban volviendo idiota.

—No te preocupes, cielo —siseó Camille—. Tu tío os llevará a Patrick y a ti en furgoneta hasta donde vayas a hacer la fiesta.

—Gracias, tía.

—¿Quién es la afortunada? ¿La chica que trajiste en Navidad?

El rubor traicionero tiñó sus mejillas de rojo encendido, su tía rió y volvió a abrazarle.

—Están en el muelle de carga. Pasáoslo bien.

—Gracias.

El tercer destino del día era L'Hermitage. La tarde anterior Yumi, Ulrich y Odd habían estado haciendo limpieza mientras él entretenía a Aelita con un problema informático, con la condición de que él se encargase de los preparativos.

Tras descargar la furgoneta su tío y su primo regresaron a la floristería y él, estornudando, se puso a trabajar. Empezó a llenar los floreros de agua y después los decoró con las flores multicolor que había encargado. Los fue colocando cuidadosamente sobre los muebles asegurándose de no dejar una sola superficie sin decorar.

Abrió la mesa plegable que le había dado Yumi y la cubrió con el mantel de cuadros blancos y rojos. Colocó las sillas con sus respectivos cojines. Dispuso los vasos y los platos y dejó preparados los sándwiches y el resto de comida que había comprado para la ocasión.

Esperó paciente entre estornudos la llegada de Aelita, Odd, William, Ulrich y Yumi. Deseaba ver la cara de sorpresa que pondría al ver todo aquello, aquella fiesta organizada especialmente para ella, y cuando al fin llegó su expresión le fascinó.

Jérémie se esforzó por sonreír y fingir que estaba perfectamente, para que Aelita no tuviese que preocuparse por él. Comió, habló, rió, bailó… como los demás. Aguantó cuatro horas fingiendo que no ocurría nada. Al menos Aelita no se había dado cuenta, era una suerte, pero ya no aguantaba más.

Se derrumbó sobre la silla sintiéndose febril a causa de la falta de oxígeno, pero continuó sonriendo porque Aelita estaba contenta, se lo estaba pasando tan bien con los demás que, por mal que se encontrase, era feliz.

Algo frío se posó en su frente, abrió los ojos despacio y vio el rostro redondeado y sonriente de Aelita.

—Yumi me ha dicho que te de esto —dijo retirando el objeto frío de su frente, un vaso con un líquido oscuro y hielo—. Dice que te ayudará a respirar un poco mejor durante un rato pero que antes de dormir deberías ponerte un paño mojado sobre la nariz o tendrás que ir al médico.

—¿Qué es? —inquirió con voz mocosa tomando el vaso.

—Café con hielo.

Jérémie frunció el ceño, no le gustaba el café especialmente, prefería el chocolate. El café era amargo… Aelita rió como si acabase de leerle la mente.

—Le he puesto azúcar, seis cucharadas, tranquilo.

—Gracias.

Tal vez fuesen las cucharadas de azúcar o tal vez la sonrisa de Aelita sentada a su lado, pero aquella bebida fue la más dulce de su vida.

Odd se marchó el primero para encontrarse con su cita de la semana. William desapareció tras recibir una misteriosa llamada que le arrancó una sonrisa de oreja a oreja. Ulrich acompañó a Yumi hasta su casa, algo que en los últimos meses hacía casi a diario.

Les habían dejado solos, aunque ninguno de los dos pareció notarlo hasta que empezaron a recoger los restos de su fiesta. Embolsaron la basura después de barrer un poco, lo que quedaba lo dejarían para por la mañana, y pasearon hasta los contenedores cercanos a Kadic.

Jérémie estornudó varias veces y Aelita a su lado le iba pasando pañuelos de papel mientras se adentraban en el terreno de la academia desierta. Subieron las escaleras de la residencia procurando no hacer ruido para no despertar a ninguno de los alumnos o al propio Jim.

Frente a la puerta de la habitación individual que ocupaba Aelita se detuvieron. Ella se cogió las manos a la espalda y jugueteó con su pie en el suelo como una niña, sabía que él no iba a hacer nada más aquella noche, pero eso no significaba que no pudiera hacerlo ella, así que cuando vio que Jérémie se disponía a darle las buenas noches le abrazó con fuerza. El cuerpo del muchacho se puso rígido como tantas otras veces, a Aelita le hacía gracia aquella reacción porque era el único momento en que se sentía importante para alguien.

Inspiró hondo el olor a colonia de Jérémie.

—Gracias, Jérémie. Ha sido el mejor cumpleaños de toda mi vida… —Enterró la cara en el hombro del chico que permanecía tenso como si le apuntasen con un arma—. Pero no hacía falta que pusieras en peligro tu salud.

—No ha sido nada.

Aelita apretó el abrazo, alzó el rostro, se puso de puntillas. Ella no tenía inconvenientes en volver a dar el paso que Jérémie no se atrevía a dar. Cerró los ojos y juntó sus labios con los de él.

Las manos de Jérémie se posaron a ambos lados de la cintura de Aelita. No podía respirar, pero se sentía bien. Bien hasta que tuvo que apartarla para tomar una bocanada de aire. La expresión confundida de Aelita demudó a culpabilidad en décimas de segundo.

—Lo siento, Jérémie.

—No… hay… problema… —jadeó el muchacho sonrojado.

Aelita sonrió. Sí, era el mejor cumpleaños de su vida.

Fin

Escrito el 27 de marzo de 2011

miércoles, 23 de marzo de 2011

ADQST 14.- Pedazos



Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Pedazos

—¿Jérémie? —La voz débil apenas sonó.

—No, soy Yumi.

Los ojos verdes de Aelita buscaron los de su amiga en la penumbra de la habitación, las persianas estaban bajadas, las luces apagadas y la única luz que entraba se colaba por una rendija abierta de la puerta. No la vio hasta que le tomó la mano con suavidad.

—Te has desmayado en la fábrica.

—Jérémie...

—Está en la ducha, no creo que tarde en salir.

Aelita respiró aliviada, creyó que se habría quedado en la fábrica con el superordenador, con su vena neurótica y obsesiva no habría sido tan raro que se hubiese quedado allí.

—Aelita. Tengo que contarte algo. —Asintió lentamente—. El diario de William es desconcertante. No quería hablarte de esto hasta haber acabado de leerlo, pero... —Suspiró y apretó con fuerza la mano de su amiga—. Aelita, ese diario habla de ti y de tu padre, es vuestra vida.

—¿Y mi madre?

—No dice nada sobre ella, lo siento.

—Ya... ¿me lo leerás?

Yumi le sonrió con ternura y le acarició la mejilla.

—Claro. Te lo traduciré también para que puedas leerlo siempre que quieras.

—Gracias, Yumi.

—No hay de que.

Aelita clavó la vista en la mano de Yumi que sujetaba la suya con firmeza. Aquella mano la mantenía anclada al mundo real, estaba asustada.

La llave. Así la había llamado Odd, no lo comprendía y le daba miedo porque la llevaba a preguntarse quién demonios era Aelita Schaeffer en realidad. Se daba cuenta de que no sabía absolutamente nada de ella misma antes de salir de Lyoko, sólo lo que había en su expediente y que era como leer sobre la vida de otra persona. No era tan pequeña cuando entró en Lyoko como para no recordar nada, tenía doce años cuando ocurrió. Debería recordar algo.

—¿Estás bien? —le preguntó Yumi y ella asintió, tampoco podía decirle otra cosa—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿comida, bebida...?

—No quiero nada. Quédate conmigo.

Yumi no dijo nada, extendió su otra mano sobre la de su amiga y se la masajeó hasta que Jérémie entró por la puerta del dormitorio secándose el pelo con una toalla blanca que lanzó al suelo para abalanzarse sobre la cama al verla despierta. Yumi se retiró lentamente hasta la puerta y les observó un momento antes de dejarles a solas, no estaba nada convencida de que estuviese bien.

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Jérémie por cuarta vez a lo que Aelita suspiró.

—Seguro.

—Me he llevado un susto de muerte.

—Estoy bien, habrá sido una bajada de tensión.

Le puso la mano en la frente y torció la boca.

—No parece que tengas fiebre.

—Te digo que estoy bien —replicó irritada—. Déjalo ya.

—Va-vale...

Jugó nervioso con los dedos de ella, estaban fríos. Reprimió el quinto «¿seguro que estás bien?» en la garganta y tragó saliva como tratando de engullir y digerir la pregunta para que no quedase rastro.

—¿Te subo algo de comer?

—No tengo hambre.

—¿Agua?

—Yumi ya me ha ofrecido de todo. No quiero nada.

—A riesgo de que te enfades conmigo. Deberías comer algo.

Jérémie encendió la lámpara de la mesilla de noche a tiempo para ver que Aelita le había sacado la lengua como una niña pequeña. Se le escapó la risa pero se mantuvo firme.

—Tienes que comer. Llevas horas sin tomar nada.

Miró el reloj enfuruñada, Jérémie era un exagerado, sólo eran las nueve, no iba a morirse por estar tres horas sin comer.

—Son las nueve —dijo despreocupada.

—Sí, de la mañana, Aelita.

—¿Qué? —preguntó alarmada—. ¿Por qué no me has despertado?

—No hemos podido despertarte. Estaba a punto de llamar a una ambulancia para que te llevasen al hospital.

—No quiero ir a ningún hospital —replicó—. Estoy perfectamente.

Aelita se destapó y bajó las piernas hasta tocar el suelo con los dedos de los pies. Le gustaba la sensación de cosquilleo que le producía la alfombra peluda que había comprado en un mercadillo de París.

—¿Adónde vas?

—Al baño. —Suspiró—. ¿Quieres acompañarme para aguantarme el bolso? —ironizó con una sonrisa.

Jérémie enrojeció y negó con la cabeza alborotando sus cabellos rubios.

—Te prepararé un poco de café —le dijo mientras se dirigía a las escaleras—. Y tostadas con queso y miel. —Ignoró las protestas que le lanzaba desde la puerta del baño.

Cuando cerró la puerta, Aelita, se miró en el espejo, estaba pálida y su pelo estaba enmarañado, unas oscuras ojeras se extendían bajo sus ojos. No tenía muy buen aspecto, pero no se encontraba mal ni se sentía cansada.

Se quitó toda la ropa, dejándola arrugada dentro del bidet y se metió en la ducha. Abrió el grifo del agua caliente y esperó inmóvil bajo el chorro de agua hasta que estuvo demasiado caliente para soportarla, entonces giró el del agua fría y reguló la temperatura.

El agua quemaba un poco, ella solía ducharse con el agua más bien fría, pero por algún motivo su cuerpo se lo exigía así. Cerró los ojos y alzó la cara sintiendo el agua resbalar por su piel. No sabía por qué se había desmayado en la fábrica ni por qué lo único que recordaba con claridad era el "entonces no podemos estar seguros. Pero tiene lógica, porque Aelita es la llave de Lyoko" que había pronunciado Odd. Aquella frase le hacía pensar en su padre por algún motivo que no entendía, seguramente si su memoria no estuviese tan confusa lo sabría.

Se enjabonó el pelo con energía, dejándose embriagar por el perfume del champú de frutas del bosque, una de las cosas que Yumi le enviaba con regularidad desde su país porque sabía que le encantaba.

Mientras su cuerpo se relajaba, su mente parecía aclararse así que decidió ordenar un poco sus ideas.

Tiempo atrás ella, cuando se despertó, creía ser un complejo programa informático con una inteligencia artificial muy trabajada hasta que Jérémie le dijo que era humana, a partir de entonces empezó a preguntarse quién era y por qué estaba allí. Por aquel entonces su problema era que tenía demasiado tiempo para pensar y le daba demasiadas vueltas a todo, pero, a pesar de ello, no había hallado respuestas.

Fue Jérémie quien le confesó que era hija de Franz Hopper, el creador de Lyoko y el superordenador. Aquello fue algo que le costó horrores encajar y aceptar porque, el simple hecho de pensar que su padre la había metido allí, dolía. Cuando X.A.N.A. le robó toda la memoria junto con las llaves de Lyoko, su padre la devolvió a la vida y, además, le entregó también gran parte de sus recuerdos.

Entonces descubrió que Franz Hopper era un alias, que el verdadero nombre de su padre era Waldo Franz Schaeffer, que su madre se llamaba Anthea Hopper y que unos hombres con trajes negros la habían secuestrado frente a sus ojos en un paraje desconocido de montaña con nieve por todos lados. También había recordado las palabras de su padre «Waldo Schaeffer ha muerto, Aelita. A partir de ahora soy Franz Hopper, y tú, pequeña, eres Aelita Hopper, repítelo conmigo», se acordaba perfectamente de que lo repitió durante horas y que aquel cambio unido a la pérdida de su madre la habían hecho llorar desconsolada hasta que no le quedaron más lágrimas.

Recordaba L'Hermitage, los túneles subterráneos que la unían con la fábrica y otros que ya estaban allí cuando llegaron y que su padre había bloqueado para que no se hiciera daño explorando.

También se acordaba del día que entró en Lyoko y las últimas palabras de su padre «entra en la torre, Aelita. Volveré a buscarte». Y ella le había esperado hasta que se sumió en un profundo sueño que le arrebató los recuerdos.

Tras la huida de X.A.N.A. a través de la red, lo creían todo perdido pero hallaron el modo de seguir combatiendo en su contra. Habían permitido la entrada de William al grupo y tan pronto como entró lo perdieron, convirtiéndose en su enemigo involuntario. Habían descubierto que su padre seguía con vida. Franz Hopper o Waldo Schaeffer seguía allí, escondido en algún punto del mar digital, algún lugar al que X.A.N.A. no podía acceder.

Gracias al sacrificio de su padre habían vencido a X.A.N.A., al menos eso creyeron hasta que el superordenador volvió a ponerse en funcionamiento. Pero algo no encajaba con la muerte y resurrección de su archienemigo.

Al crear Lyoko, su padre, creó también a X.A.N.A. y por más que éste hubiese cambiado con el paso de los años y los saltos cuánticos del superordenador su código base debería seguir siendo el mismo. No hacía falta ser un genio en programación para saberlo. Así pues ¿cómo era posible que el antivirus de Jérémie creado a partir de los datos de Waldo no lo hubiese eliminado del todo?

«Traidor» aquella palabra del mensaje de su padre le volvió a la cabeza. El traidor al que se refería su padre había cambiado a X.A.N.A., tenía que ser eso. Pero ¿quién era el traidor? No podía ser uno de sus amigos ¿no? Eran demasiado jóvenes, aunque si lo pensaba bien ¿qué sabía de ellos?

Un francés, un almenan, un australiano, una japonesa y un americano. Jérémie, Ulrich, Odd, Yumi y William. Eran un grupo demasiado dispar y seguramente por ese motivo habían suscitado tantas preguntas entre el resto de Kadic cuando estudiaban allí. Además no eran el tipo de personas que congeniaban entre sí en situaciones normales. ¿El friki de los ordenadores con el popular? ¿La estudiante de intercambio con el payaso y rompecorazones oficial? Daba igual la combinación que plantease, ninguna le parecía plausible.

Si se ponía a ser desconfiada, cualquiera de ellos podría haber manipulado los datos de X.A.N.A. Jérémie que prácticamente vivía pegado al superordenador, Odd que resultó tener una tremenda habilidad para manejar los programas de virtualización y vehículos, Ulrich que había hecho una vuelta al pasado mucho antes de que le enseñasen a hacerlo, Yumi que aprendió más rápido que nadie a operar desde el terminal llegando casi al mismo nivel que Jérémie y ella. Y, por último, William, que aunque no había estado nunca a solas en la sala del superordenador podría haber modificado su código cuando X.A.N.A., a falta de una palabra mejor, se fusionó con él.

Era una locura el simple hecho de planteárselo durante un solo minuto. Eran sus amigos.

Seguramente, su padre, hacía referencia a alguien de su época y si lo había expresado en aquel mensaje tenía que ser porque ella había conocido al traidor en algún momento de su vida.

«Estupendo, papá. Si ni siquiera me recuerdo a mi misma» pensó con amargura.

Cerró los grifos y se envolvió en su cálido y suave albornoz fucsia. El mensaje de su padre tenía que ocultar otro mensaje que sólo ella pudiese entender aunque, en caso de que Jérémie tuviese razón, estuviese incompleto.

Se peinó por inercia sin desconectarse de sus pensamientos. Enchufó el secador y lo puso al máximo.

En caso de que su teoría fuese cierta, si le había parecido tan importante como para arriesgarse a mandar un mensaje, debía ser porque ese traidor estaba cerca. Si no, no tenía demasiado sentido que les advirtiera de ello, básicamente porque ya no servía de mucho.

¿Quién podía ser? Estaba como al principio. No. En realidad ahora tenía unas cuantas preguntas nuevas. Tendría que ingeniárselas para analizar el mensaje ella sola y confiar en que Yumi diese con la otra parte, teóricamente oculta en el diario.

Suspiró. Recogió el secador, metió la ropa sucia en el cesto y volvió a la habitación para vestirse.

Tomó un vestido de media manga blanco roto con una rama de cerezo estampada que le recorría las caderas soltando una lluvia de pétalos rosa por la falda, el escote era de aquellos que, por su forma, hacía que pareciese que tuvieras más pecho, quedaba ceñido hasta la cintura y después caía suelto hondeando con gracia. Otro regalo de Yumi. Si la ropa de Yumi se vendiese en Francia, estaba segura de que saquearía todas las tiendas.

Bajó con paso firme la escalera, al menos desayunaría en la mesa y no en la cama como una moribunda. A excepción de Yumi y Jérémie, que ya habían hablado con ella en el dormitorio, lo demás se abalanzaron sobre ella para acribillarla a preguntas, incluso Sissi que aún medía gran parte de sus acciones para no meter la pata. Después de repetir otro millar de veces que estaba bien y que seguramente no había sido más que una bajada de tensión, la dejaron sentarse en la mesa a comer las tostadas con queso de untar y miel. Sin embargo, aunque guardaban silencio todos sin excepción la miraban, algunos con más discreción que otros.

—¿Qué? ¿es la primera vez que me veis?

—Es que estamos preocupados por ti, princesa.

—Ulrich estuvo a punto de desmayarse en la fábrica y no estáis preocupados —refunfuñó enredando los dedos en su flequillito rojizo.

—No es lo mismo —añadió Odd solapando el bufido de su amigo por la alusión al incidente de la fábrica—. Él no es tan guapo como para que me preocupe lo que le pase —bromeó gesticulando de manera exagerada—, le falta un poco de esto y le sobra un poco de aquello, un poco más de aquello otro, un poco menos de eso tan feo y... ya sabes, ¿a qué me has entendido? Es como Gruñón, el de Blancanieves...

—¡Oye! —protestó Ulrich pero calló al ver que Aelita reía.

Conforme la mañana avanzaba el grupo empezó a separarse. Yumi y William salieron. Jérémie se enfrascó en una lucha encarnizada contra su portátil, Ulrich fue a trabajar, Odd y Aelita se acomodaron en el jardín a contarse los más jugosos secretillos y rumores, y Sissi se pasó las horas pegada al teléfono móvil negociando bolos para los Replika.

A mediodía volvieron a reunirse casi todos en el jardín L'Hermitage, Aelita, algo más animada y menos a la defensiva, preparó algo para picar mientras la comida acababa de hacerse. Se sentaron compartiendo las tumbonas.

Sissi, aún en el interior de la casa, escuchaba con paciencia el tono de llamada. Había llamado varias veces al móvil de su padre pero salía apagado todo el rato.

—Despacho del señor Delmas —respondió seca como el desierto Nicole Weber.

—Señora Weber, soy Sissi. —Rogó porque el episodio de amenazarla con el despido y el empujón hubiesen desaparecido de la memoria de la secretaria—. ¿Puede pasarme con mi padre?

—Lo lamento, Elisabeth —pronunció con retintín—. Tu padre no puede ponerse ahora. Llama en otro momento o mejor, no vuelvas a llamar.

Le colgó. La muy estúpida la había dejado con la palabra en la boca. Hundió la cara en uno de los cojines del sofá y chilló amortiguando así el sonido. Nicole Weber empezaba a caerle tremendamente mal, ¿cómo se atrevía a colgarle el teléfono? ¡A ella! ¡La hija del director del Kadic! ¡Su jefe! La odiaba, si no fuese un delito la estrangularía, la trocearía y se la daría de comer a los peces del río.

Suspiró apoyando la barbilla en sus manos que sujetaban con fuerza el cojín y cerró los ojos. Ese secreto, el que había tratado de descubrir con tanto empeño durante tanto tiempo, estaba volviéndola loca, casi preferiría seguir siendo una feliz ignorante.

Oyó un sonido a su izquierda pero no le dio importancia, seguro que algún mueble había crujido o se había caído algo, cosas de las casas viejas. Miró con fastidio su móvil.

—Esto es la guerra, Nicole Weber.

Se dispuso a volver junto a Odd, si tenía suerte podría convencerle para ir hasta Kadic, no era que le apeteciese tener niñera, pero mejor eso que otro encuentro desagradable con Hervé.

Fue una de esas cosas que ves por el rabillo del ojo, algo que sabes que no debe estar ahí y sin embargo está. Se giró poco a poco con los nervios crispados. Una nubecilla como un pedazo de algodón negro se balanceaba con gracia frente al espejo y, aunque no tenía ojos, parecía mirarla fijamente.

Sissi se movió lentamente y observó con aprensión aquella negra voluta de humo que parecía tener voluntad propia. Pegó la espalda a la pared y se arrastró por ella en dirección a la puerta de entrada de L'Hermitage, el humo permaneció suspendido en el aire sin moverse un milímetro. Continuó lentamente, temía gritar y hacer que se moviera y le hiciera daño.

Estiró los dedos de la mano y rozó el pomo, con el pulso tembloroso trató de abrir desesperadamente sin hacer movimientos bruscos. Escuchó saltar el pasador y la puerta cedió con suavidad, un rayo de sol se coló por la rendija. Casi estaba fuera, sólo un par de pasos más y sus amigos la verían y podrían ayudarle.

El humo se lanzó sobre ella entrando en su cuerpo.

X.A.N.A. respiró hondo llenando los pulmones de Sissi de aire. Abrió y cerró la mano de la muchacha sorprendiéndose de la respuesta tan satisfactoria. Buscó en su mente la manera de salir de la casa para ir a la fábrica, usase la puerta que usase tendría que pasar frente a sus enemigos, debía procurar no levantar sospechas.

Aferró el pomo de la puerta y salió al jardín delantero con paso firme y seguro. Los vio allí, bajo la sombra de los árboles, haciendo el vago, picoteando patatas fritas y tomando refrescos. Odd alzó la cara y miró a Sissi con una sonrisa.

—Sissi ¿adónde vas?

El símbolo de X.A.N.A. vibró en sus ojos mientras buscaba una excusa creíble.

—Tengo que hacer un par de llamadas y no tengo casi cobertura.

—Usa el fijo —le sugirió Aelita.

—Son internacionales.

—No importa.

X.A.N.A. sintió ganas de estrangular a su vieja enemiga, ¿no veía que era una excusa para escabullirse?

—Me irá bien estirar las piernas.

—Te acompaño. —Odd se puso de pie y se sacudió el trasero, X.A.N.A. estuvo a punto de resoplar, sólo le falta el gato morado gigante haciéndole de niñera—. Cerca de Kadic hay buena cobertura.

—No —contestó con tono exasperado—. Quiero ir sola, necesito pensar y airearme.

»No voy a ir a Kadic. Puedes volver a sentarte —agregó tajante.

Avanzó con decisión ignorando a los muchachos que mantenían sus miradas fijas en el cuerpo de la chica.

Sissi había sido su primera víctima, le gustaba adueñarse de su cuerpo porque había logrado una especie de unión entre ellos aún más profunda que la que poseía con William. Aquel cuerpo cuidado y frágil era un vehículo extraordinario, podía moverse con una libertad fascinante.

Un pie delante de otro, así de sencillo, no tenía ni que pensarlo, sólo hacerlo. Continuó adelante por el sendero que llevaba directo hasta la fábrica.

—Tengo un mal presentimiento —farfulló Odd que se había quedado de pie.

—¿Por qué? —Ulrich se encogió de hombros.

—Está rara.

—¿Quieres decir? Yo la veo como siempre.

Odd le miró con las cejas fruncidas. Ulrich la conocía desde hacía más años pero no tenía ni idea de cómo era de verdad, se había quedado en la imagen que ofrecía a los demás, la fachada repelente que había alzado porque temía que le hicieran daño.

—Sí, está extraña. Si no quisiera que le acompañase habría resoplado y dado golpecitos con el pie en el suelo, si estuviera enfadada habría girado la cara sin mediar palabra y habría salido por la puerta como un huracán. —Señaló a su amigo con rabia y bajó el dedo poco a poco, él no tenía la culpa—. Esa reacción no le pega, da igual cuanto trates de justificarla, no cuadra con Sissi Delmas.

—Seguro que no es nada, Odd —trató de tranquilizarle Jérémie.

Las facciones de Odd dibujaron una mueca nada convencida, pero se sentó con las piernas cruzadas y doblado hacia delante como si le doliese algo. La visión de X.A.N.A. le había puesto un tanto nervioso.

—Quizás sólo necesita estar sola un rato —medió Aelita. Odd la miró con el ceño fruncido—. Bueno... sólo era una teoría.

—Déjalo —siseó Ulrich—. Ahora el raro es él.

Odd suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Dónde están Yumi y William? —Ulrich le lanzó una mirada envenenada y Odd sonrió satisfecho—. No les he visto desde el desayuno.

—Creo que han ido a mirar un piso —murmuró Aelita.

—Genial.

Aelita parpadeó sorprendida por el gruñido de Ulrich, alzó las manos y las movió frente a su cara negando.

—No, no, no. No es eso. Quiero decir que Yumi ha acompañado a William a mirar un piso —explicó con torpeza dándose cuenta de que lo que acababa de decir no aclaraba nada—. Un piso para William, sólo William, bueno, a lo mejor William y un amigo o amiga... Pero no para Yumi, ella se queda aquí.

La muchacha suspiró al ver las caras divertidas de los tres jóvenes.

—Me hacéis sentir tonta.

—Perdona, princesa, ya sabes que los tontos somos Ulrich y yo, él el tonto gruñón y yo el tonto gracioso e irresistible, Yumi la estudiante sexy de intercambio con un país exótico, Jérémie es el genio alias Einstein, William el guaperas rebelde y Sissi la chica mala reconvertida en buena, búscate otro papel en la obra. —Odd le guiñó un ojo bromeando—. El de top model, sex symbol, presidenta de la República...

—Idiota. —Rió.

º º º

Berlín Oeste, República Federal Alemana.

Jueves 9 de noviembre de 1989

—Dios mío... —susurró Anthea abrazando con fuerza a Aelita.

—Sabíamos que ocurriría. El mundo está cambiando.

—Pero, Waldo ¿qué vamos a hacer ahora?

El hombre de gafas oscuras se mesaba la espesa barba mientras pensaba. En la Alemania dividida y castigada por la Segunda Guerra Mundial habían encontrado un refugio más seguro de lo que jamás creyó posible. La situación y el hermetismo de la población temerosa de las represalias habían contribuido a su seguridad.

Aelita, entre los brazos de su madre miraba fascinada la televisión donde la gente blandiendo martillos golpeaba aquel alto muro que hacía que existieran dos países donde antes solo había uno, no lo entendía muy bien. Sabía que un hombre con bigote había hecho algo malo y que todos los alemanes recibían el castigo.

—¿Qué hacen?

—Derriban el Berliner Mauer.

Berliner Mauer, Antifaschistischer Schutzwall, Schandmauer —canturreó la pequeña. Habían recorrido furtivamente ambas Alemanias pagando a los guardias bajo mano y ella había aprendido todos los motes dados al muro según donde estaban—. ¿Por qué lo hacen? ¿Ya nos levantan el castigo? ¿Nos hemos portado bien?

Waldo le sonrió. Seguramente no lo entendería aunque se lo explicara.

—Sí, ya no estamos castigados.

—Escúchame Aelita —dijo Anthea con seriedad—. Vamos a irnos de viaje, ¿verdad, Waldo? —Él asintió.

—¿Podemos volver a Lindau?

Anthea le apretó los bracitos con fuerza sus ojos verdes destilaban pánico. Waldo puso las manos sobre los hombros de su esposa y los masajeó, cuando aflojó el agarre, alzó a Aelita y la sentó en su regazo. Anthea era más consciente que él de lo que significaba ser considerado un traidor y las consecuencias que acarreaba.

—Nos marcharemos de Alemania y no volveremos nunca —declaró con voz profunda y serena—. Iremos a un país diferente, te gustará, ya lo verás.

—Pero papi... yo no quiero irme de Alemania.

—Dime Aelita, ¿hablas francés?

Ouï.

—Pues iremos a Francia ¿te gusta Francia?

Aelita miró a su padre y después a su madre y puso morros.

—No.

Waldo soltó una carcajada mientras los primeros cascotes del Muro caían al suelo entre los vítores de los presentes.

—Igualita que tú, Anthea.

La mujer le devolvió la misma expresión enfuruñada que la niña haciendo que riese con más ganas.

º º º

Charlotte Lafitte, la mujer de la inmobiliaria, miró el trasero de William por enésima vez, era tan poco discreta que Yumi empezaba a ponerse de los nervios daba la sensación de estar a punto de saltar sobre él como un súcubo en celo o algo por el estilo. Había recalcado un centenar de veces que era soltera y que nada de señora, que ella era una señorita.

—Como puede ver es un piso muy luminoso —canturreó con voz dulzona interponiéndose en el camino de Yumi para mantenerla alejada de su presa—. Hay luz casi todo el día.

—Ya veo —dijo él con aire ausente cosa que pareció crispar a la mujer—. Mucha luz...

—Sí, sí. Y los vecinos son gente maravillosa. No tendrá ninguna queja.

—Ajá.

Yumi sonrió. Cuando William decía «ajá» era igual a «no te estoy haciendo ni caso». Pobre Charlotte Lafitte tanto esfuerzo desplegando sus encantos para nada. Con muy poca sutileza se desabrochó tres de los botones de la camisa blanca dejando entrever el encaje de su sujetador también blanco, irguió los hombros y cruzó los brazos bajo sus pechos para crear un efecto worderbra bastante exagerado.

—Señor Dunbar... si le interesa puedo lograr que el dueño le rebaje el precio. Me está mal decirlo pero tengo muy buena mano regateando —declaró orgullosa—. Por supuesto los muebles están incluidos en el precio tanto si quiere alquilarlo como comprarlo.

—Bien. ¿Qué te parece, Yumi?

—No está mal —contestó ella—. Es muy grande.

—Y está cerca de... —«la fábrica» pensó—, del trabajo.

—Sí, es verdad —confirmó mirando por uno de los grandes ventanales, desde allí se podía ver la morada del superordenador psicópata de Jérémie—. Pero...

—Ya sé lo que me vas a decir y es cierto, pero es mejor así.

Charlotte se aclaró la garganta impaciente, a sus treinta y ocho años cualquier mocetón de buen ver era bienvenido pero las novias no. Para Charlotte Lafitte la opinión de la china era innecesaria.

—Hay una chimenea también, un rincón muy romántico —añadió la mujer acariciándose los bucles rubios que caían sobre sus hombros—. Si me sigue se la...

—Me quedo el piso —dijo William interrumpiéndola de un modo muy poco elegante—. Señora Lafitte. Alquiler.

La mandíbula inferior de la mujer colgó de manera nada atractiva por la sorpresa, cuando se recuperó lanzó una mirada enfurecida a Yumi que se encogió de hombros, no era culpa suya que se hubiese cansado de mirar la casa y se hubiera decidido sin ver los rincones románticos, William funcionaba a base de impulsos.

Mientras tanto, no muy lejos del piso en el que estaban Yumi y William, X.A.N.A. analizaba el centro de mando de la fábrica. El terminal del superordenador seguía estando igual. Consideró que si fuese posible sentiría nostalgia al mirarlo.

Se sentó en la butaca cuyo motor la hizo desplazarse por las guías del suelo hasta quedar frente al teclado. Tecleó el código de virtualización retardado en el sector del desierto. En la plataforma más amplia de todas. La cuenta atrás de un minuto empezó, corrió hacia el ascensor y pulsó el botón, tenía el tiempo justo para llegar hasta la cabina del escáner. Sin darse cuenta X.A.N.A. golpeteaba con el pie de Sissi el suelo de goma del ascensor nerviosamente. Cuando la puerta se abrió saltó hacia delante como si le persiguiera una bestia salvaje deseosa de hincarle el diente y se adentró en el escáner nombrado «beta».

Las puertas doradas del aparato se cerraron con un zumbido. X.A.N.A. no recordaba que sensación provocaba aquel artefacto, aunque había entrado una vez con William. La mortecina luz emanaba del suelo de la columna-escáner y una brisa caliente acariciaba el cuerpo que poseía. Sabía que después de aquello no podría volver a controlarla en la tierra, pero esperaba que el éxito compensase la pérdida.

Un hormigueo le recorrió lentamente, desde los pies hasta la cabeza, y entonces sintió que se desvanecía.

Vio una panorámica del sector del desierto desde las alturas y entonces se precipitó hacia el suelo. No se preocupó por el aspecto de la muchacha en Lyoko, ese era un detalle irrelevante y estúpido. Corrió hacia el límite de la plataforma y saltó al vacío para penetrar en la torre submarina con su símbolo iluminándose a su paso. Se dejó caer hacia delante para encontrar la plataforma al otro lado de la torre de paso, la que llevaba a su casa.

Avanzó y la superficie de la torre de Xanadu hondeó en rojo.

Continuará

Correcciones:

Quisiera corregir un fallo, aunque más que un fallo fue un despiste, del capítulo anterior. La ubicación de las ciudades de los recuerdos de Anthea, Waldo y Aelita en los ochenta, como la idea era que estuviesen siempre en Alemania puse "Alemania" en país, pero después no recordé modificarlo para situarlo en la Alemania correcta. Así que esta es la corrección:
-Düsseldorf, RFA (en el sector británico)
-Lindau, RFA (en el sector americano)
Ya que me pongo aclararé que Dresden y Schwerin permanecían a la RDA.

Aclaraciones:

Berliner Mauer, Antifaschistischer Schutzwall, Schandmauer: (por orden) Muro de Berlín, Muro de protección Antifascista (así lo llamaban en la República Democrática Alemana RDA) y Muro de la vergüenza (apopado así por la Alemania occidental o República Federal Alemana RFA)

Escrito el 23 de marzo de 2011

miércoles, 16 de marzo de 2011

Impulso


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Impulso

Observó adormilada el revoltijo de sábanas blancas sobre el que yacía.

Recordó que se había peleado con Jérémie, como tantas otras veces, por una tontería que ya ni recordaba, había esperado dentro de una de las cabinas de los escáneres de la vieja fábrica a que le llamase como siempre hacía, pero su teléfono no había sonado ni una vez.

Tras varias horas de espera se había cansado y con un mohín se había puesto de pie y caminado hasta la salida.

Llovía. El puente que conectaba la fábrica abandonada con la ciudad parecía desaparecer a mitad a causa de la cortina de agua que caía desde las nubes negras que apenas lograban entreverse.

Aelita suspiró resignada a llegar a L'Hermitage empapada de pies a cabeza y a pillar un buen resfriado en el proceso. Se subió la cremallera de su chaqueta rosa y avanzó.

Las gotas frías caían desde su melena rojiza, ahora por los hombros, siempre revuelta e indomable como un animal salvaje. Apenas había recorrido dos metros y ya estaba calada hasta los huesos con los vaqueros pegados a sus piernas y tanto la camiseta como la chaqueta adheridas a su piel. Incluso notaba su ropa interior mojada por tanta agua. Un cruce entre el diluvio universal y el fin del mundo.

Cerró los ojos y resopló, estaba helada y el maldito puente no se acababa nunca. Chocó contra algo que reaccionó a su contacto, sus pupilas verdes enfocaron a quien la sostenía por el codo impidiendo que cayese en uno de los inmensos charcos. El pelo negro y largo pegado a su cara, la piel dorada, los hombros anchos, los brazos musculados y la sonrisa traviesa y desenfadada.

—¿Bien? —preguntó él.

—Sí. —Sonrió ella.

William Dunbar.

Había algo magnético en él, una cierta familiaridad que le hacía sentir cómoda a su lado. Tal vez era el hecho de que ambos habían permanecido largo tiempo encerrados en Lyoko. Le gustaba, porque era de trato fácil, no necesitaba esforzarse para entablar conversación, ni tenía que fingir interés en cualquier cosa. Podía ser ella misma. Tal cual era.

—¿Qué haces aquí? —Aelita le miró con afecto, él se encogió de hombros

—Me gusta venir aquí de vez en cuando. Para recordar que sigo vivo.

—¿Qué sigues vivo?

—Sí. ¿No te pasa a veces? Como si siguieras en Lyoko y todo lo que tienes delante lo estuvieras soñando. —Sus ojos azules se cerraron lentamente para después volver a abrirse y mirar al cielo—. Como si tu vida no te perteneciera en realidad, como si alguien moviese tus hilos sólo para putearte.

Ella asintió en silencio con la vista clavada en la punta de la nariz de él, le gustaban los rasgos serenos de William.

—Sí —asintió—. Me pasa a menudo.

—Es un asco, ¿verdad? —Sonrió.

—Te invito a tomar algo, William.

—Dudo que tal como vamos nos dejen sentarnos en ningún lado.

Aelita miró la ropa empapada de ambos y de repente sintió un escalofrío, estaba helada.

—En casa. En L'Hermitage.

—No te ofendas —susurró, apenas le escuchó con el rugido de la lluvia—. Pero no creo que a Stern le haga gracia que pise la casa de Yumi.

Bajó la vista, no había pensado en Ulrich.

Dos años atrás el terreno de L'Hermitage había salido a la venta en subasta pública, Aelita se había sentido tan mal ante la certeza de perder lo único que demostraba que su padre había existido alguna vez, que estuvo segura de que jamás lo superaría.

A espaldas de ella y del resto, Yumi, que ya iba a la universidad y era una cantante de renombre con una legión de fans, había adquirido el terreno. La casa en ruinas y la proximidad del bosque y del internado habían contribuido a que el precio no subiese demasiado. Ahora L'Hermitage era legalmente la casa de Yumi, con una sonrisa le había dicho que cuando quisiera se la revendería sin subir un céntimo lo que le había costado a ella, pero ella no tenía casi dinero. Vivía allí con Yumi y ambas fingían que la propiedad era de Aelita Stones.

—También es mi casa —pronunció finalmente.

—De acuerdo. Te ofrecería mi chaqueta, pero está igual de empapada que toda tú.

Corrieron para atravesar el bosque, una trampa de fango pegajoso y musgo resbaladizo. William corría delante de ella y le sujetaba la mano con firmeza, se detenía cada vez que topaban con un obstáculo y la ayudaba a sortearlo con paciencia. Pensó con una punzada de dolor en que Jérémie nunca la había ayudado de aquel modo, a veces le tendía la mano, pero jamás la había tomado en brazos para sortear un charco en el que el agua le llegaba hasta las rodillas.

Ella quería a Jérémie, pero era tremendamente difícil. Llevaba desde los dieciséis saliendo con él, ahora tenía veinte, pero no habían pasado de pasear de la mano y darse cuatro besos, cada vez que intentaba dar un paso adelante en su relación, Jérémie, daba cuatro hacia atrás.

William la dejó en el suelo delicadamente frente a la negra verja metálica de L'Hermitage, llevaba los vaqueros llenos de barro. Aelita extrajo sus llaves del bolsillo de la chaquetilla rosa y abrió, el habitual chirrido quedó silenciado por la lluvia del mismo modo que ella estaba acallando a la irritante voz de su conciencia que le gritaba que no hiciera lo que tenía en mente.

Él la siguió por el adoquinado caminito que con tanto esfuerzo habían recompuesto Yumi y ella. La puerta de entrada estaba cerrada con dos vueltas de llave, lo que indicaba que la casa estaba vacía, sintió la euforia apoderándose de cada átomo de su cuerpo.

El interior de la casa olía a té verde y canela. La calefacción permanecía encendida porque las paredes estaban mal aisladas y, cuando llovía, el frío se colaba sin contemplaciones.

—¿Me prestas unas zapatillas? —preguntó deshaciéndose de sus botas.

—En seguida.

Abrió el pequeño armario del recibidor y sacó dos pares de zapatillas, una de las costumbres de Yumi que se le había contagiado a ella. Los zapatos en la puerta. Era práctico y se ensuciaba menos.

William se quitó también los calcetines empapados, los observó divertido, si los espachurraba sabía que sacaría un buen montón de agua.

—Te traeré algo de ropa seca —susurró Aelita descalzándose también.

—Una minifalda rosa y una camiseta bien ceñida, por favor.

Ella rió. Más allá de la broma, lo cierto era que no tenía mucho más para ofrecerle, una casa con dos mujeres equivalía a ropa femenina, había ropa de Jérémie y algo de Ulrich, pero con el metro ochenta de altura de William, si se la prestara, parecería que se le había robado la ropa a su hermano pequeño.

Subió al piso de arriba y se metió en su habitación, del fondo de su armario sacó una caja de cartón roja, un regalo de su caja de ahorros, un albornoz azul suave y elegante pero enorme. Se lo había probado una vez y le arrastraba por el suelo. Seguramente a él le quedaría bien.

Se quitó toda la ropa chorreando, se puso unas bragas secas y se caló su albornoz de un vivo color rosa. Hizo una parada en el cuarto de baño para colgar la ropa mojada en la barra de la cortina de la ducha. Y bajó abrazando el albornoz azul.

William no estaba en el salón así que lo buscó por toda la planta baja. Se había quitado la camiseta negra y la escurría en el fregadero con aire ausente. Observando sus anchos hombros y la cuidada musculatura de su espalda Aelita se preguntó qué se sentiría al ser abrazada por esos brazos. ¿Sus abrazos serían suaves y ligeros o bien serían de aquellos fuertes y apasionados con los que era imposible no sentirse segura?

—Creo que te quedará bien —dijo avanzando.

—Gracias. —Sonrió desenroscando la camiseta ahora mojada y arrugada.

—La puerta de al lado es un cuarto de aseo, hay toallas limpias —agregó señalando la puerta color cerezo—. Puedes tender tu ropa dentro, hay un pequeño tendedero que usamos cuando llueve.

—Estupendo.

Aelita dejó escapar un largo y profundo suspiro cuando la puerta se cerró y William desapareció de su vista. Paseó nerviosa por la cocina dando vueltas en círculo como si estuviera acechando las baldosas centrales de la estancia. Se detuvo y miró el mármol blanco de la encimera.

—¿Te apetece un café o algo? —Alzó la voz esperando que le oyera desde el aseo.

—Café, gracias.

Las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa feliz, desmontó la cafetera, la llenó de agua y empezó a añadir el café molido. Dudó. No sabía qué tipo de café le gustaba, si lo prefería cargado o flojito, si le gustaba más negro o aguado... Siempre podía añadirle agua más tarde si se daba el caso así que llenó bien el pocillo y apretó el café para que quedara cargado.

Escuchó la puerta abrirse y por un instante deseó que se acercase hasta a ella sigilosamente y la abrazara por la espalda como en las películas románticas que tanto le gustaban. Jérémie nunca había hecho eso.

—Ni hecho a medida.

—¿Es tu talla?

William asintió mientras Aelita le observaba, le quedaba perfecto. Llevaba una toalla anaranjada entre las manos de haberse secado el pelo que ahora estaba aún más revuelto que de costumbre. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza.

—¿Tienes frío? —inquirió yendo hasta a ella—. No me extraña, tienes el pelo empapado.

Puso la toalla color melocotón sobre la melena rojiza de Aelita y le frotó el pelo para secarlo. Sintió como si se hubiera encogido y volviera a tener cinco años, una mezcla de nostalgia y deseo. Sujetó la solapa del albornoz azul con la cabeza gacha dejándose mimar.

—Perdona.

—No... sigue, por favor.

Se acercó un poco más y continuó frotándole el pelo con cuidado. Cuando acabó con su melena le secó las gotitas de sus mejillas y las del cuello.

—¿Aún tienes frío?

—Estoy bien —susurró sin soltarle el albornoz.

El gorgoteo de la cafetera acabando de subir y el perfume del café recién hecho ambientaban la cocina dándole un toque irreal, como un recuerdo de un pasado muy lejano. Aelita se apartó de él a regañadientes.

Giró la llave del gas y se estiró para coger dos tacitas de porcelana, un antiguo vestigio de que su familia había habitado aquella casa una vez. No eran demasiado elegantes, pero a ella le gustaban.

Colocó las tazas, el azucarero y la cafetera en una bandejita de madera, William la siguió hasta el salón en el que se acomodaron en el sofá.

Para Aelita era sorprendente la facilidad con la que fluía la conversación con William, su actitud que evitaba que las situaciones se tornaran incómodas.

Yumi era idiota por no haber querido a William. Alguien que podía hacerte olvidar tu propio nombre con sólo mirarte bien valía la pena ser considerado.

Aelita alargó los dedos para acariciar la mejilla de William como si dudase de que estaba ahí junto a ella, él le regaló una sonrisa seductora que actuó cual imán atrayéndola hacia sus labios. La mano fuerte y masculina de él masajeó su nuca con delicadeza y jugueteó con los mechones de pelo rojizo que se ondulaban a medida que se secaban.

—No sé si esto es una buena idea —le susurró.

—¿Existen las buenas ideas? —contestó ella.

—Yo nunca he tenido una, quizá sean una leyenda urbana como los cocodrilos de las alcantarillas.

Aelita rió, siempre le había parecido ridículo, pero no gracioso, el rumor de los cocodrilos, y ahora se veía a si misma riendo con ello.

—¿Qué hay de Jérémie?

—Nada. —Suspiró resignada—. No funciona.

William frunció el ceño y cerró los ojos pensativo.

—Hoy no quiero pensar en Jérémie...

—Muy bien, y ¿en qué quiere pensar, señorita Stones?

—En mí.

Él le sonrió de nuevo, le convenía pensar en sí misma de vez en cuando.

—¿Qué te apetece hacer? —le preguntó revolviéndole el pelo rojo con cariño—. ¿Indagar en las alcantarillas en busca de los cocodrilos? ¿Tomar clases de striptease? ¿Dar la vuelta al mundo en albornoz?

—Que tonto. —Rió.

Cuando él se echó hacia delante y la besó sin reservas, se le erizó el vello de la nuca, algo que nunca antes le había ocurrido. Porque todo aquello era nuevo para ella. El precedente de beso ardiente que tenía haría que una niña de cinco años se partiera de la risa, estaba segura.

La agradable sensación que le provocaba la lengua de William jugando con la suya mientras aquellas manos cálidas la acariciaban sobre la suave tela rosa del albornoz le desbordaba los sentidos.

Él le había preguntado algo y ella le había dado una respuesta afirmativa, pero no lograba centrarse lo suficiente para saber que era, tampoco le importaba. Fuera lo que fuese con él no la asustaba.

La había tumbado sobre el sofá y su albornoz se había entreabierto. No le dio vergüenza cuando él la miró y eso que estaba mostrando mucha más piel de la que jamás había enseñado, también estaba viendo mucha más carne de la que había visto antes, ahora sabía que, bajo el albornoz, William no llevaba nada.

No supo cómo, pero en algún momento, entre los besos y las caricias, habían subido al piso de arriba y habían acabado en la cama en medio del revoltijo de sábanas blancas en el que ahora se encontraba.

Miró a su lado donde William dormía con el brazo rodeándole la cintura. Aún sentía sobre la piel todas y cada una de las caricias de él, cada una de las cosas que habían hecho, cada sensación con la misma intensidad que si estuviese ocurriendo en aquel instante.

Aelita sonrió. Pensó en que ojala pudiese quedarse con William para siempre, ¿existiría esa posibilidad? Deseaba que así fuera.

Fin

Notas de la autora:

Para mi querido amigo Ryûji, te quiero mucho amigo ¡ánimo!

Escrito el 15 de marzo de 2011

sábado, 12 de marzo de 2011

25M IX.- Arriesgar


Code: Lyoko y sus personajes pertenecen a MoonScoop y France3

IX.- Arriesgar

Yumi suspiró de nuevo frente al espejo. Cuanto más se miraba menos le gustaba la imagen que le devolvía. Empezaba a desesperarse, o sea, no era tan complicado, ni que jamás se hubiese puesto un dichoso vestido antes. Además tampoco era como si fuese a ver al Emperador y a su familia. Iba a un simple partido de fútbol. A un estadio atiborrado de gente que no iba a fijarse en ella para nada. Y él no iba a verla en medio de la multitud entregada al espectáculo.

Miró nuevamente su reflejo. Un vestido blanco y vaporoso. Blanco.

¿Por qué demonios llevaba un vestido blanco? El blanco no le gustaba, siempre que veía una superficie blanca sentía la imperiosa necesidad de llenarla de dibujos, letras, pegatinas… Se puso de perfil analizando la caída de la tela que realzaba su cuerpo esbelto de curvas sinuosas y sencillas. Volvió a suspirar, esta vez resignada, no tenía más tiempo para perder con batallas estéticas.

«Pálida y vestida de blanco. Como un fantasma, vas a hacer huir a todo el estadio.»

Se calzó las sandalias sin tacón blancas, también, con pequeñas florecillas azules salpicando las tiras. Cogió el bolso y las llaves del recibidor y se enfundó la cazadora tejana antes de salir.

Caminó junto a los coches apiñados que lanzaban bocinazos furibundos inmersos en el monumental atasco que se formaba siempre que el PSG jugaba en casa. En esos momentos se alegraba de vivir a tres manzanas del estadio, podía ir andando, ni transporte público atiborrado, ni tráfico imposible, un agradable paseo.

A medida que se acercaba al campo se iba poniendo más nerviosa, el partido de debut de su mejor amigo, aquel al que quería tanto que hasta le dolía. Si con X.A.N.A. por en medio ya era difícil optar a algo más, después con los cursos de preparación para la universidad lo complicaron un poco más, y ahora, si se hacía famoso quedaría para siempre fuera de su alcance. No importaría cuanto se quisieran, el estúpido de su mánager se encargaría de impedirlo.

Se detuvo frente a la puerta diecisiete, la única en la que no había cola, el guardia de seguridad le miró enarcando una ceja en una muda interrogación que parecía decir "¿qué haces tú aquí, niña? Vuelve a tu casa a jugar con las muñecas". Yumi le sonrió con una pizca de arrogancia, hurgó en su bolso vaquero y extrajo un pase de palco. El rostro del hombre demudó su expresión vacilona por una de asombrada disculpa. Yumi se sintió ligeramente mal, acababa de tomarla por una personalidad VIP, pero no dejó que se le notase.

La elegante escalera ascendía limpiamente por el interior del estadio con su delicada barandilla de roble hasta el palco privado decorado más como un pub de élite que como un campo de fútbol. Observó amilanada el ir y venir de las elegantes esposas de los futbolistas, los familiares y los jugadores que estaban lesionados o no habían sido convocados. Las miró, a todas y cada una de esas personas, con su ropa casual que destilaba elegancia y exquisitez y después su simple vestido blanco y sus sandalias baratas de hacía, por lo menos, cuatro años.

«Asúmelo, eres una carpa fuera de tu estanque.»

Se sentó en un rincón, allí donde el vidrio se escondía tras una columna, antes de morir en la pared, tenía espacio para ver y si tenía suerte nadie se fijaría en la yuki-onna pasada de moda.

El partido debut de Ulrich Stern también era el último de la temporada. El PSG se había alzado con la victoria en la Ligue1, y a él le habían regalado esa oportunidad de oro, subiéndole desde el filial, para un partido que prometía ser de los más vistos, especialmente por la celebración que vendría después.

Estaba nervioso. La equipación roja y blanca le picaba por todos lados, la lazada de las botas no parecía quedar nunca bien, las medias resbalaban o tal vez sólo se lo parecía a él, y las manos… Las manos le temblaban como nunca antes en su corta vida.

Sus compañeros le tomaban el pelo tratando de calmarle, el problema era que no iban bien encaminados, lo que le tenía crispados los nervios no era el partido era lo que pensaba hacer luego, porque, conociendo los antecedentes, lo mismo moría asesinado en un estadio abarrotado delante de las cámaras de televisión. Podía ser doloroso hasta extremos insospechados. Ya no podía echarse atrás. Se había deshecho de su mánager que quería convertirle en un zombi para el que sólo existe el fútbol, había avisado al entrenador de sus planes y había sobornado al tío de las cámaras y al de la megafonía para que le echasen un cable, demasiado trabajo para echarse atrás como un gallina.

Cuando salió al campo a jugar sencillamente se calmó como por arte de magia, siempre le ocurría. Incluso se permitió marcar dos de los goles de su equipo. Disfrutaba jugando y no notaba la presión, para él no era diferente de los partidos de las liguillas interescolares, porque él siempre se había empleado a fondo en todos los partidos, puntuables o amistosos.

De pequeño odiaba el fútbol pero jugaba porque eso hacía que su padre se sintiera orgulloso de él y le prestara atención, de adolescente empezó a picarle el gusto por ese deporte y un poco más adelante, con el apoyo constante de Yumi, había pasado a amarlo.

Su carrera empezaba pero él se sentía bastante fracasado. A los dieciséis había entrado en las categorías menores del PSG, ahora, a los dieciocho entraba en el primer equipo, pero su gran reto en la vida no lo había logrado. Sabía que Yumi quería que fuesen sólo amigos mientras X.A.N.A. viviera para hacerles la vida imposible, pero tras borrarlo del mapa, no había conseguido reunir el valor suficiente para declararse, decirle que la amaba con todo el alma y que deseaba estar con ella hasta el fin de sus días. Las veces que Yumi se le había acercado con ánimo de borrar esa frontera él se había acobardado y perdido la oportunidad. ¿Se podía ser más idiota? Seguramente no. Era el rey de los idiotas.

El agua caliente de la ducha relajaba todos sus músculos cansados de haber corrido como un desesperado durante los noventa minutos del partido, y le infundía un poco de valor.

En el palco Yumi bebía un batido de frambuesa, se moría por mezclarse entre la gente de las gradas, no se sentía precisamente a gusto entre las celebrities, demasiado estirados. Al menos abajo la gente le daría conversación o, por lo menos, no desentonaría entre ellos.

—¿Quién soy? —Le taparon los ojos.

—Odd.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó fastidiado.

—La voz.

Yumi se giró y fue entonces cuando vio a sus amigos allí, Aelita, Jérémie y Odd. Aelita con un vestido granate sencillo y elegante y sus zapatitos de tacón que le quedaban estupendos. Jérémie con su eterno jersey ancho y cómodo y sus pantalones. Y Odd con su desafío estético de colores brillantes en contraste, a veces le daban ganas de ponerse unas gafas de sol antes de mirarle.

—¿Qué hacéis aquí?

—Más o menos lo mismo que tú. —Sonrió Jérémie—. Ulrich nos ha invitado.

—Pero sólo más o menos —recalcó Odd—. Porque si hiciéramos lo mismo que tú nos matarías, creo.

—¿De qué ha…?

—¡Yumi! —exclamó Aelita—. ¿Es un batido de fresa?

La muchacha frunció el ceño en una clara expresión de desconfianza, algo no iba bien, lo presentía. Optó por ignorar esa sensación.

—Frambuesa —contestó—. ¿Quieres uno?

—Sí, tiene una pinta increíble.

Yumi suspiró, se levantó y se dirigió hacia la barra de bar al fondo de la sala. Una vez quedaron alejados de ella, Jérémie y Aelita extendieron sus brazos y le atizaron una sonora colleja a Odd al unísono. Se frotó la nuca con un puchero infantil.

—Se supone que nosotros no sabemos nada, Odd —protestó Aelita.

—Casi metes la pata —continuó Jérémie.

—Lo siento, es que… hace tanto que…

Los tres amigos suspiraron a la vez. Demasiado tiempo.

Regresó con el vaso de batido en la mano y se lo dio a Aelita que lo tomó sonriente. Yumi clavó su mirada en el campo, unos metros más abajo. No había nadie sobre el verde césped pero las gradas continuaban abarrotadas. Se moría por bajar y mezclarse con toda aquella gente.

—¿Esperando ver a Ulrich?

—¿Por qué dices eso, Odd?

—Por qué ibas a mirar tan fijamente el césped sino.

Yumi se encogió de hombros, era cierto. Sólo estaba allí por Ulrich, porque a él le hacía ilusión y así ella tenía una excusa para estar cerca de él.

—¿Prefieres que te mire a ti? —inquirió enarcando las cejas.

—Puedes mirarme tanto como quieras. —Sonrió—. Soy más interesante que la nada.

—Me voy a las gradas —dijo poniéndose en pie, estaba cansada de estar allí dentro.

Jérémie empezó a mover las manos frenético, Aelita miró fijamente a Odd en busca de una solución y éste se encogió de hombros. «Sobre todo que Yumi no se vaya del palco» le había pedido Ulrich, qué esperaba que hiciera, qué la atase a la silla.

—Con lo bien que se está aquí… —pronunció con voz firme—. Aire acondicionado, tranquilidad, servicio de bar…

—Odd, mírame —espetó señalándose—. ¿Tengo pinta de encajar entre los ricachones?

—Venga, mujer, si estás muy bien.

—No es verdad. Y a ti qué más te da que me vaya a la grada.

Pensar rápido no era lo suyo, improvisar sin pensar sí, pero cuando había por medio peligro de ser molido a palos…

—¡Es que…! —Pasó el brazo por los hombros de Yumi sensualmente y la pegó a su cuerpo con fuerza—. ¡Hoy estás genial! Y si te vas a la gradas no podré recrearme la vista.

—¿¡Qué dices! —exclamó azorada tratando de quitárselo de encima a empujones, pero Odd la sujetaba con fuerza—. No digas tonterías… ¡Odd, quita!

—Ay, Yumi —continuó esquivando los manotazos al aire que soltaba su amiga—, con lo mona que eres y todavía soltera y sin compromiso. Si quieres yo me ofrezco para ser el amor de tu vida.

—Tú ya tienes novia, pervertido.

—Soy un bien de la humanidad, no le importará compartirme.

Jérémie y Aelita observaban avergonzados el espectáculo que estaban dando, mantenían un tono de voz alto y el hombre de la barra les miraba con una ceja alzada con desdén. Aelita se preguntó cuánto tiempo lograría entretenerla Odd y si sería suficiente.

Las luces del campo se apagaron y los focos a pie de césped se encendieron. A través de la megafonía se escucharon los primeros compases del himno del PSG. Yumi acertó a empujar a Odd y apartarlo de ella, su pelo negro caía enmarañado como si acabase de pelearse con su almohada.

—¡Oh no! Ya no me dejaran pasar.

Odd trató de peinarla pero ella le dio un golpe en la mano.

—Mejor, así te quedarás a verlo con nosotros.

Lo único que consiguieron arrancarle durante la siguiente media hora fue un bufido molesto. En el campo los jugadores paseaban la copa de la Ligue1, se rifaban el micrófono para hablarle a la afición. Yumi buscaba en el videomarcador a su amigo que era el único de los jugadores que le interesaba y no podía evitar sonreír como una tonta cada vez que le veía.

Finalmente el capitán del equipo le tendió el micrófono a Ulrich presentándole como el novatillo, éste lo tomó y avanzó algunos pasos, la cámara le enfocó. Empezó a dar las gracias a la afición y todo aquello que a Yumi le sonaba a política y peloteo, pero que sabía que él lo decía de corazón.

Entonces se puso muy serio, la imagen se desvaneció un momento y la pantalla quedó dividida en dos mitades, en una la cara de Ulrich y en la otra la cámara oscilaba por la grada en busca de algo, la imagen se detuvo sobre el palco y después sobre ella que mantenía los ojos abiertos de par en par.

Ulrich carraspeó y sus mejillas se encendieron mientras se movía nervioso de manera desordenada.

—Yumi yo… —Inspiró hondo concentrándose en la idea de que allí no había nadie más que él y Yumi, que estaban sentados el uno frente al otro en su cafetería preferida, la de Pierre, compartiendo un pedazo de tarta de cerezas—. Te… quiero y quiero que te cases conmigo. —Ignoró el murmullo de la gente de las gradas, los gritos de ánimo, los silbidos y el resto. Sólo le quedaba una palabra para acabar, un último esfuerzo—. ¿Qui-quieres?

En el palco Odd le dio un golpecito en el hombro a Yumi que se había quedado petrificada, le acercó el micrófono pero como no se movió para cogerlo lo mantuvo frente a sus labios.

Yumi dedicó a Ulrich una sonrisa, en apariencia, dulce, pero él que la conocía bien sabía que decía "te voy a matar, Ulrich Stern, más te vale haber escrito ya tu testamento". Mirar fijamente la pantalla gigante le estaba poniendo histérico, veía su propia cara completamente roja, con un tic nervioso en la comisura de los labios y la de ella, sonrojada pero como si no pasase nada. También veía el brazo de Odd sujetando el micrófono.

Yumi asintió, aunque él sabía que el que asintiera no tenía porque significar "sí". Le arrebató el micrófono con delicadeza a su amigo y se lo acercó a los labios.

—Sí, claro que sí.

La sonrisa de Ulrich iluminó la pantalla gigante desapareciendo bajo una aborigen de manos de sus compañeros revolviéndole el pelo en una felicitación infantil. Cuando su cara desapareció del monitor, Yumi, miró de manera inquisitiva a sus amigos. Aelita y Jérémie se encogieron temiendo la represalia, Odd en cambio hinchó el pecho orgulloso como un pavo real.

—Traidores —dijo enarcando las cejas.

—Te quejarás…

Yumi rodó los ojos y esbozó una sonrisa infantil.

—Gracias.

Fin

Aclaraciones:

Asentir: Una de las diferencias más notables entre los occidentales y la mayor parte de oriente es el tema de asentir (Japón, China, Corea…). Cuando un japonés asiente con la cabeza en realidad no te está diciendo que sí, es sólo un modo de indicar que te está prestando atención, que te está escuchando. Su equivalente a asentir sería formar un círculo con el pulgar y el índice manteniendo el resto de los dedos erguidos, y el equivalente a negar con la cabeza es formar una cruz con los brazos frente al pecho. Así que ya sabéis si veis a un oriental asentir no os está diciendo que sí.
Yuki-onna: uno de los yôkai más famosos del folclore nipón, es la mujer de las nieves y se caracteriza por ir ataviada con un kimono blanco, tener la piel muy blanca y el pelo largo y negro, siempre aparece cuando nieva.

Escrito el 09 de marzo de 2011

martes, 1 de marzo de 2011

Lo siento


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Lo siento

¿Qué era lo peor que podía pasar? Que Ulrich se enfadase y no volviese a hablarle jamás en la vida o que decidiese asesinarle. ¿Merecía la pena correr el riesgo? No estaba seguro. Seguramente no valía la pena. Pero aún y así lo hizo.

Fue un impulso egoísta o algo que, sencillamente, llevaba demasiado tiempo deseando hacer. Quizás un poco de las dos cosas.

Él quería a su amigo aunque era idiota de remate a veces, había un montón de chicas estupendas locas por él, pero Ulrich, simplemente, hacía como que no se daba cuenta y, la que de verdad le interesaba no tenía mejor suerte. Yumi Ishiyama estaba absolutamente colada por Ulrich Stern y Ulrich Stern estaba coladísimo, hasta niveles de ciencia ficción, por Yumi Ishiyama. Los dos lo sabían y él se encargaba de recordárselo día tras día con la esperanza de lograr un avance.

Pero estaba cansado.

Estaba harto.

Hasta las mismísimas narices.

Por las noches Ulrich siempre lloriqueaba porque, supuestamente, Yumi no le hacía caso y, él, no tenía otra que escucharle y apoyarle. Yumi, en cambio, no decía nada, pero le cabreaba lo mismo.

Hacía una semana que Ulrich se había marchado de urgencia a Alemania porque su tía había tenido un accidente, hasta ahí todo bien, bueno, bien dentro de los límites de la cordura, no era que se alegrase de que la tía de Ulrich estuviera en un hospital... Todos le echaban de menos, era su amigo, así que eso era inevitable.

Al principio el que Yumi fuese a su habitación con excusas varias no le pareció importante, pero ahora ya empezaba a mosquearse.

Odd sabía que, estar separados, para sus dos amigos era como una tortura, seguro que preferían que les clavasen alfileres bajo las uñas. Tenía el convencimiento de que eran como dos pajarillos, si uno moría el otro lo haría al poco tiempo.

No le molestaba la compañía de su amiga, una chica guapa nunca podía sobrarle, pero no soportaba verla sentada, día tras días, sobre la colcha azul descolorida de Ulrich con aquella cara de animalillo desvalido.

Cuando regresó de la ducha la encontró allí, sentada en la cama acariciando distraídamente la cabeza de Kiwi que se había enroscado en su regazo. Le había preguntado qué hacía allí, Yumi le había sonreído débilmente a modo de respuesta. Odd se había ceñido más la toalla atada a su cintura con una rabia irracional martilleándole las sienes. ¿Qué pasaba con Ulrich? ¿es que en Alemania no funcionaban los teléfonos? ¿cómo podía tenerla en aquel sin vivir como si nada? A él se le encogía el corazón con sólo mirarla.

Supo que lo más sensato habría sido pedirle que se marchara, tenía la excusa de estar recién salido de la ducha, desnudo bajo la toalla de rizo blanca, en cambio se había sentado a su lado con el pelo goteándole por la espalda empapando la colcha azul de su amigo y le había acariciado el brazo suavemente. Los ojos de Yumi se había cristalizado a causa de las lágrimas, el negro brillante de sus iris parecía fundirse y él no era de piedra.

Y entonces lo hizo. La sujetó por la manga y la besó en los labios, Yumi le apartó de forma mecánica con un empujón poco convincente. Su mirada acusadora se desvaneció con la caída de las primeras lágrimas cristalinas.

¿Merecía la pena tentar a su suerte? Determinó que sí, que merecía la pena. Ulrich tenía la fama pero la mala leche la tenía ella, Ulrich era gruñón pero Yumi no dudaba en atizarte si le tocabas lo suficiente la moral. Podía romperle la nariz y hacerle una reconstrucción facial sin anestesia y sin pisar un quirófano. Clínica de estética a hostias de Yumi Ishiyama.

Odd se estiró como un gato recortando la distancia entre sus rostros, no esperó a ver la reacción de ella. Cerró los ojos y volvió a besarla. El empujón no llegó esta vez.

La cálida mano de Yumi se apoyó en su hombro en un frágil contacto. A Odd le sacudió una corriente eléctrica de pies a cabeza erizándole la piel. Siempre había pensado que Yumi era bonita, incluso se había preguntado que se sentiría al besar sus carnosos labios rojos.

Ahora podía decir, con todas las de la ley, que lo sabía. Besar a Yumi producía electricidad suficiente como para abastecer a Francia entera durante un año.

Las manos de Odd fueron incapaces de permanecer quietas y recorrieron cautelosas la tela del suéter negro de Yumi, jugueteando con las costuras y las arrugas a su alcance.

Lejanamente escuchó a Kiwi gimotear y protestar al caerse del regazo de Yumi por culpa del brusco movimiento que habían realizado. De repente en aquella habitación hacía un calor infernal, ¿se habría estropeado el termostato de la caldera? No era normal, aún era invierno. ¿A qué podía deberse? Su mente se sumió en una espiral de cosas sin sentido, ya no podía pensar con claridad, del mismo modo que era incapaz de controlar a su propio cuerpo que actuaba por iniciativa propia sin informar a su cerebro de lo que pasaba, sólo flashes de imágenes inconexas e incoherentes.

Las manos de Yumi empujaron su pecho apartándole, Odd la miró como si acabase de despertarse. Sus dedos estaban enredados en las negras hebras de cabello de Yumi que, con las mejillas rojas, jadeaba abasteciendo de oxígeno a sus pulmones. Los dedos de su otra mano se aferraban al cierre del sujetador apunto para desabrocharlo. Se apartó bruscamente como si estuviese en llamas. Se sintió tan culpable como si acabase de romper el jarrón preferido de su madre apropósito. El remordimiento le llevó a recolocar, tembloroso, el suéter de ella.

Yumi le atizó un golpe sin fuerza en el hombro. No dijo nada. Él deseó que dijera algo, sus palabras se habían perdido en algún punto entre su cerebro y sus cuerdas vocales. Tuvo ganas de reír por la ironía, Odd el magnífico, Odd el parlanchín, mudo.

Ella se levantó y caminó hasta la puerta mientras el corazón de Odd aporreaba las costillas violentamente.

—¿Y ahora qué?

Al principio Odd no supo quién había formulado aquella pregunta, cuando Yumi se giró con los ojos abiertos como platos comprendió que había sido él.

—No lo sé. —Fue la escueta respuesta de ella—. No lo sé...

—No tenemos que decírselo a Ulrich, esto no ha sido nada, ¿no?

Odd suspiró, al parecer estaba haciendo méritos para escalar puestos en el top ten de cretinos de Kadic.

—Define "nada" —espetó Yumi cruzando los brazos sobre el pecho taladrándole con aquellos ojos negros vivos y brillantes—. Porque a mí no me ha parecido, lo que se dice, "nada".

—Tú te sentías sola y yo soy irresistible —arguyó. Si lograba que le odiase quizás no volvería a acercarse y aquella corriente eléctrica que le sacudía el espinazo desaparecía para siempre.

Yumi bufó y Odd tragó saliva ruidosamente, quizás ahora era cuando le asesinaba.

—Tenemos que decírselo.

Tras soltar aquello la puerta se cerró estruendosamente. Ella ya no estaba. La compañía de Kiwi no servía para eliminar aquel vacío en sus entrañas.

Estuvo pensando, durante largo rato sentado en la cama de su mejor amigo ataviado con la toalla blanca, en el motivo por el que se sentía tan culpable. La había besado, sí, pero también había besado a Aelita un par de meses atrás. Entonces no se sintió tan mal y no era que a Jérémie lo apreciase menos que a Ulrich.

¿Sería por el lugar en el que había ocurrido? No porque fuese la habitación que compartían, sino porque hubiese pasado en la cama de su mejor amigo. Odd se enroscó sobre la colcha azul.

«Lo siento, amigo, simplemente ha pasado —pensó—. Soy un cabrón»

¿Qué podía hacer? Sencillamente le atraía su amiga de un modo que jamás habría imaginado.

Fin

Para ti コウモリ クン
Escrito el 01 de marzo de 2011